Category: Otros relatos


 

Goliat nunca pensó que acabaría trabajando de auxiliar en la consulta de un sacamuelas argentino de nombre Héctor. La pequeña clínica, llamada Ushuaia, estaba situada en el segundo piso de un edificio de siete plantas en las afueras de la ciudad. Héctor, estomatólogo licenciado por la Universidad Nacional de Cuyo en Mendoza, había cruzado el atlántico en 1.977 huyendo de la dura represión que sobrevolaba su país. Fue a través de una amiga cómo Goliat consiguió el trabajo. Cierto es que a este, la sangre nunca le había espantado, no le asqueaba la saliva, y el trato amable con la gente lo llevaba impreso en sus genes, genes normales, no de gigante como podría imaginarse. Con buen talante más que con gran talento, aprendió las reglas básicas de la clínica dental y con unas cuantas clases magistrales in situ, impartidas por el propio Dr. Héctor Cebrera, se instruyó al detalle de la designación del instrumental, del autoclave, de las amalgamas, las lámparas blanqueadoras y sobre todo, del uso de un compresor de corriente alterna que maniobraba los movimientos de un gran sillón de piel vacuna en color apizarrado. A esta especie de chaise-longe de cuero se le había incorporado una fuentecilla surtidora accionada a través de un pedal. Traído allende los mares en la bodega de un buque mercante, el sillón era inseparable del doctor según había confesado a su nuevo ayudante haciéndole gran hincapié en el esmero que debía procurarle, y mientras hablaba de la famosa curtiduría de la que procedía el tapizado, espantaba con el dorso de la mano una inexistente mota de polvo supuestamente acomodada en el magnífico respaldo.

Goliat fue uniformado con una bata verde con cuello de pico y unos zuecos blancos repletos de agujerillos a los que se acostumbró en seguida, llegando incluso a juguetear con el repiqueteo constante que producían al caminar semejante al de unas castañuelas.

Quién me lo iba a decir a mí –pensaba-, un estudiante de filología románica de Salamanca, ayudando a sanear colmillos y molares a un odontólogo argentino.

Dentro de las labores que le correspondían en el reciente empleo como asistente, estaba la de anotar las citas través del teléfono. Una vez de cuerpo presente, a los pacientes se les rellenaba una ficha con los datos más significativos y pasaban directamente a tumbarse en el sillón.  Acabado el tratamiento, Goliat los acompañaba hasta su mesa, cobraba la minuta y bajo el influjo del hilo musical que ambientaba las estancias, salían de allí ansiosos por pisar la calle bajando los escalones de dos en dos o incluso de tres en tres, si sus piernas se lo permitían.

La clínica empezó a funcionar y todo transcurría con normalidad. El Doctor Héctor Cebrera era un tipo cordial, pampero hasta las trancas y bastante extrovertido, por nada del mundo quería borrar su origen gaucho y conservaba en uno de los cajones curvados de un mueble deslucido, unas boleadoras perfectamente pulidas por las manos de un mestizo jinete trashumante ancestro del doctor; así como un poncho de vicuña rayado en colores apagados, perennemente colgado tras la puerta de la consulta.

Entrado en carnes morenas y muy generosas, ofrecía el aspecto de un vaquero  que ya no cabalga desde hace tiempo.

Goliat a su lado, era la viva estampa de la pena: delgado, pálido y con la barba recortada en punta, parecía el hermano gemelo del caballero de la mano en el pecho. A veces, en los intervalos entre paciente y paciente, disfrutaba con lecturas sobre el origen de la escuela ecléctica, o indagaba en la vida de Areteo de Capadocia. Y cuando por las mañanas se perfilaba la barba en el lavabo, recitaba de memoria ante el espejo algunos de los himnos homéricos que tanto le emocionaban.

Una tarde de finales de enero pasó por allí un paciente citado a deshora tras explicar con todo lujo de detalles que, su horario de trabajo no era compatible con el de la clínica y que si podían hacerle el favor de recibirlo después de la hora de cierre ya que andaba muy necesitado.

Preguntado al dentista si podría atender al tal Sr. Torres – supuestamente muy dolorido-, a las nueve y cuarto de la noche, Goliat creyó observar en el rostro trigueño de Héctor un mohín extraño y sin saber de qué manera traducirle el gesto ni del latín ni del griego, no dio más importancia al hecho y anotó la cita para ese mismo día como  le fue ordenado.

Lautaro Torres puntual, se encontraba frente al asistente y este comenzó con el desgranado de preguntas rutinarias: Nombre, edad, dirección, teléfono. Protocolo que no por repetitivo dejaba indiferente a Goliat, a quien le gustaba, por entretenerse, adivinar las respuestas antes de escucharlas y encontrar el origen de los nombres que llamaban por algún motivo su atención.

Cuarenta y un años, calle de la Solana 28 y un número de teléfono común, anodino y difícil de recordar como la mayoría de esas de cifras tan  largas. Pero fue en el apartado correspondiente a las alergias conocidas, cuando el ayudante de odontólogo abrió de par en par los ojos al oír la respuesta, y con gesto reflejo contrajo el cuello hacia atrás llegando a tocarse la barbilla con el pecho.

-¿Cómo ha dicho Sr. Torres? Es usted alérgico a…

– A las palabras, caballero. Soy alérgico a las palabras.

Sorprendido casi más por el trato de caballero que por la respuesta en cuestión, anotó entre comillado en la ficha: “Hipersensibilidad a las palabras”, pensando que no era él quién debía lidiar con semejante chistoso.

Por continuar lo que parecía una broma, pero con semblante correcto y voz serena, Goliat prosiguió:

-¿Habladas o escritas, Don Lautaro?

-Habladas -contestó sin pensarlo-. Las escritas me dañan menos –dijo a modo reflexivo bajando los ojos y la voz.

El auxiliar continuó escribiendo sobre la ficha que, a consecuencia del notorio zurdeo de Goliat se encontraba en posición ligeramente retorcida sobre la mesa mientras escribía, motivo por el cual, Lautaro asentía leyendo sin problema la transcripción de sus palabras sobre el cartoncillo rayado. Con un ademán Goliat le indicó se sentara a esperar en la otra sala anunciándole que no tardaría en pasar a consulta. Siempre lo hacía como norma preceptiva, aunque sabía con certeza que Héctor estaba desocupado, distraído, volteando en solitario el arma arrojadiza que guardaba en el cajón para relajarse –decía-, entre alivios y tratamientos.

Lautaro eligió para sentarse la silla poltrona réplica exacta de una del siglo XV utilizada -según dijo un ebanista porteño-, por María Antonieta y que, servía más de adorno que de otra cosa en la sala de espera. Por regla general, los pacientes aguardaban el momento de abrir la boca en los duros asientos de metacrilato que bordeaban las paredes del pequeño dispensario.

Intrigado, Goliat lo miraba de refilón por el hueco de la puerta mientras hacía ver que colocaba unos informes dentro de una carpeta y comenzó a elucubrar sobre el origen de ese nombre. Un deje en su voz similar al de Héctor no ofrecía dudas: será mapuche o araucano -pensó-, y sin más interés por el momento, pasó a otra cosa.

Lautaro cogió una revista de viajes fechada en el mes anterior que había sobre una mesita baja y empezó a ojearla.

-Goliat, que pase Torres –se oyó desde la sala contigua- y tú puedes irte a casa, no voy a necesitarte.

La familiaridad con la que pronunció el apellido del paciente le resultó poco cortés pero como ese detalle no iba con él, recogió sus cosas y se fue, dejándolos a solas.

-¿Qué te trae por aquí amigo? ¿Cómo me has encontrado? –Dijo Héctor dirigiéndose a Lautaro-. Sabes que ya no me dedico a ese tipo de alivios. ¿No has conseguido acabar con el padecimiento verbal? Sigues igual, atragantándote con tus propias palabras repletas de obviedades. Se te indigestan las voces ajenas y te arrepientes de tus escasos discursos, casi al instante. No has seguido mis consejos por lo que veo. Has hablado demasiado y ahora te pesa, ¿no es eso? Anda –le dijo-, siéntate en el sillón.

El hombre se quitó los zapatos instintivamente ya que su estatura algo menguada por una ligera corcova, le obligaba a dejar manchada de huella la superficie de cuero.

– No era necesario –manifestó el doctor dirigiendo la mirada hacia los pies del paciente-. Pero habla, te escucho. Imagino qué es lo que vas a contarme. Seguro que has vuelto a perder el norte y sigues a cuestas buscando la vergüenza. Te has quedado solo de la noche a la mañana. ¿No es cierto? Se te ha caído el mundo encima, no has podido esquivarlo y ahora andás de nuevo con el alma magullada por el peso que no has podido eludir. Quieres borrar todo lo que ha salido de tu boca últimamente.

¿Has hablado con mi ayudante Goliat? Sabe de palabras más que tú y que yo juntos, pero todavía no le he instruido en el arte de deshacer voces.

Goliat regresaba a casa pensativo; las manos en los bolsillos, la cabeza agachada y las suelas de sus zapatos rebuscando entre las hojas más secas caídas de los árboles para aplastarlas contra el suelo. El crujir del quiebro bajo sus pies le proporcionaba un cierto placer. Las palabras de aquél paciente tan extraño y los términos en los que se expresó, le habían dejado tocado. Dándole vueltas al pretexto con el que podría volver al consultorio para echar un vistazo y sin más remedio que admitir que era curioso por naturaleza, simuló con algo de mímica en mitad de la calle y con un ligero aspaviento, un olvido de llaves y dándose media vuelta regresó de forma apresurada. El porqué de esa pantomima cuando lo más probable era que nadie se percatara de su presencia en la calle, obedecía a una extraña sensación que soportaba desde que tenía uso de razón: un ojo vigilante omnipresente le observaba constantemente.

Abrió con sus llaves y entró en silencio, la puerta de la sala de curas estaba cerrada y con nitidez pudo escuchar la voz de Héctor dirigiéndose al paciente.

-Cuántas veces te expliqué el poder del silencio Lautaro ¿Cuántas?, sabes que cada vez se complica más, que llegará el momento en el que ya no pueda hacer nada por ti. ¿Qué fue lo que le dijiste ahora?

La ausencia de ruido y una extraña energía rodeó a un sigiloso Goliat que inmóvil ansiaba oír la respuesta de Lautaro. Esperó unos segundos, un minuto, tres y hasta cinco, pero nada oyó, y decepcionado, se dirigió de nuevo a la salida. Mas de pronto, el compresor que activaba el sillón empezó a funcionar por si solo haciendo vibrar sus entrañas.  La membrana tremolaba y sacudía a las válvulas produciendo un parloteo inaudito, un lenguaje jamás oído.  La presión aumentaba desplazando los fluídos internos de la máquina y el sonido se hacía cada vez más insoportable, ensordecedor. El equilibro del sistema comenzó a tambalearse, los pistones y los cilindros pareciera que iban a salir disparados,  y en el estruendo,  Goliat apenas podía entender las palabras que salían por boca de los dos amigos; desconcertado por aquél zumbido estridente, se llevó las manos a los oídos y los apretó con fuerza. Abrió como pudo la puerta, salió corriendo y rodó por las escaleras bajándolas de dos en dos, o incluso, de tres en tres.

