Ignacio de la Cruz, repasaba en silencio uno de sus libros favoritos relativo a la posición y el movimiento de las estrellas, mientras se balanceaba rítmicamente en su mecedora. De repente como en otras ocasiones a eso de las cinco, una voz aguda rompió la quietud que se respiraba en la pequeña sala de estar.
― ¡Pero mira que eres cenutrio!, siempre has sido un bobo y nunca aprenderás. Por más que te explique el tema, no lo entiendes ¡Es que no lo entiendes!
Rosita Perea, su mujer repetía con furia y a voz en grito, las últimas palabras para recalcar más si cabe, lo que según ella era una ineptitud congénita de la estirpe de su marido: no se enteraba de nada.
La mujer proseguía su discurso voceando encolerizada.
― ¡El castillo! ¡Hay que vender el castillo! Vamos a ver: en qué habíamos quedado ayer, Ignacio; ya te lo expliqué. Te dije una y mil veces, que el imbécil de Mauro no vendrá, que se ha enfadado contigo, conmigo y con todos los demás, ya se le pasará, siempre hace lo mismo, mucho grito, mucha pelea… ¡Ruido, ruido y nada más! Mañana ya se le habrá pasado y vendrá con nosotros a la notaría.
Me preocupa más el buenecito de Patricio ― continuaba ― a la chita callando, siempre se sale con la suya; es de los que nunca han roto un plato ¡Plato! ¡Qué digo plato!, ¡Seguro que comen directamente de la olla, y la vajilla ni la tocan… ¡Por no gastarla! ¡Rácanos, que son unos rácanos! ¡De la Virgen del puño!
La mujer no dejaba títere con cabeza mientras se despachaba a gusto con su paciente esposo Ignacio; éste la observaba como siempre resignado, con los ojos vidriosos y mansos.
Rosa, su pacífica esposa Rosa, tan dulce y exquisita como la jalea real, mutó de la noche a la mañana un fatídico día lluvioso del mes de febrero en el que se despertó apenas amanecido, abrió la ventana para ventilar y descubrió como el toldo azul celeste de su terraza, olvidado recoger la noche anterior, comenzaba a oscurecerse por la humedad que iba calando la lona tornándose de un azul más oscuro, más profundo; entonces, arremetió furiosa contra las nubes y la gruesa tela y ella, mutaron juntos.
El toldo recuperó su color esa misma tarde oreado y ayudado por el sol, pero la suave y fragante Rosita, nunca más volvió a poner los pies en la tierra.
Con gran trabajo por parte de su marido y medio engañada más de una vez, este la llevó a los mejores especialistas, recorrió despachos de psiquiatras, consultó a ilustrados doctores de otras ramas e incluso rogó la vuelta a la normalidad de su esposa en las iglesias en las que jamás pensó entrar, pues nunca confió en prácticas y ruegos divinos.
Un día, desesperado, hundió la punta de sus dedos en el agua bendecida de una pila bautismal de piedra caliza, que encontró a la entrada de una ermita y levemente humedeció los cuatro puntos cardinales de su rostro; después, se arrodilló en el segundo de los bancos de madera de cerezo ligeramente rosados que ocupaban el interior de la capilla, sin embargo, la imagen de un Cristo desmadejado, moribundo y abatido presidiendo el altar, le hizo renunciar a cualquier súplica de su parte hacia la talla y con un: “bastante ya tienes tú”, mirando a la estatua, se dio la vuelta y desapareció por donde había entrado. Nadie podría ayudarle.
Su Rosita… seguía… y seguía. Ni Mauro se acercaba a la inexistente notaría, ni el buenecito de Patricio dejaba de serlo; nada de nada. Ninguno de ellos era real. Ignacio jamás había conocido familia política con esos nombres, no sabía de herencia ni notarios; y menos aún de castillos que vender; pues el rancio abolengo de su querida esposa, se limitaba a una pequeña propiedad de terreno heredada de sus abuelos, en una aldehuela olvidada, de la serranía de Cuenca. Todos esos personajes sobrevivían a duras penas apretujados en la mente inhabilitada de su esposa. Sin embargo, esa familia ficticia con la que ella se despachaba a gusto de Mauros, Patricios y una inexistente virgen del Puño, rondaban constantemente por su maltrecha cabeza y no la dejaban vivir en paz.
Ignacio de la Cruz, era un hombre afable y cariñoso, llevaba casado con Rosita su flor de azafrán, como aún la llamaba cariñosamente cuando ella no podía oírle, casi veinte años y hasta aquel fatídico día de lluvia, se consideraba un hombre afortunado con una vida tranquila. Era entusiasta y aventurero como así rezaba el libro de horóscopos que consultaba constantemente y que se llamaba: “Dime cuándo has nacido y te diré como eres”. Poco o nada se había estrujado el cerebro ese tal Baltasar Angelinno autor y artífice del citado vademécum astral para elegir el título, pero a pesar de ese insignificante detalle, era uno de sus preferidos.
Una de las tardes en la que Ignacio hojeaba el libro para pasar el rato mientras su esposa sesteaba en silencio, reconoció a su mujer en al apartado correspondiente a Leo, signo que coincidía con su fecha de nacimiento.
“A los nativos de este signo, les gusta perderse. Muchas veces, se retiran sin ton, ni son a un mundo de ensueños arrastrando a quienes les rodean”.
Todavía no había terminado de asimilar el revelador párrafo, cuando su mujer despertó de pronto e irguiéndose muy seria en el sillón de orejeras, le dijo:
― Ignacio, bájame del altillo la maleta de cuadros, nos vamos. Acaba de decirme Patricio, que todo está resuelto; aunque Mauro no vendrá, vamos a ir nosotros a firmar. Patricio tiene su poder.
Recorrieron los inmensos pasillos del aeropuerto de Barajas arrastrando la maleta cuadrada con los billetes en la mano. El avión les llevaría al “Nantes Atlantique Airport”, desde allí alquilarían un coche y recorrerían la distancia hasta el Château d´Ussé para que Rosita y familia le echaran un vistazo al objeto de su venta. El notario, según decía la mujer, les estaría esperando en el número seis de la calle Víctor Hugo al lado de la cafetería “La Loire”, una vez allí firmarían los dos hermanos herederos y el castillo del que hablaba constantemente Rosita, por fin se podría vender.
Como era de esperar, no había nada que heredar; a nadie vieron en la supuesta cafetería, no apareció el notario por ninguna parte, ni tampoco los hermanos de su mujer, porque siempre fue hija única.
Durante el camino de vuelta, Ignacio permanecía callado considerando todo lo sucedido. ¿Quién había perdido la cabeza antes? Ella, su fragante y deliciosa rosa, que alboreó gritando a las nubes, inventando desbarajustes inexplicables o él que la seguía a todas partes, que buscaba incansable una explicación a lo acontecido en el comportamiento de su mujer, que la seguía arropando por las noches, que alababa domingo tras domingo sus magníficos guisos y que asentía cuando ella, cada dos por tres despotricaba contra todo familiar inexistente.
¿Tanta fuerza tiene el amor?