Archive for diciembre, 2011


─ Relate usted señorita, relate y siga relatando —dijo mirándome desde arriba—, pero he de decirle que no seré yo quién corrija su examen. Lo he dejado bien claro antes de empezar, la cara de un folio, no más. Son diez preguntas cortas, se contestan con dos líneas, no se extiendan; si se sabe, se sabe y punto. Nada de filigranas, nada de paja; la paja para los pesebres. ¿Es usted pariente de Calleja?, no ¿verdad? Pues deje de escribir y entrégueme ya la hoja. Para un suspenso, con esto ya es suficiente.
Solté el bolígrafo al instante y levanté el rostro, mi flequillo se echó a un lado y con esa expresión insolente que guardo para ocasiones especiales, me atreví a decir: No pienso entregarle nada, esto es algo personal, el examen lo haré en septiembre, como otros años.
El tiempo ha pasado desde aquel incidente y todavía recuerdo con nitidez la cara de aquel profesor y la de César, compañero y aspirante a novio formal que estaba sentado en la mesa de al lado y que me oyó sorprendido y rendido, ante mi espontánea osadía.
Recogí la carta convertida en cuerpo del delito, la introduje en mi carpeta y salí del aula sin decir nada más.
Semanas después, César todavía seguía atosigándome con la misma canción:
-Enséñamela, venga…
-No hay nada que enseñar.
-Prométemelo.
-¿Otra vez? ¿Qué más quieres que te prometa?
-Ya lo sabes…
-Te he dicho mil veces que no sé donde está. Creo que la rompí o la perdí, no me acuerdo, era una tontería sin importancia.
Y tras pronunciar la palabra im-por-tan-cia me solté de su cintura, escondí la mano en el bolsillo de mis tejanos y crucé los dedos para desbaratar la mentira.  Si algo odiaba de César, era la machacona costumbre de insistir hasta conseguir la respuesta que deseaba, así que por no oírle más dije:
-Te lo prometo.
-¡Júramelo!, —soltó él animado por lo fácil que había sido esta vez el compromiso.
Y apretando con más fuerza el entrelazado de dedos sonriendo zalamera, dije: te lo juro; de veras que no lo sé. Le besé en la mejilla y di por finalizada la conversación.
Tanta insistencia de su parte por una simple chiquillada fanfarrona de estudiante, me hizo sospechar que quizá intuía algo.
Hay hechos que no pueden burlarse y mis dedos, acostumbrados sólo a deshacer en silencio mis pequeñas mentiras, nada pudieron hacer, dos días antes de aquel examen,  por concederme la suerte que les rogué con fuerza, al despegar la solapa del sobre. Éste, contenía un informe entregado en la farmacia  y en él me decía con claridad, que si en siete meses nada lo impedía, conocería al inesperado heredero que se había instalado en mí. Destensé los dedos eternamente cómplices de mi mano izquierda tras la noticia y quedaron como muertos, entristecidos e inútiles ante la imposibilidad de remediar lo que se me manifestó como la mayor de las hecatombes.
Sólo mis manos y yo, debíamos saberlo.
Mi familia, pocos días más tarde, ante la persistente y repentina insistencia que yo manifestaba en viajar a Londres durante las vacaciones, aceptaron al fin y me dieron su beneplácito, con la condición de que la aventura que me proponía realizar sola, sirviera para perfeccionar mi precario inglés y de paso conocer lo que era ganarse la vida sin ayuda paterna durante los meses de verano.
Tras la barra de una hamburguesería situada en un pequeño local del Soho londinense comencé a trabajar acompañada perpetuamente por un recalcitrante y vomitivo olor a curry, mostaza y tomate rancio.
Una semana después de mi llegada a la ciudad inglesa, tiritando asustada traspasé la puerta del West London Center y canjeé en menos de tres horas, todos mis ahorros de los últimos años por la detención de aquella irresponsabilidad, de la que jamás acusé a nadie que no fuera yo misma.
Volví en septiembre con la lección aprendida, un buen acento inglés y con una sensación indescriptible de melancolía que me hacía buscar la carencia voluntaria de cualquier compañía.
Sin embargo, la carta a mi vuelta, seguía siendo motivo de curiosidad por parte de  César, tanto, que llegó a convertirse en un reiterativo chascarrillo, del que me costaba huir.
— ¿Qué decía la carta? —preguntaba César, cuando quería irritarme de manera jocosa.
— ¡Pero mira que eres pelma, chico!  —contestaba yo hastiada— ¡Ni sé donde acabó el dichoso papel!
Claro que sabía donde estaba la carta, ¿no lo iba a saber? Me acompañó a Londres y, a la vuelta, yo misma la escondí, entre el paisaje invernal de febrero y marzo, en un calendario que hasta el momento tuve enganchado detrás de la puerta de mi cuarto y que me advertía fielmente  de los meses de aquel año.
Mi nombre es Graciela y en la actualidad aunque soy una seria abogada que busca demostrar la evidencia litigando cuantos pleitos  laborales recalan en mis manos,  debo confesar que miento a menudo; que miento en mi vida personal y que siempre he adornado las verdades hasta convertirlas en fantásticos cuentos chinos, arropados eternamente por la complicidad de mis manos. Sin embargo no espero castigo alguno, ni pienso arrepentirme de mis embustes.
Hoy he quedado con César, seguimos viéndonos de vez en cuando, pues nuestra amistad siempre fue inquebrantable. Seguro que tras el saludo sonreirá y me saldrá con la eterna cantinela:
— ¿No me digas que ya has encontrado la carta y me la vas a enseñar?— preguntará, como si no hubiera pasado el tiempo.
Pero ahora, esta vez, yo no arrugaré el ceño, ni le daré un cariñoso empujón demostrando mi eterno fastidio por la pregunta, ni cruzaré los dedos instintivamente tras mi espalda.
Veinte años después de aquel incidente creo que ha llegado el momento.
El índice y el dedo corazón cansados ya de señalarme, se han dado por vencidos al no encontrar aparentemente en mí, ningún sentimiento de culpa.
Será por eso quizá que un extraño impulso me ha llevado esta mañana a buscar el papel que guardé en aquel callado almanaque, y una vez en mis manos, la hoja se ha desprendido de noviembre anunciando la llegada de un invierno ya caduco. Sin leerla ni mirarla apenas, la he guardado en el bolsillo de mi nueva chaqueta y con ella me dirijo al encuentro de César en la cafetería del hotel Convención, y en la acera de enfrente mientras cruzo la calle O´Donell, lo diviso tras los cristales esbozando su eterna sonrisa al verme y en ese preciso instante, cuando su mirada se encuentra con la mía, libero la pena del bolsillo y la rompo en dos mitades.
Mis dedos aliados ahora con el viento, empuja los trozos a ninguna parte y yo los veo empequeñecerse hasta desaparecer ante nuestros ojos para alejarse completa y definitivamente, de mi vida.

