Sentada en un rústico e incómodo sillón apelmazado, Dulce Barjau observaba mansamente la montonera de periódicos raídos y amarillentos entre los que deambulaban pececillos de plata, y otros insectos letrófagos.

Al lado, sobre el suelo pegajoso por la mugre, se apilaban en ligero equilibrio un número incierto de bolsas oscuras y algunas blancas que habían sido serigrafiadas con grandes letras barrocas. Los sacos de plástico rebosaban inmundicias malolientes una vez que los nudos desbaratados, mostraban sin pudor sus entrañas podridas.

A espaldas de la mujer, un televisor encendido sin volumen audible, escupía imágenes de  hombres y mujeres gesticulando mudos.

Dulce se levantó del sillón y apagó el aparato; ya no necesitaba más compañía silenciosa. Miró por la ventana que daba a un patio interior y  una gran sábana blanca recién tendida desde el bloque de enfrente pareció saludarla con un ligero vaivén. Dulce apartó del poyete descascarillado con una ligera sacudida una piel reseca de naranja que había caído desde uno de los pisos superiores y la corteza se precipitó al vacío enroscada, sin peso, como si volara.

La mujer, terriblemente desganada, arrastró los pies por el largo pasillo de aquella casa oscura de techos altos y se dirigió a la cocina; por el camino, pateó descuidada una peonza de colores mortecinos que permanecía quieta en mitad del pasillo, el juguete salió disparado y se golpeó contra el rodapié; después, el taco de madera quedó cabeceando de costado dando vueltas y giros desatinados.

A través de la ventana de la cocina se colaba un murmullo de voces que parecieran encorajinadas, litigantes. Reconoció enseguida las protestas de sus vecinos como era habitual, cerró los cristales de golpe y se tapó los oídos con las manos. Cuánto daría por bajar el volumen de aquel alboroto como hacía con su viejo televisor, pero ante lo imposible del deseo guardó las manos en los bolsillos descosidos de su delantal y el corazón empezó a latir sin orden ante la impotencia de acallar el sonido.

Abrió la puerta del frigorífico sin esfuerzo, pues el portón cargado de pequeños imanes troquelados hacía tiempo que ya no conseguía cerrar herméticamente. En el interior, restos de comida en indescriptible deterioro, yacían como muertos, encajados en pequeños ataúdes de plástico transparente. Cerró con brusquedad la puerta y esta desobediente volvió a abrirse despacio a consecuencia del rebote como en un leve estertor.

En la encimera de falso granito rosado, entre ollas abrasadas y alguna vajilla con mella, un teléfono móvil captó su atención y lo atrapó ansiosa como si alguien invisible fuera a arrebatárselo, lo frotó contra su cadera como hacía siempre antes de marcar, arrastrando con la tela de su falda alguna huella que enturbiara la pequeña pantalla de vidrio.

El teléfono plateado desentonaba vivamente en aquel decrépito escenario como una reliquia digna de veneración, pues misteriosamente la batería permanecía cargada. Tecleó de manera apremiante un número que pareciera al azar y sin esperar respuesta, lo apagó temblorosa y lo dejó dormido de nuevo en una alacena entre botes medio llenos de sémola, harina y galletillas saladas envueltas en papeles de plata.

En uno de los pisos inferiores del gran edifico, Eric un chaval desgarbado de pelo pajizo y un pequeño piercing incrustado en la ceja derecha, abría sonriente la puerta de su casa.

-Mira- decía a su madre mostrando lo que llevaba en la mano.

-¿Qué traes ahí?

-Un álbum.

-¿Un álbum?

-Sí, me lo ha dado Dulce, es una colección de mariposas exóticas.

-¡Disecadas, qué asco! ¿No habrás ido a su casa?, mira que te tengo dicho que no pases dentro cuando le hagas a la vieja algún recado.

-Tranquila madre, me quedé como siempre en la puerta, me dijo que esperara, que iba a buscar algo para mí, que hoy no tenía suelto para darme una propina.

-Ay, la vieja y sus propinas –murmuró.

-Después –continuó Eric- salió de la habitación que da al patio y me soltó esto.

La recompensa no era otra que, un libro de dobles páginas ocres  minuciosamente rellenas de alevillas y mariposas agigantadas que ocupaban solitarias algunas de las hojas. Gracias a las ventanillas de plástico transparente y al modo de amortajarlas se habían librado de los lacerantes y finos alfileres entomológicos. Las alas extendidas, membranosas y enervadas, mostraban los colores mitigados por la pátina del tiempo. Viejo cementerio de celofán. Insectos desnortados e incautos que sobrevolaron en su día Asia y América y cayeron en las redes de algún voluntarioso y empecinado coleccionista.

La madre del joven Eric, miró el libro entre asqueada y divertida.

