Archive for mayo, 2013


No he de negar que pudiera parecer ahora exagerado, sin embargo, si hubieran contemplado mi nefasta adolescencia por un boquete, entenderían el porqué del retraimiento que arrastré hasta alcanzar la mayoría de edad. En la familia Santaolaya, es decir la mía, aquel rasgo inherente en todos nosotros debía ser motivo de orgullo y nadie hubo insinuado jamás que el atributo facial heredado, no era del agrado de su dueño. Por eso, cuando les comuniqué mi intención -aprovechando que estábamos celebrando la primera comunión de mi prima Mirta, y habiendo llegado ya a los postres tras algunas de esas bebidas espiritosas que relajan el ambiente-, me miraron; se miraron los unos a los otros y comenzaron a hacer las preguntas que me temía. Llevaba preparadas algunas de las respuestas no fuera a ser que, por mi tendencia a la improvisación, metiera la pata y pudiese herir la autoestima de alguien.

Todos sabéis, empecé diciendo, que lo que más deseo en este mundo es: ser actor. Interpretar dramatismos, salir al escenario cegado por los focos, oír a los espectadores aplaudiendo hasta enrojecerse las palmas de sus manos. Que me reconozcan por la calle, firmar autógrafos ininteligibles y sentir ese hormigueo que…

Como era de esperar, en este punto de mi discurso, mi tía Carmen que -por suerte para ella-, había salido a su madre, tuvo que intervenir con la gracia aquella de: “Pues si lo que quieres es que te reconozcan, no deberías…”

En tallas. Así era como podríamos clasificar nuestras narices. El apéndice sobresalía como una montaña erguida en mitad de la cara, de la mía y prácticamente de todos los allí presentes. Una nariz prominente que endurecía y marginaba cualquier otro rasgo facial que anduviese en derredor. De nada me servía disfrutar de ojos verdes, ni de unos labios remarcados que, al sonreír seductoramente destapaban dientes similares a perlas como diría un poeta poco original.  No, lo que había entre mi frente y mi boca, era un rasgo santaolaya-gueño que no me proporcionaba fuera de allí, rodeado de parientes, nada más que problemas y desesperación. Cuántas veces tuve que oír el nombre de Pinocho, esa mentirosa marioneta de palo a mis espaldas y esas risas maliciosas cuando estornudaba persistentemente a consecuencia de mi alergia a las gramíneas primaverales. Pasados los años, me río de mí mismo cuando por las mañanas al despertarme me noto algo anquilosado y jocosamente pienso: “Aún sin las napias, pareces de madera Pascualet”.

Como iba diciendo, nada ni nadie podían revocar mi decisión y sin escuchar las críticas y el debate posterior ya que la decisión estaba tomada en firme, pasé a la acción.

Al día siguiente me puse en contacto con una eminencia en cuestión de operaciones estéticas recomendada por una amiga a la que las orejas, le habían jugado también una mala faena rehuyendo estas la cercanía del cráneo. Unas vez empujadas a su sitio por este doctor y bajo anestesia local, no tenían sus pacientes más que, palabras de elogio para el tal Dr. Perales, y a ese especialista en cirugía plástica me encaminé una vez reunidos el montante de la operación y la edad suficiente para no tener que contar con nadie más que,  mi conciencia.

El tiempo pasa rápido y mi familia -que no es rencorosa-, olvidado el primer impacto al conocer mi osadía, admitió el cambio en mi fisionomía sin más regaños y al poco estábamos todos alegres, reunidos de nuevo celebrando el bautizo de un nuevo vástago.

He de decir que para mi sorpresa, el cambio de semblante me proporcionó unas cualidades con las que no había contado y aunque pudieran parecer extrañas son tan ciertas como que me apellido Santaolaya, y estas no son otras que, el aumento fabuloso de los estímulos sensoriales adquiridos a través del oído, la vista, el gusto y el tacto, e incluso diríase que también del sentido del equilibrio.

Podía palpar y advertir cualquier cosa, hasta lo más efímero, lo más fugaz. Un día al doblar una esquina, pude explorar detenidamente mi propia sombra tocándola con las manos. La vista se me agudizó hasta el extremo de poder distinguir a lo lejos las agujas en los pajares y los tréboles de cuatro hojas ocultos en la inmensidad de los prados verdes, con solo echar una ojeada. Una mañana tumbado al sol, observando la estela dejada entre las nubes por un avión de la compañía Air Armenia, pude oí nítidamente la conversación sostenida entre el piloto y su azafata, no la reproduciré por respeto a su intimidad pero créanme que no les miento.

