Soy una mujer que se encariña con cualquier cosa, y a consecuencia de ese derroche amatorio, me llevo más de un disgusto.
Un día de hace mil años, le cogí un aprecio desmesurado a uno de los grifos del lavabo que teníamos en casa. Ejercía sobre mí, una fascinación increíble. Pasaba las horas mojándome las manos. Las enjabonaba y después, las deslizaba con cuidado por la manija de latón cromado, dejando la llave muy brillante. Así una y otra vez, parloteando y sumergiendo las manos en el chorro de agua hasta que, se me arrugaban las yemas de los dedos y me aparecían unas huellas gruesas, extrañas.
-¿Ya estás otra vez con el grifo abierto? –chillaba mi abuelo desde la cocina-deja ya el robinet que lo vas a desgastar y además el agua, no la regalan.
Como habréis podido observar, mi abuelo era un poco tacaño y un poco francés. Nació en París, durante el viaje de novios que realizaron mis bisabuelos. Se presentó por sorpresa un par de meses antes de lo esperado, hasta en eso fue un hombre muy echado para adelante. En cuanto mi bisabuela se recuperó del susto de la maternidad inesperada, volvieron a España con el bebé gabacho bajo el brazo sin dar muchas explicaciones. Nadie supo jamás, si había sido sietemesino o nuevemesino.
En estos ochenta y nueve años que han pasado desde el día en que nació mi antepasado y según me han contado, desde que empezó a manifestar sus primeros balbuceos de infante, nos hemos ido acostumbrando a la introducción en sus charlas de algunos galicismos que no vienen a cuento, pero él dice que así, no pierde sus “raíces”.
-¿Pero qué raíces? -le preguntamos-, y él cambia de conversación y se hace el loco.
Cuando nos mudamos de casa y yo ya había cumplido diez años quise llevarme el grifo conmigo mas, no consintieron que lo arrancara a pesar de que sabían que lo quería con toda mi alma. Me regalaron muñecas, peluches y juegos de dados para que me olvidara de él, pero nada ni nadie podían sacarme de aquella melancolía transitoria que me causaba el tener que dejar a mi amigo, enganchado al aguamanil.
Mi abuelo era el único que me entendía y para ver si me resignaba, me hablaba como lo que era, una niña pequeña:
-No llores por el grifo Benigna -me consolaba-, recuerda aquella vez que, con el agua caliente te brûlé la manita, o aquella otra que se quedó seco y te dejó envuelta en pegajosa espuma.
Acepté mi destino y me fui olvidando poco a poco de la llave cromada.
Dentro de la nueva casa me amigué esta vez con una fresca baldosa cuadrada que formaba parte del terrazo que cubría todo el salón y que estaba situada en una de las esquinas de esta estancia principal. Cuando por cualquier motivo me solicitaban en casa, ya sabían adonde debían ir a buscarme, pues me pasaba las horas sentada encima de la losa charlando y prestando atención a lo que contaba mi nueva compañera.
Mi abuelo, que siempre fue muy puntilloso, estaba constantemente sermoneándome.
-Benigna, levántate del suelo que vas a attraper un rhume.
Y efectivamente, tal como había adivinado pillé un constipado tan grande, que casi me envía al otro barrio. La loseta no es que fuera muy amena, la verdad, pues en esa época ya me interesaban otros asuntos de los que ella apenas sabía, dada su posición arrinconada. Sin embargo, siempre la preferí a los animales contrahechos fabricados en peluche que mi madre se empeñaba en colocar encima de mi cama.
Fue pasando el tiempo, me hice mayor y mi abuelo anciano. Un día él consideró que ya había llegado el momento y se fue por su propio pie y tan contento desde Fuengirola donde vivíamos, a una residencia geriátrica de Paris arguyendo que allí perfeccionaría su idioma.
A pesar de la tabarra que me dio lo sigo queriendo mucho, pues era y es, el que único que me entiende.
Ahora ya he cumplido cuarenta años y vivo en esta tercera casa yo sola. Mis padres no consiguieron sobrevivirle a él, a mi abuelo Pedro, o Pierre, da igual, pues firma según tiene el día.