No he de negar que pudiera parecer ahora exagerado, sin embargo, si hubieran contemplado mi nefasta adolescencia por un boquete, entenderían el porqué del retraimiento que arrastré hasta alcanzar la mayoría de edad. En la familia Santaolaya, es decir la mía, aquel rasgo inherente en todos nosotros debía ser motivo de orgullo y nadie hubo insinuado jamás que el atributo facial heredado, no era del agrado de su dueño. Por eso, cuando les comuniqué mi intención -aprovechando que estábamos celebrando la primera comunión de mi prima Mirta, y habiendo llegado ya a los postres tras algunas de esas bebidas espiritosas que relajan el ambiente-, me miraron; se miraron los unos a los otros y comenzaron a hacer las preguntas que me temía. Llevaba preparadas algunas de las respuestas no fuera a ser que, por mi tendencia a la improvisación, metiera la pata y pudiese herir la autoestima de alguien.

Todos sabéis, empecé diciendo, que lo que más deseo en este mundo es: ser actor. Interpretar dramatismos, salir al escenario cegado por los focos, oír a los espectadores aplaudiendo hasta enrojecerse las palmas de sus manos. Que me reconozcan por la calle, firmar autógrafos ininteligibles y sentir ese hormigueo que…

Como era de esperar, en este punto de mi discurso, mi tía Carmen que -por suerte para ella-, había salido a su madre, tuvo que intervenir con la gracia aquella de: “Pues si lo que quieres es que te reconozcan, no deberías…”

En tallas. Así era como podríamos clasificar nuestras narices. El apéndice sobresalía como una montaña erguida en mitad de la cara, de la mía y prácticamente de todos los allí presentes. Una nariz prominente que endurecía y marginaba cualquier otro rasgo facial que anduviese en derredor. De nada me servía disfrutar de ojos verdes, ni de unos labios remarcados que, al sonreír seductoramente destapaban dientes similares a perlas como diría un poeta poco original.  No, lo que había entre mi frente y mi boca, era un rasgo santaolaya-gueño que no me proporcionaba fuera de allí, rodeado de parientes, nada más que problemas y desesperación. Cuántas veces tuve que oír el nombre de Pinocho, esa mentirosa marioneta de palo a mis espaldas y esas risas maliciosas cuando estornudaba persistentemente a consecuencia de mi alergia a las gramíneas primaverales. Pasados los años, me río de mí mismo cuando por las mañanas al despertarme me noto algo anquilosado y jocosamente pienso: “Aún sin las napias, pareces de madera Pascualet”.

Como iba diciendo, nada ni nadie podían revocar mi decisión y sin escuchar las críticas y el debate posterior ya que la decisión estaba tomada en firme, pasé a la acción.

Al día siguiente me puse en contacto con una eminencia en cuestión de operaciones estéticas recomendada por una amiga a la que las orejas, le habían jugado también una mala faena rehuyendo estas la cercanía del cráneo. Unas vez empujadas a su sitio por este doctor y bajo anestesia local, no tenían sus pacientes más que, palabras de elogio para el tal Dr. Perales, y a ese especialista en cirugía plástica me encaminé una vez reunidos el montante de la operación y la edad suficiente para no tener que contar con nadie más que,  mi conciencia.

El tiempo pasa rápido y mi familia -que no es rencorosa-, olvidado el primer impacto al conocer mi osadía, admitió el cambio en mi fisionomía sin más regaños y al poco estábamos todos alegres, reunidos de nuevo celebrando el bautizo de un nuevo vástago.

He de decir que para mi sorpresa, el cambio de semblante me proporcionó unas cualidades con las que no había contado y aunque pudieran parecer extrañas son tan ciertas como que me apellido Santaolaya, y estas no son otras que, el aumento fabuloso de los estímulos sensoriales adquiridos a través del oído, la vista, el gusto y el tacto, e incluso diríase que también del sentido del equilibrio.

Podía palpar y advertir cualquier cosa, hasta lo más efímero, lo más fugaz. Un día al doblar una esquina, pude explorar detenidamente mi propia sombra tocándola con las manos. La vista se me agudizó hasta el extremo de poder distinguir a lo lejos las agujas en los pajares y los tréboles de cuatro hojas ocultos en la inmensidad de los prados verdes, con solo echar una ojeada. Una mañana tumbado al sol, observando la estela dejada entre las nubes por un avión de la compañía Air Armenia, pude oí nítidamente la conversación sostenida entre el piloto y su azafata, no la reproduciré por respeto a su intimidad pero créanme que no les miento.

El olfato, ahora extremadamente sensible, me produjo algún que otro inconveniente como es lógico pero esto quedó compensado con algunos otros maravillosos que percibía desde la distancia: el aroma a madera desprendida por los lápices de colores en las escuelas, la esencia de los tomates reverdecidos y enganchados aún en sus matas o el perfume de los limoneros cultivados en Sicilia me llegaban en todo su esplendor cuando paseaba tranquilo por las cornisas de los edificios más altos, sin el más mínimo vestigio de vértigo.

A pesar de mis nuevas facultades, yo seguía yendo en pos de mi sueño y una mañana me enteré de que, la nueva compañía de teatro “Orvallo” buscaba protagonista para interpretar al personaje principal de la obra del dramaturgo francés Edmond Rostand próxima a representarse en la ciudad y hacia allí me encaminé. Cuánto hubiera dado por meterme en la piel de ese personaje heroico, de ese poeta derrochador de orgullo y sentimiento como era Cyrano de Bergerac; sin embargo pese a mi gran desilusión mantuve la compostura al oír al asistente de dirección comunicarme con voz profunda y sin impostar que sintiéndolo mucho, me rechazaba porque no daba el perfil.

Fabián Figueroa abrió los ojos de golpe, casi podría jurar que alguien lo había zarandeado mientras dormía. Al lado Bárbara, su mujer, se mantenía en la misma posición en la que se había acostado. Enroscada sobre sí misma, encogida, con las manos muy juntas empuñadas bajo la barbilla a modo de rezo y las piernas flexionadas en posición fetal. Así era ella, a veces desvalida y frágil como una no nacida y a veces una boxeadora a punto de soltar una derecha certera.

Miró a un lado y a otro nervioso y encendió la luz, no vio a nadie. Un frío extraño se había instalado en sus huesos y con desesperación comprobó la imposibilidad de respirar a pesar de abrir la boca con ansia como pez fuera del agua. El aire se negaba a traspasar la faringe, un sonido gutural era emitido desde la garganta y sus movimientos esperpénticos sacudiendo los brazos habrían despertado a cualquiera que estuviera cerca de él. No así a su mujer, que acostumbraba a dormir con una buena dosis de somníferos.

Pasados unos segundos que parecieran eternos, la glotis contraída espasmódicamente empezó a relajarse, el aire poco a poco entró por el lugar que le correspondía y el hombre, comenzó de nuevo a respirar.

¿Qué le había pasado? ¿Habría sido un aviso? ¿Era esta una de las maneras de encontrarse frente a la muerte? Se quedó despierto toda la noche ante la imposibilidad de recuperar el sueño de nuevo. A la mañana siguiente decidió no hablar con nadie de aquella experiencia y la incertidumbre de que algo así volviera a sucederle sin que una mano invisible lo zarandease y despertase, fue creándole tal inseguridad que acabó convencido de que aquel podría ser el último día de su vida.

¿Qué hacer? ¿Quién iba a creerle?, cómo explicar que había sentido el aviso ¿Cómo aprovechar las horas que le restaban de vida? Salir a la calle a correr hasta la extenuación como si se huyera de la misma muerte, o quedarse quieto en un sillón esperando recibir de las manos huesudas de la parca el billete de ida, o quizá esconderse entre el gentío de una calle peatonal para intentar esquivar la guadaña o plantarle cara con arrepentimiento, lamentos y súplicas, chantajes y excusas.

¿Debería expiar con sacrificios sus culpas?, desnudarse ante los errores cometidos a lo largo de su vida, afligirse para  aminorar el supuesto castigo del más allá. O enfrentarse al último día de su “más acá” contando el secreto.

La mañana llegó ajena, la luz tímida entraba a través de la rejilla de la persiana y proyectaba sobre la pared de enfrente desprovista de adornos, unos pequeños círculos blancos deformes. La decoración mínima de la casa, permitía que el aire se pasease por todos los rincones sin apenas estorbos. Los utensilios propios de un hogar corriente, se mantenían parapetados tras las puertas de armarios, cajones o alacenas y los expuestos gozaban de un espacio tal, que para sí lo quisieran los apiñados cachivaches de un cajón de sastre. En aquella casa hasta los sentimientos se mantenían escondidos.

Qué estúpido soy –pensó recordando el incidente de la noche a plena  luz del día-, pudo ser una mala digestión, una apnea prolongada, el resuello bronco de un ronquido más largo de lo normal o un maldito sueño. Giró la cabeza y su compañera inmóvil continuaba en la misma postura.

La colcha resbaladiza permanecía arremolinada en el suelo. Se incorporó para recogerla y se tapó. Poco abrigo el frío hilo de esta seda para dormir con la ventana abierta –se dijo. Cogió la colcha, arropó también a su mujer y se quedó observándola un rato. Cuánto hubiera dado porque le hubiera dejado entrar alguna vez en su cabeza, haberle revuelto los pensamientos, desenmarañárselos a su manera, a la de él, y hacerlos más metódicos, menos anárquicos, más coherentes. Alinearlos, colocarlos por orden, eliminar esos que no le gustaban y así probablemente, algún día, podría llegar a entenderle. Difícil tarea por trabajosa e imposible. Seguro que siempre había sospechado algo, se lo notaba en su mirada, en ese rostro apacible que jamás reflejaba inquietud y que nunca le exigió nada. Por eso nada preguntó ella al anunciarle uno de sus continuos viajes por cuestiones de trabajo.

Demasiada dependencia tendrás ahora -decían sus amigos-, cuando les contó lo de Elisa. Y puede que tuvieran razón. Ahora ya no era la amante perfecta ¿O sí? Esa supuesta imperfección no era otra sino su pura existencia y le atraía ferozmente obligándole a renunciar a su capacidad de decidir. Elisa era menuda, lánguida de mirada y sonrisa difícil. El pelo muy corto y rizado le redondeaba la cara, y en ella resaltaban unos ojos extrañamente cobrizos. De pocas palabras y gran talento amatorio, le confesó un día que una de sus quimeras, era desarrollar la capacidad de dejar de existir en cualquier momento contando hasta cuatro mientras ponía un dedo en su ombligo como si se apagara con un interruptor: Uno, dos, tres, ¡cuatro! Y la nada.