El olfato, ahora extremadamente sensible, me produjo algún que otro inconveniente como es lógico pero esto quedó compensado con algunos otros maravillosos que percibía desde la distancia: el aroma a madera desprendida por los lápices de colores en las escuelas, la esencia de los tomates reverdecidos y enganchados aún en sus matas o el perfume de los limoneros cultivados en Sicilia me llegaban en todo su esplendor cuando paseaba tranquilo por las cornisas de los edificios más altos, sin el más mínimo vestigio de vértigo.

A pesar de mis nuevas facultades, yo seguía yendo en pos de mi sueño y una mañana me enteré de que, la nueva compañía de teatro “Orvallo” buscaba protagonista para interpretar al personaje principal de la obra del dramaturgo francés Edmond Rostand próxima a representarse en la ciudad y hacia allí me encaminé. Cuánto hubiera dado por meterme en la piel de ese personaje heroico, de ese poeta derrochador de orgullo y sentimiento como era Cyrano de Bergerac; sin embargo pese a mi gran desilusión mantuve la compostura al oír al asistente de dirección comunicarme con voz profunda y sin impostar que sintiéndolo mucho, me rechazaba porque no daba el perfil.

Fabián Figueroa abrió los ojos de golpe, casi podría jurar que alguien lo había zarandeado mientras dormía. Al lado Bárbara, su mujer, se mantenía en la misma posición en la que se había acostado. Enroscada sobre sí misma, encogida, con las manos muy juntas empuñadas bajo la barbilla a modo de rezo y las piernas flexionadas en posición fetal. Así era ella, a veces desvalida y frágil como una no nacida y a veces una boxeadora a punto de soltar una derecha certera.

Miró a un lado y a otro nervioso y encendió la luz, no vio a nadie. Un frío extraño se había instalado en sus huesos y con desesperación comprobó la imposibilidad de respirar a pesar de abrir la boca con ansia como pez fuera del agua. El aire se negaba a traspasar la faringe, un sonido gutural era emitido desde la garganta y sus movimientos esperpénticos sacudiendo los brazos habrían despertado a cualquiera que estuviera cerca de él. No así a su mujer, que acostumbraba a dormir con una buena dosis de somníferos.

Pasados unos segundos que parecieran eternos, la glotis contraída espasmódicamente empezó a relajarse, el aire poco a poco entró por el lugar que le correspondía y el hombre, comenzó de nuevo a respirar.

¿Qué le había pasado? ¿Habría sido un aviso? ¿Era esta una de las maneras de encontrarse frente a la muerte? Se quedó despierto toda la noche ante la imposibilidad de recuperar el sueño de nuevo. A la mañana siguiente decidió no hablar con nadie de aquella experiencia y la incertidumbre de que algo así volviera a sucederle sin que una mano invisible lo zarandease y despertase, fue creándole tal inseguridad que acabó convencido de que aquel podría ser el último día de su vida.

¿Qué hacer? ¿Quién iba a creerle?, cómo explicar que había sentido el aviso ¿Cómo aprovechar las horas que le restaban de vida? Salir a la calle a correr hasta la extenuación como si se huyera de la misma muerte, o quedarse quieto en un sillón esperando recibir de las manos huesudas de la parca el billete de ida, o quizá esconderse entre el gentío de una calle peatonal para intentar esquivar la guadaña o plantarle cara con arrepentimiento, lamentos y súplicas, chantajes y excusas.

¿Debería expiar con sacrificios sus culpas?, desnudarse ante los errores cometidos a lo largo de su vida, afligirse para  aminorar el supuesto castigo del más allá. O enfrentarse al último día de su “más acá” contando el secreto.

La mañana llegó ajena, la luz tímida entraba a través de la rejilla de la persiana y proyectaba sobre la pared de enfrente desprovista de adornos, unos pequeños círculos blancos deformes. La decoración mínima de la casa, permitía que el aire se pasease por todos los rincones sin apenas estorbos. Los utensilios propios de un hogar corriente, se mantenían parapetados tras las puertas de armarios, cajones o alacenas y los expuestos gozaban de un espacio tal, que para sí lo quisieran los apiñados cachivaches de un cajón de sastre. En aquella casa hasta los sentimientos se mantenían escondidos.

Qué estúpido soy –pensó recordando el incidente de la noche a plena  luz del día-, pudo ser una mala digestión, una apnea prolongada, el resuello bronco de un ronquido más largo de lo normal o un maldito sueño. Giró la cabeza y su compañera inmóvil continuaba en la misma postura.