En los fríos días de invierno a menudo después de comer, me iba a trabajar en taxi.

Es extraño que una joven como yo pudiera permitirse un lujo como ese, pensaría cualquiera de ustedes sin falta de razón, a tenor del mísero sueldo que percibía en aquel despacho de la editorial Juridixsa S.A. donde acudía todos los días, mañana y tarde.

La empresa, se dedicaba a la publicación de unos grandes y pesados libros de derecho, cuyo mayor esplendor era el poder intercambiar y sustituir las hojas que iban quedando obsoletas por las nuevas leyes y sentencias recién nacidas, éstas se iban incorporando mediante un sistema de encuadernación de quita y pon, muy peculiar.

Los pesados mamotretos se esgrimían por renombrados abogados con posibles y grandes empresas que incluían entre sus departamentos los jurídicos y procesales. Quizá por lo acotado de su campo y la incorporación de nuevas tecnologías, el sistema había ido perdiendo poco a poco sus años de esplendor y la competencia en el gremio del libro jurídico, irrumpió sin avisar en el mercado, bajo el nombre dela Editorial Dilex.S.A.

Cada vez que yo entraba en mi pequeño despacho destinado a la secretaria, el olor a mueble viejo se posaba sobre mi espalda como un mantón o una pañoleta negra que envejece a quien lo usa. Las fichas amarilleadas de los clientes, permanecían enterradas en los archivos extraíbles de madera y no era insólito que muchos de esos nombres manuscritos en mayúsculas sobre la línea roja de los cartoncillos rayados, anduvieran lejos de los tribunales, descansando entre cipreses.

