Como un rompecabezas desbarajustado los grandes bloques de hormigón avanzaban quietos hacia el mar. La vieja escollera tapizada de terciopelo resbaladizo vigilaba el oleaje manteniéndolo a raya.

Al final de la dársena se encontraba Marcus, un hombre de piel oscura y barba tupida blanquinegra, que le confería una cierta apariencia de viejo lobo de mar. Permanecía quieto con las manos aferradas a una vieja caña de pescar; a su lado, un cubo de cinc ligero de peces, contenía restos de escamas resecas que desprendían un fuerte olor a pescado.

El hombre fruncía el ceño con la mirada perdida en el azul mientras parloteaba en voz baja con un gato gris, que se entretenía olisqueando el balde mugriento. A lo lejos, un hombre joven caminaba dirigiéndose hacia él.

—Hola padre, —dijo Sergey apartando con un ligero puntapié al gato y sentándose junto al pescador— hoy parece que no pican ¿eh? —comentó tras echar un vistazo al cubo vacío.

—No —respondió el viejo—, no tienen hambre.

Observó junto al balde un atillo pringoso de papel, que contenía restos de lo que había sido una ensalada: tomate en trozos y algunas hojas mustias de lechuga. Esbozó una sonrisa displicente no exenta de lástima cuando de una rápida sacudida, el viejo arrastró el sedal hacia sí y dejó al descubierto el anzuelo; en él, podía verse enganchada una aceituna agujereada.

—Papá, deberías probar con otro tipo de cebo.

El hombre ni siquiera contestó mientras se afanaba en atravesar con el gancho un trozo de tomate resbaladizo, que se le escapó de entre los dedos y cayó junto a él, el gato lo devoró al instante.

Se levantó tras besar a su padre y el viejo sonrió sin apartar la vista del mar.

— ¿Vas a seguir pescando mucho rato?

—Sí, hasta que acabe la carnada que he traído —dijo señalando con la mirada los restos de comida.

No vuelvas muy tarde — sugirió—, y  solo le contestó el gato, con un tenue maullido.

Sergey desanduvo el camino de vuelta con la mirada extraviada y el pensamiento puesto en ella, en Lía, la mujer que llegó a casa para cuidar del viejo cuando la madre murió.

Yo podría haberlo hecho solo —pensó—, le hubiera protegido de todos ahora que, comienza a desvariar. Ella nunca me gustó. Los lobos se emparejan de por vida. ¿Cómo podía olvidarlo? ¿Cómo pudo mi padre traicionar a la hembra muerta?

Cuando comenzaron los delirios a la luz de la luna y las alteraciones sensoriales, Lía quiso averiguar.

¿Quedarme quieto? No. Ella nunca debió hacer tantas preguntas, ni creer en las habladurías de la gente. Solo debió escuchar a Krauss, el anciano cabrero conocedor de nuestro linaje: “Cuida del viejo Marcus que es para lo que has venido al pueblo y no curiosees. Sigue mi consejo Lía, o te meterás  en la boca del lobo”.

Y  yo. Yo no tuve más remedio.

Salí en busca de ayuda. De la manada. Y una noche de luna llena me quité el disfraz de cordero y le mostré a ella nuestra verdadera estirpe.

Alumbrado por la luz de la luna afilé mis dientes y con una voracidad insaciable de licántropo te hice justicia, madre.