-¿Por qué hasta cuatro? Siempre se cuenta hasta tres –le recordó intentando estar serio ante la ingenua pregunta que le acababa de formular.

-Me gusta que sea así, hasta cuatro –dijo ella-¿Qué tiene de malo?-, y se quedaba callada mirándole fijamente; sabía que no iba a replicar a una pregunta tan boba como esa. Ella contaría hasta cuatro o hasta veinte o hasta donde quisiera.

Fabián se fue envolviendo en su voz  y en su risa como un gusano en su propia crisálida. Lo que al principio asomaba tímidamente como una mueca en sus labios, fue convirtiéndose en una expresión alegre, una media luna sonrosada que él no podía, ni quería, dejar de besar.

-Es demasiado joven para ti, Fabián, esa sabe demasiado, no te dejes embaucar.

Pura envidia la de mis amigos.

Mi madre nos vio por casualidad un día besándonos en una café. Casi podría jurar que cada uno se apretó su ombligo por debajo de la mesa, pero el milagro no apareció, ni a la de tres, ni a la de cuatro y los dos seguimos allí con toda nuestra humanidad. No tuve más remedio que presentársela y admitir lo evidente, nunca debí hacerlo.

-¿Veinte años?, Fabián ¿tú estás mal de la cabeza?, si casi podría ser tu hija -me dijo exagerando cuando me llamó a casa-. ¿Y Bárbara, sabe algo? ¡Deja a esa chiquilla ahora mismo! -ordenó como si yo aún tuviera doce años.

Mi madre es una matemática jubilada y cree conocer todas las incógnitas que se me presentan de antemano; jamás deja que yo resuelva mis propias ecuaciones porque sabe que solo, nunca pasaría uno de sus exámenes.

 “Esa chica” como la llamaban para referirse a Elisa, pasó a ser la comidilla familiar cuando mi mujer no estaba delante. Pobre Bárbara- decían-.

-¿Cuántos años dices que tiene, hermana? Preséntamela sobrino- y guiña un ojo a cualquiera que coincida con su mirada.

Mi tío Sebastián no está soltero aunque lo parezca y demuestra un deseo desmesurado  cuando se trata de conocer a toda fémina viviente. Mi tía Mari, su mujer,  no se ofende cuando le oye y sonríe tímidamente.

……………

Ahora estás aquí Bárbara –me digo a mi misma-, rodeada de gente que no se creen que sabes lo que sabes. Después de escuchar una y otra vez la sucesión de frases repetidas e idénticas y de dejarme abrazar y besar por tantos acompañantes de sentimientos, por fin me quedo sola en esta antecámara, pieza macabra que acoge fríos cuerpos embalsamados.

-Lo sentimos mucho Bárbara -dicen al oido-, qué desgracia algo tan repentino, siempre se van los mejores, si algo podemos hacer no dudes en llamarnos, sabes que Fabián era como un hermano o más para nosotros.

Tuve que mentir a los últimos familiares y amigos que querían seguir escoltándome asegurándoles que yo también me iba a descansar a casa. Disimulé como pude y al rato volví de nuevo al tanatorio; por fin me había quedado sola. Únicamente él y yo.

-Siempre desee saberlo de tus labios Fabián-, eso fue lo único que le dije al muerto.

…………..

A sesenta kilómetros de allí, el mismo sol entraba a saltos por el gran ventanal escondiéndose a ratos tras las nubes. El polvo bailoteaba disperso en los haces luminosos que proyectaban los agujerillos de la persiana a modo de rayos divinos y Elisa, absorta, observaba las efímeras partículas envidiando el libre albedrío, la pequeñez, y la libertad de las motas.

La joven se disponía a hacer su cama como todos los días. Sacudir, remeter, doblar y colocar los cojines; muchos cojines, de todas las formas, de todos los colores. Meticulosamente dispuestos encima del lecho, cada uno en su puesto. Por la noche al acostarse los recolectaba bajo el brazo como si fueran unos extraños y agigantados frutos y los depositaba en el suelo amontonados en cuatro columnas deformes y temblequeantes que parecían desplomarse cada vez que respiraba prolongadamente como en un suave suspiro. Siempre la misma ceremonia, siempre un leve gemido, casi siempre sola.

Después se llegaba hasta la habitación del hijo, el pequeño Natael, y le besaba dulcemente las plantas de los pies pequeños, y el niño los retiraba sonriente mientras comenzaba a desperezarse.

Dos horas más tarde de ese mismo día, el pequeño correteaba por los angostos pasillos entre las sepulturas del cementerio sorteando los obstáculos y de vez en cuando, se escondía unos segundos tras los mármoles enhiestos intentando  llamar la atención y que alguien de los allí presentes no muy lejos de su madre jugara con él. El musgo y el olvido envejecían las piedras del camposanto y en algunas era imposible leer a quién pertenecía cada losa.

Pocas ocasiones había como aquella, para reunir a toda la familia del difunto Fabián Figueroa. Era una tarde calurosa de septiembre. Las florecillas silvestres que bordeaban los pasillos situados entre los panteones suntuosos, aparecían como diminutas e insignificantes adornos frente a los vistosos floripondios polvorientos y rebrotados perennemente que mal hermoseaban algunos  jarrones de alabastro.

Elisa reprendió al crío sin firmeza y sudoroso, el pequeño, siguió retando con pícaras miradas  y  gritos de: “a que no me pillas”. Tres años recién cumplidos le otorgaban el poder de mantenerse al margen de cualquier tristeza, pues ignoraba que jamás, volvería a ver a su padre.

Tres días antes del sepelio, Bárbara y Fabián salían al jardín a tomar una copa; Fabián preparó un refrescante Bombay Sapphire de ginebra y acurrucados melosamente en el balancín naranja de dos plazas, arrullados por el sonido intermitente de un aspersor, comenzaron a hablar bajo un cielo apagado de estrella.

-¿Sabes?- dijo Bárbara sin esperar respuesta- esta mañana en la esquina de la calle San Hilario me ha abordado una gitana con una ramita de romero.

-¿Se ha puesto muy pesada?

-No, nada, al revés. Mientras rebuscaba una moneda en el bolso para soltársela y que me dejara tranquila, me ha mirado de forma rara, a continuación ha tirado el tallo y se ha ido rápidamente, casi corriendo

-Extraña zíngara –dijo Fabián con sorna-, se le quemaría el puchero.

-Algo dijo entre dientes de un luto que no entendí mientras se iba.

……………

Esa misma noche, nada ni nadie lo despertó ante su asfixia.

……………

Elisa situada a unos metros de la comitiva, observaba en silencio. Contó uno, dos, tres y cuatro tanteándose la cicatriz redonda situada en la mitad de su vientre por encima de la blusa, cuando la vio acercarse. La mujer le tendió amablemente la mano

-Hola Elisa, soy Bárbara la mujer de Fabián.

Natael de pronto, asomó su cabecita cuajada de rizos tras una lápida y sonriente le dijo: ¿A que no me coges?

Primero comenzó como una leve caricia en la nuca. Más tarde el elemento siguió insistiendo y la caricia devino en restregón y el restregón se convirtió en incómoda rozadura y la rozadura en taimado castigo insidioso que no podía soportar ni un segundo más.

Dado que andaba por la calle cargada con la maleta del portátil en una mano y el paraguas en la otra por si llovía, se le ocurrió acceder a unos grandes almacenes y fingir la posible compra de un vestido de fiesta que fue lo primero que agarró de entre una gran montaña de prendas muy brillantes –era época de rebajas-. Después, se dirigió derecha al probador. Dentro, en la intimidad de aquel cuchitril de lánguida claridad, se miró en el espejo y como entusiasmada ante una irrefrenable y tórrida pasión amorosa, comenzó a desnudarse violentamente y sin más dilación, se arrancó de un tirón, desgarrándola con los dientes, aquella dichosa etiqueta cosida con grueso hilo de nylon en el cuello de la camisa de seda que acababa de estrenar esa misma mañana, regalo de él.

El roce hace el cariño.

-¡Ja! –pensó- y con el mayor de los desapegos dejó la marca de la prenda arrinconada en una esquina del vestuario y a continuación, el vestido festero cargado de lentejuelas pasó a disposición de una de las vendedora que pasaba por allí, argumentando que esa talla, no le quedaba bien.

Esta era mi primera cita. Por fin me había decidido. Quería acabar con mi soledad y no encontré otra manera mejor que inscribirme en una agencia matrimonial anunciada en el periódico. Conocería sin ninguna duda según me aseguraron, a una mujer con quien charlar, compartir aficiones y por qué no, mantener una relación afectiva más allá de la simple amistad. Una cita a ciegas como muchas de las que había visto en las películas; bueno, a decir verdad, muy ciega no era, había visto su foto en Amor & Cia, agencia que había elegido no hacía más de un mes de entre las tres que se anunciaban en las páginas centrales del diario.

La chica seleccionada tenía buen aspecto según la foto que me mostraron. La imaginé de trato amable. Fotografiada con una ligera sonrisa, observé su cara sin parpadear durante unos segundos. No podía negar que aquella cara me atrajo desde el primer momento; pero cuánta información más allá de la pura fachada puede mostrar un solo retrato a color. No poseía facciones sobresalientes que rompieran la armonía de su rostro y eso debo confesar que me gustó. Era de piel clara salpicada de algunas pecas tenues que armonizaban con el color taheño de su melena rizada y que no llegaba a cubrirle los hombros.

Tras dar mi visto bueno y a la inversa –supongo-, se concretó la cita.

Llegó el día. Mi nerviosismo era cada vez más patente, enganchado en la barra del Bar Quito desde hacía un buen rato, el camarero ecuatoriano, me miraba extrañado,

Pedí un vermú con limón que me sirvió al instante, acompañado de tres olivas y tres boquerones en vinagre, por supuesto ni los  toqué, no están los tiempos para comer pescado crudo.

Seguí imaginando el encuentro mientras mordisqueaba un trozo de limón empapado en ajenjo. Por lo que a mí respecta, había intentado describirme de la forma más fidedigna posible, no quería sorpresas por parte de ninguno: Hombre de cuarenta y nueve años, metro sesenta y ocho centímetros… Estuve a punto de anotar setenta, pero no quise mentir, ya pasó la época en la que hubiera matado por ganar una veintena de milímetros más.