Mi compañera de mesa era una Remington gris verdosa. Era áspera de tacto y muy espigada, pues se mantenía erguida sobre un soporte de ruedas anexo a mi mesa; con él, me la acercaba al pecho para mecanografiar los pedidos y facturas que se enviarían más tarde ala Central de Barcelona.

La base de patas largas donde se sustentaba la máquina, se calzaba por cuatro ruedas deslizantes que la ayudaban a separarse de mí, cuando molesta y contrariada por haberme equivocado al teclear con mis torpes y lentos dedos, le arreaba un empujón y la pobre salía patinando y diciendo adiós, sacudiendo la hoja blanca que seguía enganchada al rodillo.

Debo reconocer, que siempre he pecado de soberbia y algunas veces demostraba esos necios arrebatos de furia contra el dócil artilugio. Poco le duraba el periplo al aparato, pues al segundo la acogía de nuevo entre mis brazos y con mimo y paciencia, punteaba la errata con un tieso e hirsuto pincelillo de  típex.

Volviendo a mi llegada al trabajo en taxi, debo explicar lo siguiente: De todos es sabido que cuando una madre abnegada siente frío en algún momento de su vida, inmediatamente se presta a tapar a su descendencia con algo más de ropa, una rebeca, un gorro o incluso una manta zamorana aunque al pequeño se le vea feliz de su temperatura corporal o incluso sude levemente; por la misma regla de tres, cuando mi madre acababa agotada después de una dura mañana doméstica y se disponía a saborear una taza de café después de comer mientras veía una novela, yo me lanzaba a coger lánguidamente mi bolso para volver de nuevo a la oficina por la tarde y con ojos mustios y apesadumbrados, —pues siempre se me dieron bien esas actuaciones lastimeras—  le daba un beso en la mejilla e inhalaba el olor de su café exageradamente, como si fuera la más excelsa de las ambrosías, mientras murmuraba:

—Estoy helada mamá, que bien me vendría algo calentito, pero he de irme a trabajar, se me está haciendo tarde y voy a perder el autobús.

Entonces mi madre, siempre y cuando no anduviera cercano el fin de mes, solía decirme:

—Anda Raquelita, ve al cajón del aparador, coge mi monedero, saca veinte duros y agarra un taxi, así podrás quedarte media hora más.

Al volver del desfalco doméstico, una nueva taza al lado de la suya esperaba a ser paladeada en mi boca.

Siempre odié la jornada partida, o mejor debería decir que odié la jornada partida y la jornada entera. ¡Basta de eufemismos! odiaba trabajar, en aquella oscura oficina polvorienta.

Una tarde en la que yo acababa de recuperar mi máquina después de haberla  mandado a paseo, mi jefe me llamó a su despacho.

Una moqueta que en su día fue de un azul chillón sin mácula cubría todo el suelo; ahora, se veía apagada de tono pidiendo a gritos la caricia  amable de una aspiradora.

La luz de la calle Hermosilla debía entrar a raudales por el gran ventanal que presidía la oficina del director, sin embargo ésta encontraba la oposición constante de unas opacas persianas abatidas. Nunca supe el motivo de aquella tenaz penumbra, pero el Sr. Montoro, mi jefe, de nombre Graciliano, prefería la sombra débil como asidua compañera de  su amplio despacho.

¡Cuánto hubiéramos ofrecido las dos, por tener aquella iluminación!, pues mi Remington y yo solo gozábamos de la  tenue claridad que resbalaba por un patio interior tras esquivar los siete pisos que soportábamos encima. La luz se colaba por una lumbrera situada  a mi espalda con los vidrios constantemente despejados de cortinas.

La delegación formaba parte de un inmueble de vecinos anunciado en su día para ser alquilado como vivienda de dos dormitorios, magnífico salón con vistas a la distinguida y elegante calle Hermosilla, cocina y baño.

La segunda habitación-despacho no era ni más grande ni más luminosa que la mía y estaba decorada de manera austera por una mesa con su correspondiente silla destartalada y coja, una librería con las baldas combadas por el peso de libros en mal estado preparados para ser devueltos ala Centraly dos cuadros con motivos de flores secas aplastadas contra su cristal.

