El día había amanecido cubierto y un aguacero vehemente corría por los cristales; las gotas de lluvia crecidas por el hacinamiento del agua sobre el vidrio, salían despavoridas hacia la meta que no era otra, que el marco descascarillado de una de las ventanas polvorientas de la antigua academia.

La clase en silencio, recogía una veintena de chavales sentados de dos en dos y a veces de tres en tres, cuando alguno de los libros olvidados en casa, forzaba a ligar tríos de apretados adolescentes en el mismo pupitre para leer juntos un único ejemplar. Niños aburridos de las clases ordinarias y obligados a acudir mansamente a un centro de recuperación incluso en vacaciones.

Al maestro, un decrépito y despistado educador a punto de jubilarse, poco le importaba a estas alturas lo que ocurría en lo que el llamaba su convento.

A las tres y media de la tarde con la digestión en pleno apogeo, la somnolencia de don Toribio se presentaba como todos los días a la misma hora. Los chiquillos a la espera del espabilamiento y durante el sopor cotidiano del profesor, comenzaban a distraerse con jueguecillos sosegados sin hacer ruido, malo sería que despertaran al espíritu docente de Toribio y les obligara a abrir el libro de matemáticas por la página tal ó cual.

Las mesas en madera y melamina verde, atravesadas por antiguas cicatrices y arañazos hechos a plumilla o a bolígrafo con saña, eran el lugar perfecto para comenzar con el suplicio del muñeco.

Cinco líneas. Solo cinco líneas eran necesarias para improvisar un sencillo cadalso que enganchara al monigote de lápiz en la horca. Un mocoso poco hábil se convertiría en verdugo y aniquilaría sin piedad al humano pintarrajo. Poco a poco, trazo a trazo sobre el patíbulo, esperaría a ser ajusticiado con disimulada resignación.

Aquella tarde lluviosa de diciembre podría ser distinta, el chaval que jugaba parecía avispado, quizá esta vez sería indultado a falta de alguna pierna o algún brazo y el linchamiento sería aplazado a otra palabra de tardes aburridas.

-¿Quién puede tener piedad de un monigote tan simple de seis trazos? ¿Quién? —se preguntaba una y otra vez el flaco dibujo— y agonizante de terror con la soga a punto de ser apretada en su cuello esperaba ser arrastrado, borrado, aniquilado tan sólo por una sucia huella dactilar.

El muñeco era patético por exiguo, resentido, decaído de ánimo, desconfiado de la vida y pesaroso del bien ajeno pues albergaba un sentimiento bien arraigado de envidia y mezquindad hacia otros dibujos realizados con esmero en las esquinas de los pupitres y que permanecían expuestos durante días o incluso semanas, gozando de aquella extraña vida ilustrada sobre el verde de los escritorios: Caricaturas satíricas de viejos profesores, corazones atravesados de flechas, falos enhiestos mirando al cielo o simples cubos geométricos sombreados a seis caras.

En aquella existencia extraña, incomprensible para el racional sentido humano, créanme que se iba desarrollando vertiginosamente en el personaje, un sentimiento exacerbado de ruindad y vileza por la dificultad de dirigir su mirada de odio a otro ser más insignificante que él, pues a nadie hallaba a su alrededor que fuera más patético y calamitoso que su propia estampa.

Sin embargo por fin, había llegado el día, el gran día; el que llevaba esperando desde hacía meses, años incluso. Jamás habría otro tan propicio como aquel lluvioso, encapotado y tormentoso veintiocho de diciembre.

En la clase, los niños ajenos a todo lo que no fuera más allá de entretenerse a la hora del reposo del tutor, continuaban con el simple juego de palabras.

Fuera, en la calzada de gruesos adoquines negros, la lluvia convertía el empedrado en pequeñas islas cuadriformes rodeadas por estrechos riachuelos y el pintarrajo enardecido por lo que él barruntaba como evidente, se reía presintiendo el colofón del nuevo engendro que colgaba de la espalda de don Toribio.

—Lo matarán —pensaba— él también morirá como yo y nadie podrá evitarlo, formas de morir solo es eso, otra forma de morir.

Entretenido el rayado muñeco en el mal ajeno apenas oía errar a los niños; cuando de pronto, encarnado ya por dos brazos y una pierna, comenzó a presagiar su final y a pesar de todo, sonrió. Sonrió con ironía pues esta vez no se iría solo. Otro condenado monigote robusto nacido en papel y de su misma complexión, pendía en la espalda del profesor a través de un fino alfiler de costura.

El malicioso dibujo ahora se carcajeaba sin piedad imaginando a la figura de prensa acarreada por el inocente Toribio. Seguro que el viento la desprendería con facilidad y el personaje liviano se daría de bruces en la calzada irregular y allí, pateado, sucio y maltrecho de pisadas anónimas, hallaría su final. Otro trágico y cruel final.

Apenas dos segundos después, la risa sardónica del garabato vaticinando el adiós del recorte, desapareció con el restregón de un dedo manchado de grafito y sólo se oyó la voz queda de uno de los niños que le decía a su compañero:

-¡Z-A-H-O-R-Í! ¡Tonto!, era zahorí. Ésta me la apunto yo.

La tarde aún chorreaba, cuando el timbre despertó al tutor y anunció el fin del juego. Los libros se recogieron y el maestro salió a la calle escoltado por el ligero guardián. Toribio se subió el cuello de la gabardina y acoplándose el sombrero a su cabeza, maldijo lo desapacible e inclemente del día, mientras los dos muñecos uno de carne y otro de papel se envolvían de gotas y se calaban hasta los huesos.

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