Me gustan los caballos que relinchan y jamás he montado a ninguno. Me gusta el crepitar de una hoguera y el fluir de los riachuelos, mas no tengo chimenea y el bosque me queda lejos. Me gusta la música popular en general, y sin embargo se repite día tras día el mismo disco de boleros interpretados por flabiols, xeremies y castanyolas cuando entro en casa. Esa melodía me eleva desde la tierra o el mar hasta cielo y me vuelve algo ñoño, lo admito. Mis amigos castellanos dicen que los insulanos nos volvemos melancólicos cuando estamos lejos de las mareas, y que vamos de un lado a otro buscando sirenas que ya no existen, pero ¿quién sabe? Quizá sea hoy el día en el que encuentre a la mía.

Observé nuevamente el reloj y comprobé que a pesar de llevar esperando casi treinta minutos, no había llegado aún la hora de mi cita. Esta absurda manía de llegar exageradamente pronto a todos lados es algo que debiera corregir, no me aporta nada más que desesperación y pérdida de tiempo.

Llevé la mano derecha a mi bolsillo en busca del paquete de cigarros que siempre me acompañaba, para darme cuenta al instante de que estaba vacío; había jurado dos días atrás dejar de fumar; no era el momento de empezar de nuevo con los pitillos ahora que estaba tan mal visto disfrutar del humo. Para entretenerme opté por hacer un barquito sencillo con una servilleta de papel apenas usada. Nos estamos quedando sin árboles –pensé-, asociando ideas nerviosamente.

Me bebí el vermú con las olivas y los boquerones solos en el plato parecían una bufanda hecha jirones.

Levanté la vista del mostrador y observé a través de los cristales una marabunta de personas que se arremolinaban alrededor de algo que, no llegaba a apreciar bien aunque no estaba lejos. Si salía del bar a fisgonear podría cruzarme con ella, perder la cita e irnos los dos decepcionados; así que opté por quedarme dentro. Poco me costó olvidar el tema, la curiosidad no es lo mío y las aglomeraciones me suelen poner nervioso. Como no soy muy alto, tengo que ponerme de puntillas para enterarme de algo entre el gentío y después me dan tirones en los gemelos: falta de potasio -me dicen- come plátanos. Ya los como, pero ni por esas.

Me acerqué a la puerta por seguir la corriente, cuando vi que todos los que estaban en el bar hacían lo propio y en ese preciso momento entró ella. Igualita que la de la foto aunque más guapa, llevaba un traje de chaqueta gris y zapatos planos, respiré tranquilo. Su expresión era segura y atenta. Observó a los que estábamos arremolinados en la puerta intentando encontrar al de la foto que sin duda era yo, y  me adelanté de forma atolondrada como si un miedo irracional me avisara con estas palabras: “Date prisa que te la quitan”.

-Soy Albert, -balbucí extendiendo mi mano-, me plantó dos besos y mientras me decía su nombre: Judith, agarró mis dedos con fuerza y me arrastró fuera del bar.

-¡Vamos Albert, en la calle hay mucha gente y parecen todos muy contentos!

Confieso que algo aturdido, corrí de su mano hacia el grupo de individuos cada vez más numeroso. Al llegar nos sorprendió un redondel de hombres y mujeres que agarrados de los hombros se movían cada vez más rápido dando vueltas al son del baile de Zorba.

-¿Qué es toda ésta algarabía? – pregunté a un hombre vestido de blanco que palmeaba entusiasmado.

-¿No se han enterado? –contestó. Es una clase magistral de danza griega, ése que ven ahí es el afamado profesor Ioannis Fousianis, gran amigo de Mikis Theodorakis, estamos esperándolos, ya deben estar al llegar, va a dedicar parte de su tiempo a la llamada “Semana de la Hermandad Islas del Mediterráneo”, están instalando una carpa allá atrás, cerca del parque. Habrá manjares típicos, bailes, productos autóctonos, artesanía, música.

Judith y yo nos miramos sonriendo, hasta ese momento no me di cuenta de que casi no conocía a esa mujer y sin embargo me sentía tan cómodo que llegó a extrañarme.

Aeneas se llamaba el hombre que jaleaba animado. Una placa distintiva en su camisa no ofrecía lugar a dudas y con un ligero acento salentino, nos fue informando de las maravillas de cada isla representada.

-No dejéis de ir a Rab hay unas magníficas rutas para hacer excursiones, y en Cerdeña: ¡Qué playas!, eso por no hablar de Mykonos donde todo los días son fiesta, y Djerba Losing, Amorgos,….

El hombre enumeraba las islas con una pasión contagiosa mientras señalaba los stands que todavía estaban desordenados y que más tarde irían dentro de la carpa.

En cada uno de ellos ofrecían por poco dinero, unos sobres de colores cerrados en los que se sorteaba un magnífico crucero para dos personas ¿Quién podría resistirse? Y como no podía ser de otro modo, nos hicimos con tres de los azules.

El tiempo pasaba rápido entre música, bailes, sonrisas y por mi parte he de decir, que más de una mirada furtiva, intentando colarme en sus pensamientos. De pronto recordé que no había pagado mi consumición en el bar y además había dejado las gafas de leer al lado del periódico, encima de la barra.

Volvimos al Bar Quito, y más tranquilos hicimos las presentaciones oficiales.

Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que en Amor & Cía habían hecho bien su trabajo, hablábamos y escuchábamos con interés aquello que nos atrevíamos a contar mirándonos a los ojos. Y el tiempo transcurrió sin vigilancia.

Absortos en la conversación nos sorprendió de pronto un sonido por megafonía que llegaba desde la calle, una pantalla gigante proyectaba sin descanso decenas de imágenes con paisajes idílicos en los que el mar y las construcciones blancas eran protagonistas. Las seductoras fotografías dieron paso a un número que no me resultó ajeno.

 -¡Judith ven, el agua está buenísima!

La vi acercarse bañada en sol; risueña, salpicada de gotas y arena, ¿quién se atreve ahora a decirme que no existen las sirenas?

-No me mires así, ¿qué sabrás tú?-dijo mirando a la luna.

La noche, iluminada tan solo por unos pequeños puntos brillantes en el cielo envolvía la cubierta del barco. Los faroles de cobre y bronce se repartían desde proa a popa a lo largo de todo el pasillo de madera humedecido en salitre. Las luces colgadas, imitaban a los antiguos fanales de antaño que se colocaban en la popa de los grandes buques como insignia de mando. Esa noche, sin razón aparente, las bombillas que debían lucir permanecían apagadas y Demian agradeció el detalle pensando que el destino se aliaba con él y le concedía el beneplácito de lo que estaba a punto de suceder.

Cuánto de sofisticada premeditación habría en la maniobra que iba a realizar el hombre solitario que susurraba a la mar y tenía como único testigo a una luna menguada y temblorosa. ¿Quién podía siquiera intuir que por su cabeza rondara el desbarajuste de un suicidio?

Unas horas antes, Demian se mostraba aparentemente tranquilo. Dos días navegando en el buque le otorgaban tal estabilidad que nadie diría por su paso firme, que esa noche había bebido demasiado whisky. La monstruosa nave acogía entre sus cuadernas a seiscientos pasajeros de distintas nacionalidades, incluidos cuarenta empleados del Grupo navarro Hermanos Arizmendi S.A. dedicado a la metalurgia. El viaje se percibía a modo de incentivo por los buenos resultados obtenidos en el último ejercicio del año. Un magnífico crucero de siete días por el mediterráneo, recalando en algunas de las islas más turísticas.

-¿Por qué no vas a ir? Qué desaire para los Arizmendi. Te vendrá bien, te ayudará a  pasar el mal trago –le comentó un amigo- ¡La botella hay que verla siempre medio llena, recuérdalo! Ella se lo ha buscado.

Sin embargo, lo único que recordaba Demian de esa  botella  de la que hablaba  su amigo demasiado a menudo, era que se había ido quedando vacía sin probarla y que cuando quiso saborearla se descubrió chupeteando las últimas gotas de aquel vino que por atesorarlo con celo se tornó ácido. Laura, esta vez tardaría muchos años en volver.

Después de varios intentos de fugas caprichosas, él la retornaba al hogar seguro, la acogía una y otra vez. La arrastraba medio enajenado para tenerla cerca de nuevo sin hacerle preguntas y ella, amedrentada y perdida, se dejaba atrapar otra vez esperando otro descuido de él, para huir de nuevo. Huir. Todas las preguntas que le hacía Demian a la vuelta se confundían embarulladas en su cabeza y  se pudrían de tanto callarlas.

Demian perdonaba siempre.

Entre el grupo de trabajadores que disfrutaban satisfechos del viaje, Demian sobresalía por ser el serio gerente de la empresa. Nadie sospechó de su semblante afligido. Iba impecablemente vestido como era lo habitual: traje oscuro y pajarita estrecha anudada al cuello, resaltaba el blanco de su camisa perfectamente planchada y casi se diría almidonada. El pequeño lazo negro, perdida la adecuada rigidez que mandan los cánones de la elegancia, languidecía irremediablemente del lado derecho.

Ataviado de este modo para la ocasión, el hombre se dirigió a la gran sala flotante destinada al casino. Ésta, resplandecía como todas las noches. Un murmullo de voces se unía al trajín de las fichas de plástico que chocaban y se restregaban por los tableros mientras, una campanita de metal dorado, difundía con júbilo los éxitos premiados de los encopetados clientes.

Elegir entre rojo y negro, qué paradoja —pensaba—, rojo carmín, como los labios, entreabiertos de su amada Laura. Y negro como el futuro que le mostraba un destino sin su presencia. Eligió rojo impar y no dudó en apostar al cinco. Un lustro, cinco años viviendo sólo por ella. Después, el insoportable abandono, la obligada dejadez despiadada.

La ruleta no gana, es usted el que pierde había oído muchas veces. La ruleta no tiene memoria ni sentimientos, la ruleta es la más lista de todos los seres que la rodean nerviosos. Conoce a fuerza de las muchas jugadas si preferimos ganar o inconscientemente nos sentamos a perder para llorar con razón por el imprevisto desvalijo

Tomó asiento entre dos damas, la pajarita endeble le oprimía levemente el cuello mientras observaba como la bola de marfil rodaba enloquecida por la inercia en el resalte de madera.

Intentó aflojarse el lazo sin éxito.

Y paró. La canica blanca se detuvo exhausta en el hueco correspondiente al cinco  rojo. Y perdió. Perdió por un momento su pobreza. Perdió uno de los muchos argumentos con los que justificaba su desesperación cuando Laura se marchaba de su lado y él suponía que la huída era por no poder satisfacer todos sus caprichos.

El crupier le acercó las fichas impávido mientras los demás jugadores le envidiaban sin hipocresía.