En la cocina convertida en almacén de leyes, se apilaban grandes ejemplares polvorientos encuadernados en lujo y símil piel como corresponde a la seriedad de la jurisprudencia. Los lomos iban redondeados y reforzados con esterilla y filigranas grabadas a fuego.

Uno de esos días, en los que el silencio reinaba en la oficina, de manera solemne como de costumbre —pues nunca gozamos de hilo musical— el Sr. Montoro me llamó a viva voz desde su despacho:

— ¡Raquel, venga usted un momento! — él jamás utilizaba el interfono que tenía sobre el escritorio a todas luces innecesario dado los metros del gabinete.

Recogí la libretilla sobre mi mesa y tras dar dos golpes en su puerta entreabierta, pasé dispuesta a escuchar y escribir lo que tuviera a bien dictarme.

No sabría decir si Don Graciliano se alegraba o no de la noticia que acababan de comunicarle desde Barcelona y de la que me iba a hace partícipe en ese instante. Es posible que por su cabeza calva y reluciente discurriera la idea de que dadas las pérdidas de facturación en nuestra reducida sucursal, sería aniquilado, despedido y sustituido por el nuevo fichaje, a la sazón, un recién graduado que iba a venir dispuesto a remontar las ventas en el sector.

El joven en cuestión que viajaría de Barcelona  a Madrid era, —según me dijo un Don Graciliano compungido—, sobrino del Sr. Sordina, mandamás catalán con el que yo hablaba habitualmente por teléfono en ausencia de mi superior, pero al que nunca había llegado a conocer en persona, pues se prodigaba más que poco, por los madriles.

Al nuevo trabajador posible hacedor de pedidos sustanciosos, había que tratarlo bien por parentesco y sabiduría.

Licenciado en Derecho porla Pompeu Fabrade Barcelona, su tío consideró que le vendría bien conocer cómo y de qué manera se desenvolvían sus futuros camaradas, amén de espiar e investigar a la competencia de la capital. Se le adjudicaría el otro despacho contiguo al mío, el de las flores espachurradas en la pared que hasta el momento permanecía vacío.

Un día sin previo aviso, en el que yo sesteaba a eso de las cuatro, apoyada la cabeza sobre mi compañera de hierro patilarga, sonó el timbre de la puerta, mi jefe no debía esperar  visita alguna, pues se encontraba en un pueblo del norte de Madrid tras la firma en una hoja de pedido de un cliente en potencia, éste no era otro que un letrado novel, que buscaba asesoramiento escrito y decoración para su recién estrenada consultoría.

Me desperecé rápidamente, empujé con suavidad mi férrea almohada y me dispuse a abrir. Tras la puerta un jovenzuelo protegido del frío por un grueso anorak rojo y una bufanda de ochos perfectos, sonrió al verme  y  soltó.

— ¡Hola, soy Jordi!, tú debes ser Raquel ¿me equivoco o he adivinado?

— No, no te equivocas.

Has dado de pleno chaval —pensé despectivamente— no tengo cara de Graciliano y aquí no hay más gente.

Tanta jovialidad por su parte me resultó excesiva, sin embargo contesté un tímido sí, extendí mi mano y me dio dos besos.

Su aspecto distaba mucho de ser un leguleyo repeinado recién salido de la facultad y dispuesto a defender causas perdidas. Algo destartalado y flaco cuando se quitó el grueso abrigo,  se quedó en un tirillas gafapastas, que me sedujo al instante, no de una forma amorosa, no se crean ustedes no, eso solo pasa en la películas blanquinegras; me cautivó su vivacidad de contraste en el pequeño cosmos de rancio abolengo que nos rodeaba y en el que yo, iba soportando sin darme cuenta, el peso de aquella invisible pañoleta negra que ya les he mencionado.

A partir de la llegada del enchufado aprendiz de picapleitos, la sociedad limitada que formábamos la señorita Remington y yo, se amplió con la nueva incorporación ya que resultó ser un magnífico compañero y aunque el recién nacido triunvirato no aumentó de manera considerable la facturación mensual, ni la penumbra en el despacho del Sr. Guevara dejó de ser crónica, y mi máquina de escribir seguía yendo y viniendo de un lado a otro del despacho de vez en cuando, los jefazos de Barcelona, se tomaron más interés en recuperar aquella pequeña sucursal.