El verano pasado fui a verlo a la residencia y como sigue al tanto de mis amistades, -le escribo puntualmente-, preguntó por el cristal, mi nuevo compañero inseparable. Con la vejez, mi abuelo se ha dado cuenta de que el cariño hay que desabrocharlo y dejarlo libre para que se deposite donde quiera aunque aveces puedan hacernos faenas inesperadas.
Tenía muy buen aspecto cuando entré en la habitación del asilo Brettoneau en la calle Eugène Delacroix. Lo encontré hablando en francés muy animado, y al preguntarle con quién charlaba -pues no veía nada, ni a nadie cerca-, me contestó:
–Avec ma perruque.
Y yo sonreí y le acaricié la cabeza, recordando lo presumido que había sido siempre y lo mal que llevaba la calvicie que comenzó a aparecerle hacía años y que ahora disimulaba con un peluquín canoso y a todas luces parlante.
-Pero cuéntame, ma petite fille – me dijo-. ¿Ya has hecho las paces con el ventanal?
Él sabe de todas mis amistades y por eso me hace esas preguntas. A veces dudo de si debería haberle contado algunos detalles de mi vida porque nunca o casi nunca, tengo ganas de responder.
Me llamo Benigna Sainz y por ese capricho de mi abuelo por hablar y pronunciar medio en francés, acostumbraron a llamarme Beniña. Después, familiarmente se acortó mi nombre y se quedó solo en eso: en Niña, a secas.
Nunca he sido rencorosa, pero últimamente, me cuesta disculpar las jugarretas ajenas, incluso las de los seres más queridos. Por eso me costó más de un año perdonar al cristal con el que andaba amigada en ese momento y del que el abuelo Pierre o Pedro me preguntaba, conociendo la historia.
Ese portón transparente tan grande, tan esbelto y tan diáfano, me atrajo desde el primer momento en que lo vi.
La luz, se colaba a chorros a través del vidrio e inundaba cada rincón de la que sería mi nueva casa. La claridad era tan inmensa, que me obligó a entornar los ojos desde el primer momento.
Allí vivía feliz sola, a mi aire, charlando alegremente con el cristal cada mañana y alguna tarde. No necesitaba más.
Hasta que un día, debido a un pequeño contratiempo, comenzaron nuestras desavenencias.
Era en un aciago mes de marzo cuando me dirigí a la terraza para regar las plantas de mis jardineras, era temprano y acababa de levantarme. Comencé, por arrancar las hojas secas de los geranios y repartir la tierra por los maceteros. Los gorriones, habían horadado el mantillo con sus patas para buscar semillas e insectos pequeños y lo habían puesto todo perdido. Cuando más absorta estaba en la tarea, el portón acristalado se alborotó y cerrándose de golpe, me dejó aislada en el balcón sin poder entrar en casa, a la intemperie, vestida solo con un camisón de algodón adornado de bodoques que abrigaba bien poco. Y empecé a tiritar de frío, en un santiamén.
Tres horas. Tres largas horas pasaron hasta que vinieron a rescatarme, pues la manilla de la puerta se abría solo en un único sentido y ese sentido como en otras ocasiones, quedaba lejos del mío.
Una vez liberada, envuelta de nuevo en el calor hogareño y cuando me quedé a solas con él, con el cristal, mi primera reacción fue, como no podía ser de otra manera, revolverme, despotricar y pedirle explicaciones.
El vidrio, ruborosamente empañado de vergüenza por la trastada, me explicó quejumbroso que no tenía la culpa, que había sido una corriente de aire revoltosa, que estaba muy arrepentido del mal que me había causado y que de ahora en adelante mantendría vigiladas a todas las brisas insurrectas. No iba a volver ocurrir.
Una vez que curé el resfriado, o el rhume –que diría mi abuelo-, le perdoné y me olvidé del asunto.
Sé por experiencia que a veces, cuando los torbellinos y las ráfagas de aire juegan entre sí, empujan con fuerza todo lo que tienen cerca: en otoño las hojas muertas de los árboles y a veces, las hojas vivas de poemas o cuentos.
