Hace algún tiempo, todos los días a las cuatro y media de la tarde, me dirigía a unos jardines cercanos a mi casa para desarrollar una de las actividades que me habían tocado sin sorteo, en el ámbito familiar: llevar a mis nietos al parque.

Me gustaba la compañía de un banco en concreto con el que me había amigado desde hacía meses y en él me instalaba, siempre que podía. El asiento de hierro y madera rara vez estaba ocupado, quizás, por la mala fama que arrastraba y que no era otra que la de estar ubicado a la sombra de una gran pino por el que circularon en su día, según se decía, una larga fila de procesionarias urticantes a las que yo, en realidad, no vi jamás.

Una vez en mi banco los pequeños comenzaban a embarrarse divertidos con el agua del surtidor haciendo deformes pastelillos de tierra y limpiándose las manos enfangadas en sus maltrechos uniformes de colegio.

De vez en cuando levantaban su manita color de estatua y me saludaban desde lejos, yo respondía de la misma forma para constatar que los estaba vigilando.

En esos momentos de tranquilidad a la sombra del pino, me dejaba ir. Abría el libro de mi memoria y elegía los recuerdos. Gustaba de hacerme preguntas sin contestación, recordar instantes, situaciones y personas  dejadas en el camino.

Apaciblemente disperso y sumido en reflexiones personales, ocurría que alguien ignoraba a las orugas como yo, y se sentaba a mi lado con la intención de entablar una conversación insustancial para matar el tiempo. Nada nuevo e interesante que aprender.

Hablar por hablar. Intenté evitar estas compañías parlantes a base de auriculares sin sonido sujetos en mis orejas a través de un cable enganchado a una radio que nunca tenía pilas; una farsa que no entorpecía mis reflexiones y surtía el efecto disuasorio que buscaba en la gente que intentaba charlar conmigo, pues, cuando iban a dirigirme la palabra más allá del saludo formal, yo hacía como que no les oía y seguía mirando al frente. Entonces, el compañero de banco enmudecía ante mi callada verborrea y al rato cambiaba de lugar en busca de más locuacidad.

Aprendí varias fórmulas y algún que otro truco más, para conseguir tener el banco para mí solo y poder evocar recuerdos a mi libre albedrío, sin interrupciones.

– “Goedemiddag”- solía contestar amablemente ante un cordial “buenas tardes” de alguien que sin conocerme, se sentaba a mi lado.

Rara vez, por no decir nunca, intentaron continuar la conversación, pues había acertado de pleno al aprenderme unas cuantas palabras relativas a los saludos más frecuentes, en un perfecto holandés.

Me convertí en algo parecido a un misántropo solitario, y poco a poco los que, como yo, frecuentaban el parque advirtieron mis pueriles estrategias y me consideraron raro y maleducado. No los culpo, pues tenían y tienen, mucha razón.

El hombre seguía tranquilo en el banco vigilando a la prole. De pronto observó como un niño se acercaba protegiendo entre sus manos algo que llamó la atención de los pequeños y éstos se levantaron del suelo corriendo a mirar qué guardaba con tanto celo. El viejo pudo ver, alzando el cuello, como el chaval, algo mayor que los demás, depositaba en la tierra húmeda un precioso pollito amarillo que empezó corretear con pasos pequeños tras los niños; estos, alrededor de él, chillaban alborozados intentando que no se fuera demasiado lejos. El dueño del animal, un pecoso henchido de orgullo por su posesión, recogió el animalito cinco minutos después  y se fue por donde había venido.

En qué manera muchos de los ingredientes de una vida nos sirven para aderezar una historia y quién puede negar que cualquier visión, por muy efímera que sea, nos retrotrae al pasado.

La pequeña Ilda, cumplía cinco años, era sábado por la tarde y se esmeraba junto a su madre, mi querida Elvira, en preparar la merienda. En un par de horas diez o doce chiquillos, entre amigos y primos invadirían la casa. Habían preparado varios juegos infantiles de azar, hinchado globos y colgado en mitad del salón una piñata con forma de barco rellena de dulces. Esponjosas medias noches, patatas crujientes, sanwichs, y una magnífica tarta de chocolate presidirían la mesa. El pastel iría adornado con tantas figuritas comestibles que bien podría parecer una engalanada mona de Pascua. La figura que coronaría el dulce sería un pollito de azúcar.

Era el momento cumbre de la fiesta y, una vez apagadas todas las velas, comenzaron a aparecer los regalos: juguetes pequeños, camisetas de colores, pinturas de madera y libros de cuentos. Faltaba mi regalo, ese que Ilda llevaba deseando desde hacía tiempo. Y allí aparecí yo, con una caja de cartón cosida de agujeros por los que salía un pio, pio conmovedor. El rostro de mi pequeña al descubrir el regalo fue todo un poema; saltaba de alegría, lo cogía, lo acariciaba y lo besaba. Lo bautizó al instante y a partir de ahí el polluelo se llamó Yacki. Con tanto niño pequeño por la casa convinimos, que una vez descubierto el regalo, lo dejásemos tranquilo en su caja hasta que la casa quedara calmada de nuevo, y dejamos al suave Yacki en una habitación situada al fondo del pasillo donde nadie debía entrar, cerramos la puerta y la fiesta prosiguió.