Renovaron la vetusta decoración del piso, se anunciaron en periódicos del gremio, contrataron a una dicharachera empleada de la limpieza que desempolvó el azul chillón del suelo canturreando pasodobles y hasta trajeron una reluciente y manejable Olivetti eléctrica que gustosamente abandoné en la mesa del despacho floreado, contiguo al mío, para quien pudiera necesitarla.

Quién sí notó un pequeño aumento en los ingresos con la llegada de Jordi, fue mi madre; a partir de aquel día dejé de protestar veladamente por el trabajo vespertino y salía directa como una flecha con mi bolso en volandas después de comer.

En una pequeña cafetería situada al lado de la editorial, Jordi mi nuevo compinche me esperaba todas las tarde envuelto en aromas de café antes de subir a trabajar y allí, en la oficina, recomponíamos nuestra  jornada partida después de señalar en los periódicos las ofertas en pisos de alquiler, para poder estar juntos el día y la noche completa, pues aunque me cueste admitirlo debo reconocer, que lo nuestro sí que fue, amor a primera vista.

Hoy he vuelto a despertarme inquieta, manoteando el aire que me rodea y que me pertenece solo a mí. Las mismas ensoñaciones una y otra vez. En ellas, me siento resbalar desde lo alto de una torre enrejada, oxidada, descascarillada y mellada. Caigo y me hundo en el vacío durante horas, envuelta en negruras inciertas a las que intento esquivar, volteo y giro sobre mi misma intentando tocar el suelo. Cuando al fin atisbo algo de luz y presiento que el firme está cerca, planto mi pie derecho sobre las losas agrisadas de cemento y  en el mismo sueño, siento cómo me despierto descubriéndome llena de arañazos y cardenales, sin embargo en realidad, sigo dormida. Un sueño, dentro de otro sueño.

Otras veces me hallo desnuda paseando en mitad de una plaza enorme rodeada de palomas sucias que me ofrecen sus escasas migas de pan. Los transeúntes curiosamente casi idénticos, de frente despejada y cabellos canos y rizados, gritan a mi paso: ¡Victoria, victoria! señalándome con el dedo y yo me río llorando mientras agito los brazos y piso con furia las pizcas de pan. Así es como espanto a las mugrientas tórtolas y a todos los allí presentes que incómodos, arrugan el ceño de sien a sien.

A todos ahuyento con mis braceos, a todos; menos a uno.

Sueños al fin y al cabo que no dicen nada, luego de ser inmortal o de mostrarte en cueros al mundo, te despiertas, te levantas y haces tu vida como si nada hubiera pasado.

A las ocho, me dirigí al ambulatorio a trabajar como todos los días y en la consulta, mientras atendía a una paciente con distonía severa, a la que el calor de la lámpara de infrarrojos la mantenía tranquila, ojeando con parsimonia, las hojas sobadas de una revista médica atrasada, atendí una llamada de mi madre:

– Mañana no trabajas ¿verdad Vicki?
– No, aquí también es fiesta, contesté.
– Ya, ya, por eso, hija.

Mi madre tenía por costumbre preguntar cosas que ya sabía.

– Nena, te llamo porque quiero que mañana te pases por casa, podríamos comer juntas, charlábamos y de paso te mostraba algo importante. Te tengo reservada una gran sorpresa.

– ¿Una sorpresa y grande? —respondí— madre, sabes que odio las sorpresas que tú llamas “sorpresa”.

– Esta es distinta, muy distinta. Hace mucho, muchísimo tiempo que no os veis. ¡Uy! —dijo contrariada por lo que podría haber sido un desafortunado desliz con el que yo descubriera una ración de asombro.

Pero no, ¡qué va! Que no os engañe a vosotros también. Contrariamente a lo que podría parecer, supe enseguida que no había sido un inocente descuido, Amelia, era más lista de lo que aparentaba y utilizaba su semblante dulce, cándido, aparentemente inofensivo y despistado tan innato en ella, para llevarnos a todos por el lugar donde quería. Seguro que había maquinado dejar escapar ese aparente lápsus, para ponerme sobre aviso. Ella jamás daba una puntada sin hilo e incluso se diría que remataba la hebra con gruesos, sólidos y enmarañados nudos que a mí ya, no me pasaban desapercibidos.