En invierno, las ventoleras bulliciosas hacen cambiar la dirección de algunas gotas de lluvia y giran a traición las telas oscuras y también las claras que cubren los paraguas tensos, dejando desnudas a las escuchimizadas varillas que se retuercen de vergüenza al enseñar sus patitas de acero.
En primavera, descapullan flores y encaraman los delicados pétalos encendidos de las amapolas hasta las azoteas más altas, hasta las más azules.
Y en verano, cuando nadie se lo espera, se rebelan también y salpican el aire con el polvo reseco y sucio de las calles y de las aceras, y nos convierten a nosotros -pacíficos transeúntes-, en Lawrences de Arabia desprotegidos de camellos y turbantes imprescindibles para atravesar el desierto.
El hecho en sí que, produjo nuestro verdadero distanciamiento, no fue este que acabo de contar así, como a raudales, sino este otro que, paso a narrar a continuación.
Sucedió meses después de aquel día ventoso; entiendo ahora que, por mi exagerada manía de dejar impoluta la superficie vidriada: restregaba, enlucía, exhalaba mi aliento sobre él; lo enturbiaba jadeando, y luego, con mi antebrazo derecho enfundado en una bata de terciopelo granate a la que ya le había cosido en dos ocasiones unas coderas nuevas, lo acariciaba sobre mi misma respiración hasta que volvía a brillar. Algunas veces, si mi vaho no era lo suficientemente húmedo para borrar la mácula, lo lengüeteaba y aunque me traspasaba su frialdad, me relamía de placer como si fuera el mejor de los helados. ¡Qué limpio y reluciente estaba siempre mi cristal! Y de qué manera tan sosegada me hablaba agradeciendo mi entera dedicación.
Mi abuelo Pierre, o Pedro, me lo dijo una vez:
-No te afanes tanto con el vidrio ma vie, el cristal se puede romper con facilidad y quebraría tu frágil corazón.
Un día de verano en el que la luz se colaba sin pedir permiso hasta el fondo de mi casa y yo andaba con las gafas de sol puestas para trajinar, decidí colocar pegada a él, al ventanal, una cortina de encaje de bolillos en color crudo con la que mi madre anduvo distraída durante muchos años -era muy laboriosa- cuando al fin terminó el calado artesanal, y sin que hubieran pasado apenas ni dos semanas, mi pobre mater costurera, abandonó este mundo dejándome la labor en herencia perfectamente rematada.
Después de abrigar a mi cristal con el visillo calado, recuerdo de mamá, andaba yo releyendo los bocadillos de uno de mis tebeos preferidos, cuando me pareció oír desde la calle, el sonido inconfundible del afilador de objetos puntiagudos y cortantes que, avisaba de su presencia con una chillona flautilla semejante a la siringa del dios Pan. El individuo rebozaba el instrumento en saliva mientras arrastraba cansinamente, un viejo ciclomotor.
Me fascinan y me asustan esos comerciantes ambulantes y quise asomarme al balcón para observarlo pasar. Desde pequeña he oído decir que estos personajes solitarios vaticinan el fallecimiento de alguien y que éste sucede invariablemente un día después de que atraviesen el pueblo acompañados de su chirriante melodía.
Me dan miedo las muertes inesperadas y por eso, me inventé, -ya lo había hecho otras veces- que, si contravenía mentalmente estos preceptos tan nefastos, podía anular su efecto catastrófico.
En esos casos sentencié convencida:
“Si persigues a uno de estos personajes con la mirada fija hasta que desaparecen de tu vista en la lejanía, quedaréis salvados del perecimiento, tú y quienes te rodean”
Lo decía para mis adentros con la voz impostada y con una seriedad que no me correspondía, ya que nunca he sido muy sensata.
De ningún modo y a nadie, he contado este dominio antimaléfico que he ido desarrollado a través del tiempo y del que yo me creo hacedora a pies juntillas, por eso ningún habitante del pueblo me puede agradecer el disfrute del que goza viviendo gracias a mí. Yo nunca jamás se lo he tenido en cuenta a mis vecinos, sé que no es ingratitud, sino la mera ignorancia de mis poderes.