Demasiado dinero para no comprar nada –pensó recogiendo las fichas de colores- las traiciones no pueden comprarse si nadie las quiere vender. Ella no ambiciona perdones regalados. No puedo hacer nada por recuperarla. El dinero no me sirve, no conseguiré comprar la liberación de su alma, ni siquiera su fianza. ¿Por qué nadie cree que me disparó por error? ¿Qué les hace pensar que quería matarme?, que deseaba librarse de mí. Yo que la amaba más que a mi propia vida. Yo que la buscaba hasta la extenuación y la acogía de nuevo en mi hogar sin reproches. Yo que la amaba con locura disimulada, ahora no puedo siquiera visitarla en la cárcel.

Salió del casino hacia la cubierta de estribor caminando despacio con las piezas de plástico apiñadas en los bolsillos. El viento del este se confundía mezclado entre las olas y  salpicaba  el ambiente de sal, Demian capturó una de las gotas prendida en su boca.   No me juzguéis, ni la juzguéis a ella, exclamó de nuevo mirando hacia el cielo, y tras un seco chapoteo, la cubierta  quedó de nuevo vacía y el astro despejado de nubes respiró tranquilo, cuando lo vio saltar por la borda. Un lunático menos.

Hace algún tiempo, todos los días a las cuatro y media de la tarde, me dirigía a unos jardines cercanos a mi casa para desarrollar una de las actividades que me habían tocado sin sorteo, en el ámbito familiar: llevar a mis nietos al parque.

Me gustaba la compañía de un banco en concreto con el que me había amigado desde hacía meses y en él me instalaba, siempre que podía. El asiento de hierro y madera rara vez estaba ocupado, quizás, por la mala fama que arrastraba y que no era otra que la de estar ubicado a la sombra de una gran pino por el que circularon en su día, según se decía, una larga fila de procesionarias urticantes a las que yo, en realidad, no vi jamás.

Una vez en mi banco los pequeños comenzaban a embarrarse divertidos con el agua del surtidor haciendo deformes pastelillos de tierra y limpiándose las manos enfangadas en sus maltrechos uniformes de colegio.

De vez en cuando levantaban su manita color de estatua y me saludaban desde lejos, yo respondía de la misma forma para constatar que los estaba vigilando.

En esos momentos de tranquilidad a la sombra del pino, me dejaba ir. Abría el libro de mi memoria y elegía los recuerdos. Gustaba de hacerme preguntas sin contestación, recordar instantes, situaciones y personas  dejadas en el camino.

Apaciblemente disperso y sumido en reflexiones personales, ocurría que alguien ignoraba a las orugas como yo, y se sentaba a mi lado con la intención de entablar una conversación insustancial para matar el tiempo. Nada nuevo e interesante que aprender.

Hablar por hablar. Intenté evitar estas compañías parlantes a base de auriculares sin sonido sujetos en mis orejas a través de un cable enganchado a una radio que nunca tenía pilas; una farsa que no entorpecía mis reflexiones y surtía el efecto disuasorio que buscaba en la gente que intentaba charlar conmigo, pues, cuando iban a dirigirme la palabra más allá del saludo formal, yo hacía como que no les oía y seguía mirando al frente. Entonces, el compañero de banco enmudecía ante mi callada verborrea y al rato cambiaba de lugar en busca de más locuacidad.

Aprendí varias fórmulas y algún que otro truco más, para conseguir tener el banco para mí solo y poder evocar recuerdos a mi libre albedrío, sin interrupciones.

– “Goedemiddag”- solía contestar amablemente ante un cordial “buenas tardes” de alguien que sin conocerme, se sentaba a mi lado.

Rara vez, por no decir nunca, intentaron continuar la conversación, pues había acertado de pleno al aprenderme unas cuantas palabras relativas a los saludos más frecuentes, en un perfecto holandés.

Me convertí en algo parecido a un misántropo solitario, y poco a poco los que, como yo, frecuentaban el parque advirtieron mis pueriles estrategias y me consideraron raro y maleducado. No los culpo, pues tenían y tienen, mucha razón.

El hombre seguía tranquilo en el banco vigilando a la prole. De pronto observó como un niño se acercaba protegiendo entre sus manos algo que llamó la atención de los pequeños y éstos se levantaron del suelo corriendo a mirar qué guardaba con tanto celo. El viejo pudo ver, alzando el cuello, como el chaval, algo mayor que los demás, depositaba en la tierra húmeda un precioso pollito amarillo que empezó corretear con pasos pequeños tras los niños; estos, alrededor de él, chillaban alborozados intentando que no se fuera demasiado lejos. El dueño del animal, un pecoso henchido de orgullo por su posesión, recogió el animalito cinco minutos después  y se fue por donde había venido.

En qué manera muchos de los ingredientes de una vida nos sirven para aderezar una historia y quién puede negar que cualquier visión, por muy efímera que sea, nos retrotrae al pasado.

La pequeña Ilda, cumplía cinco años, era sábado por la tarde y se esmeraba junto a su madre, mi querida Elvira, en preparar la merienda. En un par de horas diez o doce chiquillos, entre amigos y primos invadirían la casa. Habían preparado varios juegos infantiles de azar, hinchado globos y colgado en mitad del salón una piñata con forma de barco rellena de dulces. Esponjosas medias noches, patatas crujientes, sanwichs, y una magnífica tarta de chocolate presidirían la mesa. El pastel iría adornado con tantas figuritas comestibles que bien podría parecer una engalanada mona de Pascua. La figura que coronaría el dulce sería un pollito de azúcar.

Era el momento cumbre de la fiesta y, una vez apagadas todas las velas, comenzaron a aparecer los regalos: juguetes pequeños, camisetas de colores, pinturas de madera y libros de cuentos. Faltaba mi regalo, ese que Ilda llevaba deseando desde hacía tiempo. Y allí aparecí yo, con una caja de cartón cosida de agujeros por los que salía un pio, pio conmovedor. El rostro de mi pequeña al descubrir el regalo fue todo un poema; saltaba de alegría, lo cogía, lo acariciaba y lo besaba. Lo bautizó al instante y a partir de ahí el polluelo se llamó Yacki. Con tanto niño pequeño por la casa convinimos, que una vez descubierto el regalo, lo dejásemos tranquilo en su caja hasta que la casa quedara calmada de nuevo, y dejamos al suave Yacki en una habitación situada al fondo del pasillo donde nadie debía entrar, cerramos la puerta y la fiesta prosiguió.

Una vez acabada la merienda, los niños correteaban, se escondían tras los muebles y chillaban nerviosos jugando a policías y ladrones cuando sin escapatoria en un rincón, iban a ser atrapados.

Elvira y yo, los observábamos entre nerviosos y tolerantes, un día es un día –nos decíamos-, no son más que chiquillos, cuando se hayan marchado todos, esto volverá a ser un remanso de paz.

Quién podría imaginar la extraña impresión que sufrimos los dos, al oír unos minutos después, el grito desgarrador que salía de la habitación del fondo, y la visión de la pequeña Ilda, sosteniendo el suave regalo amarillo inerte entre sus manos. Un animal desmadejado, con el cuello  ensangrentado que se balanceaba de un lado  otro.

-¡Lo ha pisado David! –chillaba-. Lo ha pisado -repetía a gritos, mientras las lágrima galopaban por su rostro. ¡Se ha muerto! Se ha muerto.

El primo David de apenas dos años, miraba la escena asustado sin saber muy bien qué había pasado, mas llevaba la huella del delito manchando de rojo, su pequeña bota acordonada.

Jamás olvidaré la cara espantada de mi pequeña, y como dudé en aquel momento de la capacidad que tendría para asimilar la muerte a tan tierna edad, y cómo anidarían en ella los sentimientos de rencor hacia su primo.

-Cálmate Ilda; se pondrá bien –le dije mintiendo-, ahora mismo me lo llevo al hospital de animales. Salí a la calle con el candoroso Yacki en su mortaja agujereada y tras comprobar que no volvería a piar nunca más, lo tiré al contenedor verde.

En casa, la celebración había terminado y excepto el llanto de mi hija que seguía hipando entre gemido y suspiro, un silencio lúgubre reinaba en la casa y uno a uno, los pequeños escandalosos, fueron yéndose de la mano de sus padres.

Deambulé por el barrio sin nada entre las manos, hasta recalar en este banco para hacer tiempo. Después volví a casa donde una calma tensa sobrevolaba cada rincón. Elvira me miró ansiosa y la pequeña Ilda preguntó a quemarropa: ¿Cómo está Yacki papá?

-Se ha quedado ingresado –le expliqué-, me ha dicho el veterinario que debe pasar la noche en observación, habrá que ver cómo reacciona. Ha sufrido un fuerte traumatismo en la cabeza -dije a sabiendas de que esas palabras todavía no habían entrado en su diccionario infantil-, pero me han asegurado que se recuperará. Mañana iré yo solo a buscarlo, tú duerme tranquila.

Jamás había visto a mi niña tan triste y por un momento odié al  pequeño David asesino. Al segundo me arrepentí, pues sin duda había sido un desafortunado accidente.

Al día siguiente me levanté temprano y escogí todo lo que iba a necesitar. Recorrí varios pueblos de la zona hasta dar con uno que exhibía un mercadillo al aire libre y en el que se exponían, frutas, verduras, ropa y juguetes baratos. El último de todos los tenderetes lo regentaba un hombre rudo, de aspecto siniestro, que custodiaba una gran caja taladrada por la que se escapaban cientos de pio, píos. Decenas de crías de pollo teñidos de colores imposibles se arremolinaban pugnando por un poco de aire. Me costó encontrar uno ambarino.

Una vez en el coche saqué el envase de Mercromina que había cogido del armario del baño, le salpiqué unas cuantas gotas rojas de desinfectante por la cabeza y el cuello incólume, y le pegué con cuidado una cruz de esparadrapo sobre unas gasas. También le vendé una pata con mucho trabajo.

Regresé a casa con el bicho disfrazado de pollito convaleciente y mi hija lo recibió alborozada, con los brazos abiertos. Lo besó con cuidado, lo acarició y lo dejó en el suelo. Después de tantos apretones cariñosos, el animalito andaba desequilibrado e inseguro por el suelo, mientras Ilda, con voz tierna lo llamaba, ¡Yacki, ven, ven!, pero el pobre enfermo imaginario, seguía su camino sin atender la llamada. Mi hija no dejaba de mirarlo dulcemente y dirigiéndose a mí, me dijo:

-Pobre Yacki, papá, sí debió ser un golpe muy fuerte, ha perdido la memoria y ya, no me conoce.

Una mujer joven camina por el parque dirigiéndose hacia un banco de madera y hierro forjado situado bajo de un pino. Un hombre mayor con la mirada perdida y unos auriculares mudos colgados de sus oídos, vigila a unos pequeños desde lejos. La mujer se sienta a su lado, le besa y con una sonrisa, le dice:

-Goedemiddag, papá.