Una vez acabada la merienda, los niños correteaban, se escondían tras los muebles y chillaban nerviosos jugando a policías y ladrones cuando sin escapatoria en un rincón, iban a ser atrapados.

Elvira y yo, los observábamos entre nerviosos y tolerantes, un día es un día –nos decíamos-, no son más que chiquillos, cuando se hayan marchado todos, esto volverá a ser un remanso de paz.

Quién podría imaginar la extraña impresión que sufrimos los dos, al oír unos minutos después, el grito desgarrador que salía de la habitación del fondo, y la visión de la pequeña Ilda, sosteniendo el suave regalo amarillo inerte entre sus manos. Un animal desmadejado, con el cuello  ensangrentado que se balanceaba de un lado  otro.

-¡Lo ha pisado David! –chillaba-. Lo ha pisado -repetía a gritos, mientras las lágrima galopaban por su rostro. ¡Se ha muerto! Se ha muerto.

El primo David de apenas dos años, miraba la escena asustado sin saber muy bien qué había pasado, mas llevaba la huella del delito manchando de rojo, su pequeña bota acordonada.

Jamás olvidaré la cara espantada de mi pequeña, y como dudé en aquel momento de la capacidad que tendría para asimilar la muerte a tan tierna edad, y cómo anidarían en ella los sentimientos de rencor hacia su primo.

-Cálmate Ilda; se pondrá bien –le dije mintiendo-, ahora mismo me lo llevo al hospital de animales. Salí a la calle con el candoroso Yacki en su mortaja agujereada y tras comprobar que no volvería a piar nunca más, lo tiré al contenedor verde.

En casa, la celebración había terminado y excepto el llanto de mi hija que seguía hipando entre gemido y suspiro, un silencio lúgubre reinaba en la casa y uno a uno, los pequeños escandalosos, fueron yéndose de la mano de sus padres.

Deambulé por el barrio sin nada entre las manos, hasta recalar en este banco para hacer tiempo. Después volví a casa donde una calma tensa sobrevolaba cada rincón. Elvira me miró ansiosa y la pequeña Ilda preguntó a quemarropa: ¿Cómo está Yacki papá?

-Se ha quedado ingresado –le expliqué-, me ha dicho el veterinario que debe pasar la noche en observación, habrá que ver cómo reacciona. Ha sufrido un fuerte traumatismo en la cabeza -dije a sabiendas de que esas palabras todavía no habían entrado en su diccionario infantil-, pero me han asegurado que se recuperará. Mañana iré yo solo a buscarlo, tú duerme tranquila.

Jamás había visto a mi niña tan triste y por un momento odié al  pequeño David asesino. Al segundo me arrepentí, pues sin duda había sido un desafortunado accidente.

Al día siguiente me levanté temprano y escogí todo lo que iba a necesitar. Recorrí varios pueblos de la zona hasta dar con uno que exhibía un mercadillo al aire libre y en el que se exponían, frutas, verduras, ropa y juguetes baratos. El último de todos los tenderetes lo regentaba un hombre rudo, de aspecto siniestro, que custodiaba una gran caja taladrada por la que se escapaban cientos de pio, píos. Decenas de crías de pollo teñidos de colores imposibles se arremolinaban pugnando por un poco de aire. Me costó encontrar uno ambarino.

Una vez en el coche saqué el envase de Mercromina que había cogido del armario del baño, le salpiqué unas cuantas gotas rojas de desinfectante por la cabeza y el cuello incólume, y le pegué con cuidado una cruz de esparadrapo sobre unas gasas. También le vendé una pata con mucho trabajo.

Regresé a casa con el bicho disfrazado de pollito convaleciente y mi hija lo recibió alborozada, con los brazos abiertos. Lo besó con cuidado, lo acarició y lo dejó en el suelo. Después de tantos apretones cariñosos, el animalito andaba desequilibrado e inseguro por el suelo, mientras Ilda, con voz tierna lo llamaba, ¡Yacki, ven, ven!, pero el pobre enfermo imaginario, seguía su camino sin atender la llamada. Mi hija no dejaba de mirarlo dulcemente y dirigiéndose a mí, me dijo:

-Pobre Yacki, papá, sí debió ser un golpe muy fuerte, ha perdido la memoria y ya, no me conoce.

Una mujer joven camina por el parque dirigiéndose hacia un banco de madera y hierro forjado situado bajo de un pino. Un hombre mayor con la mirada perdida y unos auriculares mudos colgados de sus oídos, vigila a unos pequeños desde lejos. La mujer se sienta a su lado, le besa y con una sonrisa, le dice:

-Goedemiddag, papá.

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