Me atolondro y despisto con facilidad y a veces parece como si me pincharan. Me muevo rápidamente, como a saltos: por impulsos; solté el cómic en cuanto oí la corta cantinela y salí rauda a la terraza para observar fijamente al afilador de cuchillos y tijeras.
Como ya he dicho, para romper el sortilegio, debía observar al buhonero sin parpadear hasta evaporarse ante mis ojos; no se me podía escapar.
Tan impetuosamente iba hacia la luz de mi terraza que no lo vi, a él, al portón que permanecía cerrado; atrancado a cal y canto.
Y… me estampé, me estrellé con fuerza contra el pecho de mi vítreo amigo a bocajarro, lastimándome la nariz y los labios y me quedé noqueada, tambaleante y aturdida. ¡Cómo podía haberme hecho eso a mí! A mí. Yo que lo cuidaba con tanto mimo. Mi cristal, ese al que acariciaba todos los días con abnegado entusiasmo y una piel de gamuza.
Una vez recuperada del susto, no le volví a hablar y por supuesto, dejé que se empolvara durante meses, pues además del golpe que me propinó, el afilador se me escapó sin echarle la ojeada salvadora y al día siguiente me enteré de que Mateo, un señor mayor que recogía piñones mientras sacaba a pasear por el parque a un caniche blanquisucio, había fallecido a consecuencia del atragantamiento por la cascarilla de una simiente. No quise saber más detalles del pobre hombre y ratifiqué mi gran enfado con el vidrio cruel, culpándole del dolor de mis heridas y de aquel penoso, deceso vecinal.
Atrás quedaron mis amenas conversaciones con la superficie transparente, aquellas en las que yo le refería en confidencia, lo sola que me encontraba desde que mi padre desapareció poco tiempo después que mi madre una vez acabó el macetero de macramé con el que anduvo aplicado hasta que salió a su encuentro y del que ahora penden en mi salón colocadas a dos alturas, un par de macetas con petunias. Un día por cierto, intenté hablar con él, con el macetero, pero no hemos congeniado y ahora nos limitamos a darnos los buenos días por la mañana.
Yo no soy como ellos, como mis padres, y no me entretengo apenas con nada. Solo me gusta conversar con quien me oye y se deja escuchar. Él sí sabía distraerme como nadie, mi cristal. Estaba abierto al mundo. Me enseñaba, me mostraba otra dimensión de los compases que conformaban mi vida. Ahora ando perdida por la casa, haciendo como que lo ignoro. A veces, le oigo respirar desde la terraza hondamente, casi lamentándose y me chista: ¡Niña, Niña!, cuando voy hacia la cocina a beber un vaso de agua, y yo me hago la dura y paso rauda a su lado dejando volar mi bata de terciopelo rojo como si me persiguieran.
Ayer amaneció lloviendo y he creído ver que mi cristal lloraba. Ya sé que todos los vidrios parecen llorar cuando se mojan de lluvia, pero quiero pensar que él me echa de menos tanto o más que yo. Que añora el cosquilleo de mi dedo cuando tras enturbiarlo con mi respiración, le esbozaba corazones atravesados de flechas con las iniciales de mis enamorados de turno y nos reíamos de mis chiquilladas de adulta descarada. No puedo seguir fingiendo que no me importa la ausencia de su compañía, me hace mal.
He estado pensando toda la noche, he dado vueltas y más vueltas en la cama y al final, he llegado a la conclusión de que la cortina, aunque sea muy calada, nos estorba a los dos; por eso, al amanecer, la he retirado y la he recogido con un aro de metal repujado situado a la derecha de la puerta junto al macetero de macramé.
Después he salido corriendo a la papelería, esa que está al final de mi calle, pedí papel engomado y acharolado en rojo brillante; con unas tijeras afiladas en casa, he recortado un corazón perfecto, lo he ensalivado, lo he pegado en mitad del cristal a la altura de mis ojos y lo he abrillantado de nuevo.
-¿El cristal? Sí, abuelo. Ya he hecho las paces con él –contesté a su pregunta.
Mi abuelo Pierre o Pedro, no me respondió, pues ya andaba discutiendo algo acalorado con un teléfono que, ni siquiera había llegado a descolgar.