Seguro que aquella sorpresa consistía en presentarme a alguien. Quizá el hijo de alguna amiga o alguna vecina  con quien “sentar la cabeza”, como tantas veces me decía.

– ¿Dónde están esos hoyuelos que te moldeé en las mejillas? ¿Dónde? —solía preguntarme mamá cuando los pretendientes volaban y mis labios prietos se resistían a sonreír aguardando nuevos besos donde poder agarrarse.

A veces yo misma me preguntaba por qué los hombres que se instalaban en mi vida tras un tiempo de convivencia, pasaban de ser fijos, a fijos-discontinuos y tras una  temporada de subidas y bajadas, los metía en el cestillo imaginario de un globo, les soltaba el cable de amarre y los veía ascender despacio entre las nubes, sacudiendo cariacontecidos un pañuelo de despedida.

– …Y cuando vengas, —continuaba a través del teléfono en la consulta—, no te olvides de traerme el insecticida ese que dices es estupendo para mantener a raya la polilla africana, este año está haciendo estragos entre las gitanillas del jardín y apenas consigo espantarlas con el…

– Sí, mamá. Sí, no me olvido.

Siempre hacía lo mismo, cuando daba por hecho que lo que acababa de decir me volvería recelosa, cambiaba de tema y mudaba a otro asunto más trivial, tras correr donde quería ella, un tupido velo.

– ¡Hemos tenido una Victoria!, gritó mi padre a los cuatro vientos anunciando mi llegada al mundo por la ventana del hospital. Es pequeñita, —decía— y llora como una condenada. ¡Vaya genio! lleva menos de una hora en este mundo y ya parece que le ha hecho la boca un fraile. ¡Mira que luna Amelia! —le decía a mi madre dolorida aún por los entuertos. Llena, nena. ¡Llena! ¡Luna llena!, esta niña tendrá mucha suerte eso sí que es un buen augurio.

– ¿Sí?, ¿buen augurio?, preguntaba mi madre inocentemente crédula desde la cama colocándose los almohadones.

– Claro ¡Por supuesto! —contestaba él con una seguridad irrevocable, sentenciando lo que se acababa de inventar, en ese preciso instante.

Así me recibieron un cinco de marzo del mismo año, en el que se dice,  dos astronautas pisotearon la luna por primera vez.

Como ya saben, me llamo Victoria y muy a mi pesar este nombre con el que mis padres tuvieron a bien bautizarme, no ha servido para que me laurearan ni una sola vez. Ni una ventaja, ni una leve superioridad en las múltiples competiciones de la vida en las que he participado queriendo o sin darme cuenta. Mis derrotas esenciales, se han ido sucediendo en cada una de las confrontaciones en las que me he inscrito. En mi casa no encontraréis ni una copa de trofeo, ni una sola medalla colgada de una cinta abanderada.

Por satisfacer a mi madre, a la mañana siguiente después de su llamada, me dirigí a la casa donde vivimos las dos tantos años. No había podido sonsacarle ni una sola pista más, sobre la sorpresa que me iba a propinar.

Mi madre está sola desde que yo vivo en la ciudad, pues una noche tormentosa de luna nueva en enero, mi padre se inventó que ya no la quería y salió sin paraguas cruzando el jardín para amancebarse con una muchacha ecuatoriana, poquita cosa, —según me contaron— de larga melena azabache y una reluciente sonrisa blanca que le ocupaba gran parte del rostro. Desde entonces yo, su Victoria, no lo he vuelto a ver.

– El amor marital está sobreestimado, solía decir mamá después de aquello, y aunque me miraba a mí fijamente mientras hablaba, más tarde comprendí, que no era consciente de que pensaba en alto, ni de que yo, un cachorro todavía sin pliegues en la piel, la escuchaba atentamente para no entender ni una sola palabra de lo que decía.

– Además,—continuaba—, no estamos tan mal solas, ¿verdad? —preguntaba sin esperar respuesta.