Soy una mujer que se encariña con cualquier cosa, y a consecuencia de ese derroche amatorio, me llevo más de un disgusto.

Un día de hace mil años, le cogí un aprecio desmesurado a uno de los grifos del lavabo que teníamos en casa. Ejercía sobre mí, una fascinación increíble. Pasaba las horas mojándome las manos. Las enjabonaba y después, las deslizaba con cuidado por la manija de latón cromado, dejando la llave muy brillante. Así una y otra vez, parloteando y sumergiendo las manos en el chorro de agua hasta que, se me arrugaban las yemas de los dedos y me aparecían unas huellas gruesas, extrañas.

-¿Ya estás otra vez con el grifo abierto? –chillaba mi abuelo desde la cocina-deja ya el robinet que lo vas a desgastar y además el agua, no la regalan.

Como habréis podido observar, mi abuelo era un poco tacaño y un poco francés. Nació en París, durante el viaje de novios que realizaron mis bisabuelos. Se presentó por sorpresa un par de meses antes de lo esperado, hasta en eso fue un hombre muy echado para adelante. En cuanto mi bisabuela se recuperó del susto de la maternidad inesperada, volvieron a España con el bebé gabacho bajo el brazo sin dar muchas explicaciones. Nadie supo jamás, si había sido sietemesino o nuevemesino.

En estos ochenta y nueve años que han pasado desde el día en que nació mi antepasado y según me han contado, desde que empezó a manifestar sus primeros balbuceos de infante,  nos hemos ido acostumbrando a la introducción en sus charlas de algunos galicismos que no vienen a cuento, pero él dice que así, no pierde sus “raíces”.

-¿Pero qué raíces? -le preguntamos-, y él cambia de conversación y se hace el loco.

Cuando nos mudamos de casa y yo ya había cumplido diez años quise llevarme el grifo conmigo mas, no consintieron que lo arrancara a pesar de que sabían que lo quería con toda mi alma. Me regalaron muñecas, peluches y juegos de dados para que me olvidara de él, pero nada ni nadie podían sacarme de aquella melancolía transitoria que me causaba el tener que dejar a mi amigo, enganchado al aguamanil.

Mi abuelo era el único que me entendía y para ver si me resignaba, me hablaba como lo que era, una niña pequeña:

-No llores por el grifo Benigna -me consolaba-, recuerda aquella vez que, con el agua caliente te brûlé la manita, o aquella otra que se quedó seco y te dejó envuelta en pegajosa espuma.

Acepté mi destino y me fui olvidando poco a poco de la llave cromada.

Dentro de la nueva casa me amigué esta vez con una fresca baldosa cuadrada que formaba parte del terrazo que cubría todo el salón y que estaba situada en una de las esquinas de esta estancia principal. Cuando por cualquier motivo me solicitaban en casa, ya sabían adonde debían ir a buscarme, pues me pasaba las horas sentada encima de la losa charlando y prestando atención a lo que contaba mi nueva compañera.

Mi abuelo, que siempre fue muy puntilloso, estaba constantemente sermoneándome.

-Benigna, levántate del suelo que vas a attraper un rhume.

Y efectivamente, tal como había adivinado pillé un constipado tan grande, que casi me envía al otro barrio. La loseta no es que fuera muy amena, la verdad, pues en esa época ya me interesaban otros asuntos de los que ella apenas sabía, dada su posición arrinconada. Sin embargo, siempre la preferí a los animales contrahechos fabricados en peluche que mi madre se empeñaba en colocar encima de mi cama.

Fue pasando el tiempo, me hice mayor y mi abuelo anciano. Un día él consideró que ya había llegado el momento y se fue por su propio pie y tan contento desde Fuengirola donde vivíamos, a una residencia geriátrica de Paris arguyendo que allí perfeccionaría su idioma.

A pesar de la tabarra que me dio lo sigo queriendo mucho, pues era y es, el que único que me entiende.

Ahora ya he cumplido cuarenta años y vivo en esta tercera casa yo sola. Mis padres no consiguieron sobrevivirle a él, a mi abuelo Pedro, o Pierre, da igual, pues firma según tiene el día.

El verano pasado fui a verlo a la residencia y como sigue al tanto de mis amistades, -le escribo puntualmente-, preguntó por el cristal, mi nuevo compañero inseparable. Con la vejez, mi abuelo se ha dado cuenta de que el cariño hay que desabrocharlo y dejarlo libre para que se deposite donde quiera aunque aveces puedan hacernos faenas inesperadas.

Tenía muy buen aspecto cuando entré en la habitación del asilo Brettoneau en la calle Eugène Delacroix. Lo encontré hablando en francés muy animado, y al preguntarle con quién charlaba -pues no veía nada, ni a nadie cerca-, me contestó:

Avec ma perruque.

Y yo sonreí y le acaricié la cabeza, recordando lo presumido que había sido siempre y lo mal que llevaba la calvicie que comenzó a aparecerle hacía años y que ahora disimulaba con un peluquín canoso y a todas luces parlante.

-Pero cuéntame, ma petite fille – me dijo-. ¿Ya has hecho las paces con el ventanal?

Él sabe de todas mis amistades y por eso me hace esas preguntas. A veces dudo de si debería haberle contado algunos detalles de mi vida porque nunca o casi nunca, tengo ganas de responder.

Me llamo Benigna Sainz y por ese capricho de mi abuelo por hablar y pronunciar medio en francés, acostumbraron a llamarme Beniña. Después, familiarmente se acortó mi nombre y se quedó solo en eso: en Niña, a secas.

Nunca he sido rencorosa, pero últimamente, me cuesta disculpar las jugarretas ajenas, incluso las de los seres más queridos. Por eso me costó más de un año perdonar al cristal con el que andaba amigada en ese momento y del que el abuelo Pierre o Pedro me preguntaba, conociendo la historia.

Ese portón transparente tan grande, tan esbelto y tan diáfano, me atrajo desde el primer momento en que lo vi.

La luz, se colaba a chorros a través del vidrio e inundaba cada rincón de la que sería mi nueva casa. La  claridad era tan inmensa, que me obligó a entornar los ojos desde el primer momento.

Allí vivía feliz sola,  a mi aire, charlando alegremente con el cristal cada mañana y alguna tarde. No necesitaba más.

Hasta que un día, debido a un pequeño contratiempo, comenzaron nuestras desavenencias.

Era en un aciago mes de marzo cuando me dirigí a la terraza para regar las plantas de mis jardineras, era temprano y acababa de levantarme. Comencé, por arrancar las hojas secas de los geranios y repartir la tierra por los maceteros. Los gorriones, habían horadado el mantillo con sus patas para buscar semillas e insectos pequeños y lo habían puesto todo perdido. Cuando más absorta estaba en la tarea, el portón acristalado se alborotó y cerrándose de golpe, me dejó aislada en el balcón sin poder entrar en casa, a la intemperie, vestida solo con un camisón de algodón adornado de bodoques que abrigaba bien poco. Y empecé a tiritar de frío, en un santiamén.

Tres horas. Tres largas horas pasaron hasta que vinieron a rescatarme, pues la manilla de la puerta se abría solo en un único sentido y ese sentido como en otras ocasiones, quedaba lejos del mío.

Una vez liberada, envuelta de nuevo en el calor hogareño y cuando me quedé a solas con él, con el cristal, mi primera reacción fue, como no podía ser de otra manera, revolverme, despotricar y pedirle explicaciones.

El vidrio, ruborosamente empañado de vergüenza por la trastada, me explicó quejumbroso que no tenía la culpa, que había sido una corriente de aire revoltosa, que estaba muy arrepentido del mal que me había causado y que de ahora en adelante mantendría vigiladas a todas las brisas insurrectas. No iba a volver ocurrir.

Una vez que curé el resfriado, o el rhume –que diría mi abuelo-, le perdoné y me olvidé del asunto.

Sé por experiencia que a veces, cuando los torbellinos y las ráfagas de aire juegan entre sí, empujan con fuerza todo lo que tienen cerca: en otoño las hojas muertas de los árboles y  a veces, las hojas vivas de poemas o cuentos.

En invierno, las ventoleras bulliciosas hacen cambiar la dirección de algunas gotas de lluvia y giran a traición las telas oscuras y también las claras que cubren los paraguas tensos, dejando  desnudas a las escuchimizadas varillas que se retuercen de vergüenza al enseñar sus patitas de acero.

En primavera, descapullan flores y encaraman los delicados pétalos encendidos de las amapolas hasta las azoteas más altas, hasta las más azules.

Y en verano, cuando nadie se lo espera, se rebelan también y salpican el aire con el polvo reseco y sucio de las calles y de las aceras, y nos convierten a nosotros -pacíficos transeúntes-, en Lawrences de Arabia desprotegidos de camellos y turbantes imprescindibles para atravesar el desierto.

El hecho en sí que, produjo nuestro verdadero distanciamiento, no fue este que acabo de contar así, como a raudales, sino este otro que, paso a narrar a continuación.

Sucedió meses después de aquel día ventoso; entiendo ahora que, por mi exagerada manía de dejar impoluta la superficie vidriada: restregaba, enlucía, exhalaba mi aliento sobre él; lo enturbiaba jadeando, y luego, con mi antebrazo derecho enfundado en una bata de terciopelo granate a la que ya le había cosido en dos ocasiones unas coderas nuevas, lo acariciaba sobre mi misma respiración hasta que volvía a brillar. Algunas veces, si mi vaho no era lo suficientemente húmedo para borrar la mácula, lo lengüeteaba y aunque me traspasaba su frialdad, me relamía de placer como si fuera el mejor de los helados. ¡Qué limpio y reluciente estaba siempre mi cristal! Y de qué manera tan sosegada me hablaba agradeciendo mi entera dedicación.

Mi abuelo Pierre, o Pedro, me lo dijo una vez:

-No te afanes tanto con el vidrio ma vie, el cristal se puede romper con facilidad y quebraría tu frágil corazón.

Un día de verano en el que la luz se colaba sin pedir permiso hasta el fondo de mi casa y yo andaba con las gafas de sol puestas para trajinar, decidí colocar pegada a él, al ventanal, una cortina de encaje de bolillos en color crudo con la que mi madre anduvo distraída durante muchos años -era muy laboriosa- cuando al fin terminó el calado artesanal, y sin que hubieran pasado apenas ni dos semanas, mi pobre mater costurera, abandonó este mundo dejándome la labor en herencia perfectamente rematada.

