Hoy he vuelto a despertarme inquieta, manoteando el aire que me rodea y que me pertenece solo a mí. Las mismas ensoñaciones una y otra vez. En ellas, me siento resbalar desde lo alto de una torre enrejada, oxidada, descascarillada y mellada. Caigo y me hundo en el vacío durante horas, envuelta en negruras inciertas a las que intento esquivar, volteo y giro sobre mi misma intentando tocar el suelo. Cuando al fin atisbo algo de luz y presiento que el firme está cerca, planto mi pie derecho sobre las losas agrisadas de cemento y  en el mismo sueño, siento cómo me despierto descubriéndome llena de arañazos y cardenales, sin embargo en realidad, sigo dormida. Un sueño, dentro de otro sueño.

Otras veces me hallo desnuda paseando en mitad de una plaza enorme rodeada de palomas sucias que me ofrecen sus escasas migas de pan. Los transeúntes curiosamente casi idénticos, de frente despejada y cabellos canos y rizados, gritan a mi paso: ¡Victoria, victoria! señalándome con el dedo y yo me río llorando mientras agito los brazos y piso con furia las pizcas de pan. Así es como espanto a las mugrientas tórtolas y a todos los allí presentes que incómodos, arrugan el ceño de sien a sien.

A todos ahuyento con mis braceos, a todos; menos a uno.

Sueños al fin y al cabo que no dicen nada, luego de ser inmortal o de mostrarte en cueros al mundo, te despiertas, te levantas y haces tu vida como si nada hubiera pasado.

A las ocho, me dirigí al ambulatorio a trabajar como todos los días y en la consulta, mientras atendía a una paciente con distonía severa, a la que el calor de la lámpara de infrarrojos la mantenía tranquila, ojeando con parsimonia, las hojas sobadas de una revista médica atrasada, atendí una llamada de mi madre:

– Mañana no trabajas ¿verdad Vicki?
– No, aquí también es fiesta, contesté.
– Ya, ya, por eso, hija.

Mi madre tenía por costumbre preguntar cosas que ya sabía.

– Nena, te llamo porque quiero que mañana te pases por casa, podríamos comer juntas, charlábamos y de paso te mostraba algo importante. Te tengo reservada una gran sorpresa.

– ¿Una sorpresa y grande? —respondí— madre, sabes que odio las sorpresas que tú llamas “sorpresa”.

– Esta es distinta, muy distinta. Hace mucho, muchísimo tiempo que no os veis. ¡Uy! —dijo contrariada por lo que podría haber sido un desafortunado desliz con el que yo descubriera una ración de asombro.

Pero no, ¡qué va! Que no os engañe a vosotros también. Contrariamente a lo que podría parecer, supe enseguida que no había sido un inocente descuido, Amelia, era más lista de lo que aparentaba y utilizaba su semblante dulce, cándido, aparentemente inofensivo y despistado tan innato en ella, para llevarnos a todos por el lugar donde quería. Seguro que había maquinado dejar escapar ese aparente lápsus, para ponerme sobre aviso. Ella jamás daba una puntada sin hilo e incluso se diría que remataba la hebra con gruesos, sólidos y enmarañados nudos que a mí ya, no me pasaban desapercibidos.

Seguro que aquella sorpresa consistía en presentarme a alguien. Quizá el hijo de alguna amiga o alguna vecina  con quien “sentar la cabeza”, como tantas veces me decía.

– ¿Dónde están esos hoyuelos que te moldeé en las mejillas? ¿Dónde? —solía preguntarme mamá cuando los pretendientes volaban y mis labios prietos se resistían a sonreír aguardando nuevos besos donde poder agarrarse.

A veces yo misma me preguntaba por qué los hombres que se instalaban en mi vida tras un tiempo de convivencia, pasaban de ser fijos, a fijos-discontinuos y tras una  temporada de subidas y bajadas, los metía en el cestillo imaginario de un globo, les soltaba el cable de amarre y los veía ascender despacio entre las nubes, sacudiendo cariacontecidos un pañuelo de despedida.

– …Y cuando vengas, —continuaba a través del teléfono en la consulta—, no te olvides de traerme el insecticida ese que dices es estupendo para mantener a raya la polilla africana, este año está haciendo estragos entre las gitanillas del jardín y apenas consigo espantarlas con el…

– Sí, mamá. Sí, no me olvido.

Siempre hacía lo mismo, cuando daba por hecho que lo que acababa de decir me volvería recelosa, cambiaba de tema y mudaba a otro asunto más trivial, tras correr donde quería ella, un tupido velo.

– ¡Hemos tenido una Victoria!, gritó mi padre a los cuatro vientos anunciando mi llegada al mundo por la ventana del hospital. Es pequeñita, —decía— y llora como una condenada. ¡Vaya genio! lleva menos de una hora en este mundo y ya parece que le ha hecho la boca un fraile. ¡Mira que luna Amelia! —le decía a mi madre dolorida aún por los entuertos. Llena, nena. ¡Llena! ¡Luna llena!, esta niña tendrá mucha suerte eso sí que es un buen augurio.