Amelia, mi madre, nunca pareció una mujer despechada por el gran cisma familiar, ni le observé jamás un ápice de rencor hacia él, eso me llevó a dudar más adelante quién sería de los dos, el que se alejó primero. Nunca pude superar el abandono físico de mi padre, ni la negligencia de ella por retenerlo a nuestro lado. Aún hoy, sigo custodiando en mi corazón, todo el rencor que soy capaz de soportar.

Crucé la cancela y atravesé el pequeño jardín repleto de geranios con el insecticida en la mano. El timbre de la puerta se dejó hundir dócilmente y con la otra mano repiqueteé con el rojo de mis uñas sobre la madera, como había hecho siempre. Esperé unos segundos. Tras de mí, sobre los pétalos tintados de las flores, las mariposas revoloteaban como hojas a merced de un viento inexistente, erráticas, presumiendo de los colores con los que la naturaleza las había dotado y victoriosas ante el resto de los insectos menos afortunados.

– ¡Cierra los ojos Vicki!, no mires, que ya abro —contestó mamá desde dentro— y yo, situada al otro lado como de costumbre,  empecé en ese momento, a temer su sorpresa.

Muchas veces había imaginado el reencuentro con mi padre y fantaseaba escenas familiares, convencionales. Yo corría derecha a sus brazos y volvía a sentir el cobijo que me entregó de niña. Sin embargo, cuando la puerta se abrió y ante mi vista se presentó aquel hombre viejo, con los ojos del mismo verde que los míos, me quedé paralizada, petrificada e inerte. Mi padre envejecido sin piedad, me miraba embelesado y bobalicón mientras decía en un susurro, Victoria, Victoria.

Nada sabía de mí aquel hombre disfrazado de padre. Creyó que solo con aparecer en el terreno de juego, ataviado de sentimientos para la ocasión, había ganado la partida.

Me di media vuelta sin mover los labios y crucé de nuevo el jardín, en él, las orugas aladas continuaban con su juego altanero y yo sin prestarles atención me fui yendo despacio, ralentizada por el miedo y luchando contra un viento imaginario que refrescaba mi corazón y me empujaba de nuevo hacia la puerta, donde aquellos dos: madre y  padre de mentira, voceaban, Victoria, ven, no te vayas así, ¡Victoria! ¡Hemos vuelto!

Dicen que soy fría e hiriente como un carámbano afilado, que guardo tanto rencor arraigado en mí que nunca podré vivir en paz. Yo no perdono. Jamás les voy a perdonar, pues cuando me abandonaron cada uno a su manera, se llevaron toda la suerte que me auguraron aquel mismo día de luna llena, cuando mi madre todavía se aguantaba los entuertos y yo tenía recién cincelados, los hoyuelos en mis mejillas.

El día había amanecido cubierto y un aguacero vehemente corría por los cristales; las gotas de lluvia crecidas por el hacinamiento del agua sobre el vidrio, salían despavoridas hacia la meta que no era otra, que el marco descascarillado de una de las ventanas polvorientas de la antigua academia.

La clase en silencio, recogía una veintena de chavales sentados de dos en dos y a veces de tres en tres, cuando alguno de los libros olvidados en casa, forzaba a ligar tríos de apretados adolescentes en el mismo pupitre para leer juntos un único ejemplar. Niños aburridos de las clases ordinarias y obligados a acudir mansamente a un centro de recuperación incluso en vacaciones.

Al maestro, un decrépito y despistado educador a punto de jubilarse, poco le importaba a estas alturas lo que ocurría en lo que el llamaba su convento.

A las tres y media de la tarde con la digestión en pleno apogeo, la somnolencia de don Toribio se presentaba como todos los días a la misma hora. Los chiquillos a la espera del espabilamiento y durante el sopor cotidiano del profesor, comenzaban a distraerse con jueguecillos sosegados sin hacer ruido, malo sería que despertaran al espíritu docente de Toribio y les obligara a abrir el libro de matemáticas por la página tal ó cual.

Las mesas en madera y melamina verde, atravesadas por antiguas cicatrices y arañazos hechos a plumilla o a bolígrafo con saña, eran el lugar perfecto para comenzar con el suplicio del muñeco.