Después de abrigar a mi cristal con el visillo calado, recuerdo de mamá, andaba yo releyendo los bocadillos de uno de mis tebeos preferidos, cuando me pareció oír desde la calle, el sonido inconfundible del afilador de objetos puntiagudos y cortantes que, avisaba de su presencia con una chillona flautilla semejante a la siringa del dios Pan.  El individuo rebozaba el instrumento en saliva mientras arrastraba cansinamente, un viejo ciclomotor.

Me fascinan y me asustan esos comerciantes ambulantes y quise asomarme al balcón para observarlo pasar. Desde pequeña he oído decir que estos personajes solitarios vaticinan el fallecimiento de alguien y que éste sucede invariablemente un día después de que atraviesen el pueblo acompañados de su chirriante melodía.

Me dan miedo las muertes inesperadas y por eso, me inventé, -ya lo había hecho otras veces- que, si contravenía mentalmente estos preceptos tan nefastos, podía anular su efecto catastrófico.

En esos casos sentencié convencida:

“Si persigues a uno de estos personajes con la mirada fija hasta que desaparecen de tu vista en la lejanía, quedaréis salvados del perecimiento, tú y quienes te rodean”

Lo decía para mis adentros con la voz impostada y con una seriedad que no me correspondía, ya que nunca he sido muy sensata.

De ningún modo y a nadie, he contado este dominio antimaléfico que he ido desarrollado a través del tiempo y del que yo me creo hacedora a pies juntillas, por eso ningún habitante del pueblo me puede agradecer el disfrute del que goza viviendo gracias a mí. Yo nunca jamás se lo he tenido en cuenta a mis vecinos, sé que no es ingratitud, sino la mera  ignorancia de mis poderes.

Me atolondro y despisto con facilidad y a veces parece como si me pincharan. Me muevo rápidamente, como a saltos: por impulsos; solté el cómic en cuanto oí la corta cantinela y salí rauda a la terraza para observar fijamente al afilador de cuchillos y tijeras.

Como ya he dicho, para romper el sortilegio, debía observar al buhonero sin parpadear hasta evaporarse ante mis ojos; no se me podía escapar.

Tan impetuosamente iba hacia la luz de mi terraza que no lo vi, a él, al portón que permanecía cerrado; atrancado a cal y canto.

Y… me estampé, me estrellé con fuerza contra el pecho de mi vítreo amigo a bocajarro, lastimándome la nariz y los labios y me quedé noqueada, tambaleante y aturdida. ¡Cómo podía haberme hecho eso a mí! A mí. Yo que lo cuidaba con tanto mimo. Mi cristal, ese al que acariciaba todos los días con abnegado entusiasmo y una piel de gamuza.

Una vez recuperada del susto, no le volví a hablar y por supuesto, dejé que se empolvara durante meses, pues además del golpe que me propinó, el afilador se me escapó sin echarle la ojeada salvadora y al día siguiente me enteré de que Mateo, un señor mayor que recogía piñones mientras sacaba a pasear por el parque a un caniche blanquisucio, había fallecido a consecuencia del atragantamiento por la cascarilla de una simiente. No quise saber más detalles del pobre hombre y ratifiqué mi gran enfado con el vidrio cruel, culpándole del dolor de mis heridas y de aquel penoso, deceso vecinal.

Atrás quedaron mis amenas conversaciones con la superficie transparente, aquellas en las que yo le refería en confidencia, lo sola que me encontraba desde que mi padre desapareció poco tiempo después que mi madre  una vez acabó el macetero de macramé con el que anduvo aplicado hasta que salió a su encuentro y del que ahora penden en mi salón colocadas a dos alturas, un par de macetas con petunias. Un día por cierto, intenté hablar con él, con el macetero, pero no hemos congeniado y ahora nos limitamos a darnos los buenos días por la mañana.

Yo no soy como  ellos, como mis padres, y no me entretengo apenas con nada. Solo me gusta conversar con quien me oye y se deja escuchar. Él sí sabía distraerme como nadie, mi cristal. Estaba abierto al mundo. Me enseñaba, me mostraba otra dimensión de los compases que conformaban mi vida. Ahora ando perdida por la casa, haciendo como que lo ignoro. A veces, le oigo respirar desde la terraza hondamente, casi lamentándose y me chista: ¡Niña, Niña!, cuando voy hacia la cocina a beber un vaso de agua, y yo me hago la dura y paso rauda a su lado dejando volar mi bata de terciopelo rojo como si me persiguieran.

Ayer amaneció lloviendo y he creído ver que mi cristal lloraba. Ya sé que todos los vidrios parecen llorar cuando se mojan de lluvia, pero quiero pensar que él me echa de menos tanto o más que yo. Que añora el cosquilleo de mi dedo cuando tras enturbiarlo con mi respiración, le esbozaba corazones atravesados de flechas con las iniciales de mis enamorados de turno y nos reíamos de mis chiquilladas de adulta descarada.  No puedo seguir fingiendo que no me importa la ausencia de su compañía, me hace mal.

He estado pensando toda la noche, he dado vueltas y más vueltas en la cama y al final, he llegado a la conclusión de que la cortina, aunque sea muy calada, nos estorba a los dos; por eso, al amanecer, la he retirado y la he recogido con un aro de metal repujado  situado a la derecha de la puerta junto al  macetero de macramé.

Después he salido corriendo a la papelería, esa que está al final de mi calle, pedí papel engomado y acharolado en rojo brillante; con unas tijeras afiladas en casa, he recortado un corazón perfecto, lo he ensalivado, lo he pegado en mitad del cristal a la altura de mis ojos y lo he abrillantado de nuevo.

-¿El cristal? Sí, abuelo. Ya he hecho las paces con él –contesté a su pregunta.

Mi abuelo Pierre o Pedro, no me respondió, pues ya andaba discutiendo  algo acalorado con un teléfono que, ni siquiera había llegado a descolgar.

El Nordsjärnan, acababa de fondear en el puerto de Buenos Aires y Elger De Boer, junto a otros marineros, descendía por la escalerilla recién afianzada al muelle. En el rostro, y por los movimientos de los navegantes, se podía apreciar la urgencia de pisar tierra firme y dejar atrás el penoso trabajo en máquinas y cubierta, sin olvidarnos, del placer que suponía el despiste de las obligaciones que habían dejado ancladas en sus lugares de origen.

Elger se separó del resto de marinos nada más pisar los adoquines resbaladizos del muelle y se dirigió deprisa al bar de Nils. La bruma envolvía el Paseo de Julio y la noche caía a plomo en los tejados húmedos de la Ciudad Porteña. Solitarias las calles repiqueteaban monocordes los pasos de Elger como en un desfile de ánimas guiadas por un único marcial.

Elger empujó la puerta acristalada del local y comenzó a sacudirse el gabán arrastrando el relente. Al instante un camarero acodado en la barra, reconoció al nuevo cliente. El barman se protegía de manchas con un delantal anudado a su cintura; era grande, corpulento, con expresivos y amables ojos azules y se hacía acompañar por un cigarrillo casi consumido que enganchaba milagrosamente en la comisura derecha de unos labios muy finos.

Nils y Elger se saludaron como dos buenos amigos, pues no era la primera vez que el mercante atracaba en el puerto bonaerense y el holandés se acercaba hasta la cantina en busca de distracción.

Dentro del bar, algunas mujeres, de besos perfilados en rojo y apretados corsés que empujaban hacia el cielo unos pechos generosos y bien redondeados, se acercaban al marinero como moscas a la miel mientras le preguntaban con descaro al rubio Nils, qué quién era su amigo, pues aunque poseía una apariencia ruda, se mostraba poco agraciado y carecía de altura, no era aquel el día propicio para hacer ascos a un pagador en ciernes a cambio de dulce compañía; porque aquella noche, en el bar de Nils había una extraña competencia, una hembra con un destello especial que andaba medio escondida en un rincón. La joven de apariencia mojigata iba vestida con una blusa verde manzana abotonada hasta la garganta y observaba a los clientes con un porte nada común.

Una extraña atracción de lo nuevo, de lo no familiar, de lo desconocido, de lograr lo aparentemente imposible hizo que, algunos de los parroquianos de la taberna, se acercaran hasta la joven Emma Zunz para ofrecerle desde cigarrillos Fontanares a copas de caña quemada o ginebra y así entablar una corta conversación mientras sopesaban si estaría dispuesta a intercambiar favores carnales por pesos argentinos. Si el trueque no funcionaba ¿qué diablos hacía allí aquella muchacha de apariencia asustadiza, que espantaba a los moscones con un ligero mohín?

El marinero holandés,  mientras hablaba con Nils, observaba el trasiego de hombres que, iban derechos a saludar a la joven y volvían a la barra con el deseo frustrado. Sin embargo, cuando Elger ya llevaba consumidas unas cuantas cachazas y Emma seguía en el mismo lugar, decidió probar suerte él también con aquella perita en dulce que, seguía quieta en un taburete al final de la barra y aunque dudaba de su propia percepción por la confusión que le producía el alcohol habitualmente, creyó observar en la mirada de la joven diríase que, una invitación, casi una súplica dirigida hacia él, dejó su copa en la barra encharcada de agua y alcohol y Elger, el elegido, se acercó a la joven señorita Zunz.

-¿Qué hace en este tugurio una joya de semejante quilate? –le preguntó en perfecto holandés- y sin más, ante su sorpresa, la joven que no había entendido ni una sola palabra, se enganchó fuertemente a su fornido brazo tatuado en azul y sin apartar la mirada de la de los ojos del marino, se levantó desprovista de pereza o vergüenza, por lo que el afortunado caballero pasó de ser: extremadamente cobista, a disimuladamente abyecto.

Lo que sucedió después en una sucia habitación de los arrabales de la ciudad, quedó reflejado en el rostro demacrado de Emma mientras se ajustaba una media, sentada en el borde de la cama. De Elger, el afortunado, poco que decir de su expresión, pues tendido boca abajo en mitad del cuartucho, yacía cadáver con el corazón partido por la mitad.

Creo que sería mejor así –dijo Adolfo-, la historia de una vendetta fallida por no llegar a término. La culpa recalcitrante que nace de guardar un secreto y acaba en trágicas circunstancias. Permíteme que te diga mi querido Jorge Luís que no creo que nadie, ni por un solo momento, pudiera pensar que la joven y angelical Emma Zunz descrita en tu relato, llegara hasta el final en ese descabellado plan que urdes en el cuento para vengar a su padre.

¿Entregarse a un desconocido? ¿Asesinar después a su jefe Loewenthal y culpabilizar a éste del oprobio sufrido en su propia esencia por el holandés?  ¿Alegar posteriormente defensa propia y eludir de ese modo la cárcel?