– ¿Sí?, ¿buen augurio?, preguntaba mi madre inocentemente crédula desde la cama colocándose los almohadones.

– Claro ¡Por supuesto! —contestaba él con una seguridad irrevocable, sentenciando lo que se acababa de inventar, en ese preciso instante.

Así me recibieron un cinco de marzo del mismo año, en el que se dice,  dos astronautas pisotearon la luna por primera vez.

Como ya saben, me llamo Victoria y muy a mi pesar este nombre con el que mis padres tuvieron a bien bautizarme, no ha servido para que me laurearan ni una sola vez. Ni una ventaja, ni una leve superioridad en las múltiples competiciones de la vida en las que he participado queriendo o sin darme cuenta. Mis derrotas esenciales, se han ido sucediendo en cada una de las confrontaciones en las que me he inscrito. En mi casa no encontraréis ni una copa de trofeo, ni una sola medalla colgada de una cinta abanderada.

Por satisfacer a mi madre, a la mañana siguiente después de su llamada, me dirigí a la casa donde vivimos las dos tantos años. No había podido sonsacarle ni una sola pista más, sobre la sorpresa que me iba a propinar.

Mi madre está sola desde que yo vivo en la ciudad, pues una noche tormentosa de luna nueva en enero, mi padre se inventó que ya no la quería y salió sin paraguas cruzando el jardín para amancebarse con una muchacha ecuatoriana, poquita cosa, —según me contaron— de larga melena azabache y una reluciente sonrisa blanca que le ocupaba gran parte del rostro. Desde entonces yo, su Victoria, no lo he vuelto a ver.

– El amor marital está sobreestimado, solía decir mamá después de aquello, y aunque me miraba a mí fijamente mientras hablaba, más tarde comprendí, que no era consciente de que pensaba en alto, ni de que yo, un cachorro todavía sin pliegues en la piel, la escuchaba atentamente para no entender ni una sola palabra de lo que decía.

– Además,—continuaba—, no estamos tan mal solas, ¿verdad? —preguntaba sin esperar respuesta.

Amelia, mi madre, nunca pareció una mujer despechada por el gran cisma familiar, ni le observé jamás un ápice de rencor hacia él, eso me llevó a dudar más adelante quién sería de los dos, el que se alejó primero. Nunca pude superar el abandono físico de mi padre, ni la negligencia de ella por retenerlo a nuestro lado. Aún hoy, sigo custodiando en mi corazón, todo el rencor que soy capaz de soportar.

Crucé la cancela y atravesé el pequeño jardín repleto de geranios con el insecticida en la mano. El timbre de la puerta se dejó hundir dócilmente y con la otra mano repiqueteé con el rojo de mis uñas sobre la madera, como había hecho siempre. Esperé unos segundos. Tras de mí, sobre los pétalos tintados de las flores, las mariposas revoloteaban como hojas a merced de un viento inexistente, erráticas, presumiendo de los colores con los que la naturaleza las había dotado y victoriosas ante el resto de los insectos menos afortunados.

– ¡Cierra los ojos Vicki!, no mires, que ya abro —contestó mamá desde dentro— y yo, situada al otro lado como de costumbre,  empecé en ese momento, a temer su sorpresa.

Muchas veces había imaginado el reencuentro con mi padre y fantaseaba escenas familiares, convencionales. Yo corría derecha a sus brazos y volvía a sentir el cobijo que me entregó de niña. Sin embargo, cuando la puerta se abrió y ante mi vista se presentó aquel hombre viejo, con los ojos del mismo verde que los míos, me quedé paralizada, petrificada e inerte. Mi padre envejecido sin piedad, me miraba embelesado y bobalicón mientras decía en un susurro, Victoria, Victoria.

Nada sabía de mí aquel hombre disfrazado de padre. Creyó que solo con aparecer en el terreno de juego, ataviado de sentimientos para la ocasión, había ganado la partida.

Me di media vuelta sin mover los labios y crucé de nuevo el jardín, en él, las orugas aladas continuaban con su juego altanero y yo sin prestarles atención me fui yendo despacio, ralentizada por el miedo y luchando contra un viento imaginario que refrescaba mi corazón y me empujaba de nuevo hacia la puerta, donde aquellos dos: madre y  padre de mentira, voceaban, Victoria, ven, no te vayas así, ¡Victoria! ¡Hemos vuelto!

Dicen que soy fría e hiriente como un carámbano afilado, que guardo tanto rencor arraigado en mí que nunca podré vivir en paz. Yo no perdono. Jamás les voy a perdonar, pues cuando me abandonaron cada uno a su manera, se llevaron toda la suerte que me auguraron aquel mismo día de luna llena, cuando mi madre todavía se aguantaba los entuertos y yo tenía recién cincelados, los hoyuelos en mis mejillas.

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