 -Vaya tesoro el de la señora Dulce -comentó con ironía- y sin más, envió al hijo a lavarse las manos precisando mientras se alejaba: ¡con jabón!

La mujer de presencia sombría, sintió de pronto una sed enorme, apremiante, tan grande como la de aquel que ha estado hablando largas horas. Voz vehemente de los que quieren hacerse entender ante un público que se distrae con frecuencia.

Se acercó precipitadamente otra vez a la nevera y agarró una lata refulgente de cerveza según decía: alemana. La bebida se enfriaba como podía en el cajón de las verduras; Dulce con el bote en la mano, empujó de nuevo la pesada puerta sin llegar a cerrar el cajón transparente, y esta chocó contra la rigidez del plástico para abrir de nuevo sus fauces como en un permanente bostezo.

Arrancó la anilla con furia, como si tuviera una granada entre sus manos y tentada estuvo de arrojar el bote por la ventana para acallar así de una vez las voces que venían de la calle, sin embargo se deshizo de la chapa de metal arrojándola al suelo y tomó un sorbo largo y lento; a continuación derramó el resto del líquido espumoso en el fregadero y apretó la hojalata hasta deformarla para acabar soltándola entre los sucios cacharros que ocupaban toda la pila.

Mientras tanto en la calle, las voces continuaban:

-Ya está bien, no podemos consentir que nos tome el pelo otra vez esa maldita vieja. Como no vengan hoy a llevársela tendremos que hacer algo.

Dulce sabía qué tramaban, y de nuevo los latidos apaciguados por el trago espumoso volvieron a empujarle el corazón. Se sentó sobre un taburete medio escondido entre cajas de cartón, botellas, juguetes rotos, bolsas y más bolsas, decenas de bolsas apiladas encima de dos palés de madera que colocados entre somier y colchón habían mitigado en su día el progresivo hundimiento de un jergón matrimonial.Micaela la madre del joven Eric, conocía a su vecina desde hacía tiempo y a pesar de que debía tener la edad de su madre más o menos, Dulce aparentaba algunos más, probablemente −pensaba−, por el deterioro  mental que mostraba desde hacía años.

Para el padre de Eric, la señora Barjau no dejaba de ser una vieja a la que se le había ido la cabeza y aseveraba con cierta lógica que no debía permanecer más tiempo en aquella casa sola, pues a la vista y -sobre todo al olfato- estaba claro que debía irse de allí cuanto antes para ser cuidada.

-No debe tener a nadie que se ocupe de ella –juzgaban.

-¿Pues entonces a qué esperan los servicios sociales para hacer algo?−se preguntaban otros.

−No pueden hacer nada, si ella no quiere.

-¡Cómo! Esto no puede seguir así.

−Creo que el marido se pudrió en la cárcel –soltó una mujer acaparando la atención al instante de los que la rodeaban.

-¿En la cárcel?

-Sí, eso creo. Tema de drogas −dijo una tal Matilde Romero.

-Cocaína, seguro –sentenció otro.

−¿Narcóticos? –dijo el farmacéutico de la esquina que acababa de unirse al pelotón vecinal.

− Posiblemente

La vieja seguía quieta sentada en el tambaleante taburete de la cocina con la vista fija en el frigorífico que había ido cerrando su puerta poco a poco.

Cogió de nuevo el teléfono, ese que iba ya anunciando con un punto rojo el desgaste de la batería y la señora Barjau marcó con decisión el número de siempre: el que pareciera al azar.

Una voz ansiosa contestó al otro lado:

-Por fin señora Barjau, estábamos esperando su llamada. Coja lo que necesite, métalo en una maleta: una sola -recalcó con énfasis- y en una hora estamos allí.

-Bien, de acuerdo –dijo ella.

Cinco minutos después, doña Dulce Barjau esperaba de pie frente a la puerta de la calle. El abrigo puesto, las manos enguantadas sujetando una maleta y en la cabeza, un sombrero de fieltro al que adornaban dos plumas, graciosamente ladeado.

Imposible emitir ningún juicio para ella que no fuera acorde al de una mujer mayor y pizpireta dispuesta a salir a la calle.

Sin embargo, en la maleta, no había ropa ni calzado; solo tres tarros de cocina: sémolas, harinas y galletitas envueltas en papel de plata.

-“Guarda los botes en la cocina Dulce –le indicó su marido, años atrás− y no los pierdas de vista. Cuando salga de esta jaula, me desprenderé de ellos, he conocido a un buen comprador. Espérame y no te dejes ver demasiado por las correderas. Ya verás que volveremos a casa, y una vez allí te compraré un palacio chiquito a las afueras de Bogotá”.

En la calle, la nieve comenzaba a caer, los murmullos de la gente se fueron diluyendo y un polvo blanco como de alas de mariposas, fue cubriendo poco a poco, los tejados de Madrid.