No Jorge amigo mío, en mi opinión creo que, deberías modificar el final sobre tu virginal señorita Zunz.  Emma Zunz, la de la blusa verde manzana, jamás llegó a entregarse al pobre Elger, pues no pudo siquiera soportar la cercanía del borracho holandés cuando éste comenzó a desvestirse. Y la joven, que iba pertrechada con un arma escondida en la blonda de una de sus medias, le disparó por la espalda sin poder llevar a cabo el meticuloso plan que había repetido una y mil veces durante la desvelada noche anterior.

El verdadero culpable del desfalco en la fábrica de tejidos el Sr. Lowental, salió indemne de la fechoría perpetrada y jamás supo de las intenciones de las que había sido objeto teóricamente por parte de la hija del Sr. Mayer.

Borges y Adolfo Bioy caminaban tranquilamente por el Jardín Botánico  del viejo Buenos Aires. Entretanto, Adolfo, seguía argumentando la tesis que acababa de exponer en relación al final del cuento de su amigo, mas el escritor ya andaba abstraído, sin contestarle ni rebatirle, sin defender su final, pues a decir verdad, a esas alturas del paseo poco le importaba; el relato estaba cerrado y bien cerrado y como hacia siempre cuando algo que oía ya no le interesaba, simulaba escuchar y asentía, mientras su mente añoraba la única opinión que, le hubiera llevado a modificar el desenlace del cuento si ese hubiera sido su deseo, pues qué no daría o haría él, el Borges romántico por complacer, por agradar por volver a ver y oír, a su querida y venerada, Beatriz Viterbo.

Sentada en un rústico e incómodo sillón apelmazado, Dulce Barjau observaba mansamente la montonera de periódicos raídos y amarillentos entre los que deambulaban pececillos de plata, y otros insectos letrófagos.

Al lado, sobre el suelo pegajoso por la mugre, se apilaban en ligero equilibrio un número incierto de bolsas oscuras y algunas blancas que habían sido serigrafiadas con grandes letras barrocas. Los sacos de plástico rebosaban inmundicias malolientes una vez que los nudos desbaratados, mostraban sin pudor sus entrañas podridas.

A espaldas de la mujer, un televisor encendido sin volumen audible, escupía imágenes de  hombres y mujeres gesticulando mudos.

Dulce se levantó del sillón y apagó el aparato; ya no necesitaba más compañía silenciosa. Miró por la ventana que daba a un patio interior y  una gran sábana blanca recién tendida desde el bloque de enfrente pareció saludarla con un ligero vaivén. Dulce apartó del poyete descascarillado con una ligera sacudida una piel reseca de naranja que había caído desde uno de los pisos superiores y la corteza se precipitó al vacío enroscada, sin peso, como si volara.

La mujer, terriblemente desganada, arrastró los pies por el largo pasillo de aquella casa oscura de techos altos y se dirigió a la cocina; por el camino, pateó descuidada una peonza de colores mortecinos que permanecía quieta en mitad del pasillo, el juguete salió disparado y se golpeó contra el rodapié; después, el taco de madera quedó cabeceando de costado dando vueltas y giros desatinados.

A través de la ventana de la cocina se colaba un murmullo de voces que parecieran encorajinadas, litigantes. Reconoció enseguida las protestas de sus vecinos como era habitual, cerró los cristales de golpe y se tapó los oídos con las manos. Cuánto daría por bajar el volumen de aquel alboroto como hacía con su viejo televisor, pero ante lo imposible del deseo guardó las manos en los bolsillos descosidos de su delantal y el corazón empezó a latir sin orden ante la impotencia de acallar el sonido.

Abrió la puerta del frigorífico sin esfuerzo, pues el portón cargado de pequeños imanes troquelados hacía tiempo que ya no conseguía cerrar herméticamente. En el interior, restos de comida en indescriptible deterioro, yacían como muertos, encajados en pequeños ataúdes de plástico transparente. Cerró con brusquedad la puerta y esta desobediente volvió a abrirse despacio a consecuencia del rebote como en un leve estertor.

En la encimera de falso granito rosado, entre ollas abrasadas y alguna vajilla con mella, un teléfono móvil captó su atención y lo atrapó ansiosa como si alguien invisible fuera a arrebatárselo, lo frotó contra su cadera como hacía siempre antes de marcar, arrastrando con la tela de su falda alguna huella que enturbiara la pequeña pantalla de vidrio.

El teléfono plateado desentonaba vivamente en aquel decrépito escenario como una reliquia digna de veneración, pues misteriosamente la batería permanecía cargada. Tecleó de manera apremiante un número que pareciera al azar y sin esperar respuesta, lo apagó temblorosa y lo dejó dormido de nuevo en una alacena entre botes medio llenos de sémola, harina y galletillas saladas envueltas en papeles de plata.

En uno de los pisos inferiores del gran edifico, Eric un chaval desgarbado de pelo pajizo y un pequeño piercing incrustado en la ceja derecha, abría sonriente la puerta de su casa.

-Mira- decía a su madre mostrando lo que llevaba en la mano.

-¿Qué traes ahí?

-Un álbum.

-¿Un álbum?

-Sí, me lo ha dado Dulce, es una colección de mariposas exóticas.

-¡Disecadas, qué asco! ¿No habrás ido a su casa?, mira que te tengo dicho que no pases dentro cuando le hagas a la vieja algún recado.

-Tranquila madre, me quedé como siempre en la puerta, me dijo que esperara, que iba a buscar algo para mí, que hoy no tenía suelto para darme una propina.

-Ay, la vieja y sus propinas –murmuró.

-Después –continuó Eric- salió de la habitación que da al patio y me soltó esto.

La recompensa no era otra que, un libro de dobles páginas ocres  minuciosamente rellenas de alevillas y mariposas agigantadas que ocupaban solitarias algunas de las hojas. Gracias a las ventanillas de plástico transparente y al modo de amortajarlas se habían librado de los lacerantes y finos alfileres entomológicos. Las alas extendidas, membranosas y enervadas, mostraban los colores mitigados por la pátina del tiempo. Viejo cementerio de celofán. Insectos desnortados e incautos que sobrevolaron en su día Asia y América y cayeron en las redes de algún voluntarioso y empecinado coleccionista.

La madre del joven Eric, miró el libro entre asqueada y divertida.

 -Vaya tesoro el de la señora Dulce -comentó con ironía- y sin más, envió al hijo a lavarse las manos precisando mientras se alejaba: ¡con jabón!

La mujer de presencia sombría, sintió de pronto una sed enorme, apremiante, tan grande como la de aquel que ha estado hablando largas horas. Voz vehemente de los que quieren hacerse entender ante un público que se distrae con frecuencia.

Se acercó precipitadamente otra vez a la nevera y agarró una lata refulgente de cerveza según decía: alemana. La bebida se enfriaba como podía en el cajón de las verduras; Dulce con el bote en la mano, empujó de nuevo la pesada puerta sin llegar a cerrar el cajón transparente, y esta chocó contra la rigidez del plástico para abrir de nuevo sus fauces como en un permanente bostezo.

Arrancó la anilla con furia, como si tuviera una granada entre sus manos y tentada estuvo de arrojar el bote por la ventana para acallar así de una vez las voces que venían de la calle, sin embargo se deshizo de la chapa de metal arrojándola al suelo y tomó un sorbo largo y lento; a continuación derramó el resto del líquido espumoso en el fregadero y apretó la hojalata hasta deformarla para acabar soltándola entre los sucios cacharros que ocupaban toda la pila.

Mientras tanto en la calle, las voces continuaban:

-Ya está bien, no podemos consentir que nos tome el pelo otra vez esa maldita vieja. Como no vengan hoy a llevársela tendremos que hacer algo.

Dulce sabía qué tramaban, y de nuevo los latidos apaciguados por el trago espumoso volvieron a empujarle el corazón. Se sentó sobre un taburete medio escondido entre cajas de cartón, botellas, juguetes rotos, bolsas y más bolsas, decenas de bolsas apiladas encima de dos palés de madera que colocados entre somier y colchón habían mitigado en su día el progresivo hundimiento de un jergón matrimonial.Micaela la madre del joven Eric, conocía a su vecina desde hacía tiempo y a pesar de que debía tener la edad de su madre más o menos, Dulce aparentaba algunos más, probablemente −pensaba−, por el deterioro  mental que mostraba desde hacía años.

Para el padre de Eric, la señora Barjau no dejaba de ser una vieja a la que se le había ido la cabeza y aseveraba con cierta lógica que no debía permanecer más tiempo en aquella casa sola, pues a la vista y -sobre todo al olfato- estaba claro que debía irse de allí cuanto antes para ser cuidada.

-No debe tener a nadie que se ocupe de ella –juzgaban.

-¿Pues entonces a qué esperan los servicios sociales para hacer algo?−se preguntaban otros.

−No pueden hacer nada, si ella no quiere.

-¡Cómo! Esto no puede seguir así.

−Creo que el marido se pudrió en la cárcel –soltó una mujer acaparando la atención al instante de los que la rodeaban.

-¿En la cárcel?

-Sí, eso creo. Tema de drogas −dijo una tal Matilde Romero.

-Cocaína, seguro –sentenció otro.

−¿Narcóticos? –dijo el farmacéutico de la esquina que acababa de unirse al pelotón vecinal.

− Posiblemente

La vieja seguía quieta sentada en el tambaleante taburete de la cocina con la vista fija en el frigorífico que había ido cerrando su puerta poco a poco.

Cogió de nuevo el teléfono, ese que iba ya anunciando con un punto rojo el desgaste de la batería y la señora Barjau marcó con decisión el número de siempre: el que pareciera al azar.

Una voz ansiosa contestó al otro lado:

-Por fin señora Barjau, estábamos esperando su llamada. Coja lo que necesite, métalo en una maleta: una sola -recalcó con énfasis- y en una hora estamos allí.

-Bien, de acuerdo –dijo ella.

Cinco minutos después, doña Dulce Barjau esperaba de pie frente a la puerta de la calle. El abrigo puesto, las manos enguantadas sujetando una maleta y en la cabeza, un sombrero de fieltro al que adornaban dos plumas, graciosamente ladeado.

Imposible emitir ningún juicio para ella que no fuera acorde al de una mujer mayor y pizpireta dispuesta a salir a la calle.

Sin embargo, en la maleta, no había ropa ni calzado; solo tres tarros de cocina: sémolas, harinas y galletitas envueltas en papel de plata.

-“Guarda los botes en la cocina Dulce –le indicó su marido, años atrás− y no los pierdas de vista. Cuando salga de esta jaula, me desprenderé de ellos, he conocido a un buen comprador. Espérame y no te dejes ver demasiado por las correderas. Ya verás que volveremos a casa, y una vez allí te compraré un palacio chiquito a las afueras de Bogotá”.

En la calle, la nieve comenzaba a caer, los murmullos de la gente se fueron diluyendo y un polvo blanco como de alas de mariposas, fue cubriendo poco a poco, los tejados de Madrid.