Cinco líneas. Solo cinco líneas eran necesarias para improvisar un sencillo cadalso que enganchara al monigote de lápiz en la horca. Un mocoso poco hábil se convertiría en verdugo y aniquilaría sin piedad al humano pintarrajo. Poco a poco, trazo a trazo sobre el patíbulo, esperaría a ser ajusticiado con disimulada resignación.

Aquella tarde lluviosa de diciembre podría ser distinta, el chaval que jugaba parecía avispado, quizá esta vez sería indultado a falta de alguna pierna o algún brazo y el linchamiento sería aplazado a otra palabra de tardes aburridas.

-¿Quién puede tener piedad de un monigote tan simple de seis trazos? ¿Quién? —se preguntaba una y otra vez el flaco dibujo— y agonizante de terror con la soga a punto de ser apretada en su cuello esperaba ser arrastrado, borrado, aniquilado tan sólo por una sucia huella dactilar.

El muñeco era patético por exiguo, resentido, decaído de ánimo, desconfiado de la vida y pesaroso del bien ajeno pues albergaba un sentimiento bien arraigado de envidia y mezquindad hacia otros dibujos realizados con esmero en las esquinas de los pupitres y que permanecían expuestos durante días o incluso semanas, gozando de aquella extraña vida ilustrada sobre el verde de los escritorios: Caricaturas satíricas de viejos profesores, corazones atravesados de flechas, falos enhiestos mirando al cielo o simples cubos geométricos sombreados a seis caras.

En aquella existencia extraña, incomprensible para el racional sentido humano, créanme que se iba desarrollando vertiginosamente en el personaje, un sentimiento exacerbado de ruindad y vileza por la dificultad de dirigir su mirada de odio a otro ser más insignificante que él, pues a nadie hallaba a su alrededor que fuera más patético y calamitoso que su propia estampa.

Sin embargo por fin, había llegado el día, el gran día; el que llevaba esperando desde hacía meses, años incluso. Jamás habría otro tan propicio como aquel lluvioso, encapotado y tormentoso veintiocho de diciembre.

En la clase, los niños ajenos a todo lo que no fuera más allá de entretenerse a la hora del reposo del tutor, continuaban con el simple juego de palabras.

Fuera, en la calzada de gruesos adoquines negros, la lluvia convertía el empedrado en pequeñas islas cuadriformes rodeadas por estrechos riachuelos y el pintarrajo enardecido por lo que él barruntaba como evidente, se reía presintiendo el colofón del nuevo engendro que colgaba de la espalda de don Toribio.

—Lo matarán —pensaba— él también morirá como yo y nadie podrá evitarlo, formas de morir solo es eso, otra forma de morir.

Entretenido el rayado muñeco en el mal ajeno apenas oía errar a los niños; cuando de pronto, encarnado ya por dos brazos y una pierna, comenzó a presagiar su final y a pesar de todo, sonrió. Sonrió con ironía pues esta vez no se iría solo. Otro condenado monigote robusto nacido en papel y de su misma complexión, pendía en la espalda del profesor a través de un fino alfiler de costura.

El malicioso dibujo ahora se carcajeaba sin piedad imaginando a la figura de prensa acarreada por el inocente Toribio. Seguro que el viento la desprendería con facilidad y el personaje liviano se daría de bruces en la calzada irregular y allí, pateado, sucio y maltrecho de pisadas anónimas, hallaría su final. Otro trágico y cruel final.

Apenas dos segundos después, la risa sardónica del garabato vaticinando el adiós del recorte, desapareció con el restregón de un dedo manchado de grafito y sólo se oyó la voz queda de uno de los niños que le decía a su compañero:

-¡Z-A-H-O-R-Í! ¡Tonto!, era zahorí. Ésta me la apunto yo.

La tarde aún chorreaba, cuando el timbre despertó al tutor y anunció el fin del juego. Los libros se recogieron y el maestro salió a la calle escoltado por el ligero guardián. Toribio se subió el cuello de la gabardina y acoplándose el sombrero a su cabeza, maldijo lo desapacible e inclemente del día, mientras los dos muñecos uno de carne y otro de papel se envolvían de gotas y se calaban hasta los huesos.