La colcha resbaladiza permanecía arremolinada en el suelo. Se incorporó para recogerla y se tapó. Poco abrigo el frío hilo de esta seda para dormir con la ventana abierta –se dijo. Cogió la colcha, arropó también a su mujer y se quedó observándola un rato. Cuánto hubiera dado porque le hubiera dejado entrar alguna vez en su cabeza, haberle revuelto los pensamientos, desenmarañárselos a su manera, a la de él, y hacerlos más metódicos, menos anárquicos, más coherentes. Alinearlos, colocarlos por orden, eliminar esos que no le gustaban y así probablemente, algún día, podría llegar a entenderle. Difícil tarea por trabajosa e imposible. Seguro que siempre había sospechado algo, se lo notaba en su mirada, en ese rostro apacible que jamás reflejaba inquietud y que nunca le exigió nada. Por eso nada preguntó ella al anunciarle uno de sus continuos viajes por cuestiones de trabajo.

Demasiada dependencia tendrás ahora -decían sus amigos-, cuando les contó lo de Elisa. Y puede que tuvieran razón. Ahora ya no era la amante perfecta ¿O sí? Esa supuesta imperfección no era otra sino su pura existencia y le atraía ferozmente obligándole a renunciar a su capacidad de decidir. Elisa era menuda, lánguida de mirada y sonrisa difícil. El pelo muy corto y rizado le redondeaba la cara, y en ella resaltaban unos ojos extrañamente cobrizos. De pocas palabras y gran talento amatorio, le confesó un día que una de sus quimeras, era desarrollar la capacidad de dejar de existir en cualquier momento contando hasta cuatro mientras ponía un dedo en su ombligo como si se apagara con un interruptor: Uno, dos, tres, ¡cuatro! Y la nada.

-¿Por qué hasta cuatro? Siempre se cuenta hasta tres –le recordó intentando estar serio ante la ingenua pregunta que le acababa de formular.

-Me gusta que sea así, hasta cuatro –dijo ella-¿Qué tiene de malo?-, y se quedaba callada mirándole fijamente; sabía que no iba a replicar a una pregunta tan boba como esa. Ella contaría hasta cuatro o hasta veinte o hasta donde quisiera.

Fabián se fue envolviendo en su voz  y en su risa como un gusano en su propia crisálida. Lo que al principio asomaba tímidamente como una mueca en sus labios, fue convirtiéndose en una expresión alegre, una media luna sonrosada que él no podía, ni quería, dejar de besar.

-Es demasiado joven para ti, Fabián, esa sabe demasiado, no te dejes embaucar.

Pura envidia la de mis amigos.

Mi madre nos vio por casualidad un día besándonos en una café. Casi podría jurar que cada uno se apretó su ombligo por debajo de la mesa, pero el milagro no apareció, ni a la de tres, ni a la de cuatro y los dos seguimos allí con toda nuestra humanidad. No tuve más remedio que presentársela y admitir lo evidente, nunca debí hacerlo.

-¿Veinte años?, Fabián ¿tú estás mal de la cabeza?, si casi podría ser tu hija -me dijo exagerando cuando me llamó a casa-. ¿Y Bárbara, sabe algo? ¡Deja a esa chiquilla ahora mismo! -ordenó como si yo aún tuviera doce años.

Mi madre es una matemática jubilada y cree conocer todas las incógnitas que se me presentan de antemano; jamás deja que yo resuelva mis propias ecuaciones porque sabe que solo, nunca pasaría uno de sus exámenes.

 “Esa chica” como la llamaban para referirse a Elisa, pasó a ser la comidilla familiar cuando mi mujer no estaba delante. Pobre Bárbara- decían-.

-¿Cuántos años dices que tiene, hermana? Preséntamela sobrino- y guiña un ojo a cualquiera que coincida con su mirada.

Mi tío Sebastián no está soltero aunque lo parezca y demuestra un deseo desmesurado  cuando se trata de conocer a toda fémina viviente. Mi tía Mari, su mujer,  no se ofende cuando le oye y sonríe tímidamente.

……………

Ahora estás aquí Bárbara –me digo a mi misma-, rodeada de gente que no se creen que sabes lo que sabes. Después de escuchar una y otra vez la sucesión de frases repetidas e idénticas y de dejarme abrazar y besar por tantos acompañantes de sentimientos, por fin me quedo sola en esta antecámara, pieza macabra que acoge fríos cuerpos embalsamados.

-Lo sentimos mucho Bárbara -dicen al oido-, qué desgracia algo tan repentino, siempre se van los mejores, si algo podemos hacer no dudes en llamarnos, sabes que Fabián era como un hermano o más para nosotros.

Tuve que mentir a los últimos familiares y amigos que querían seguir escoltándome asegurándoles que yo también me iba a descansar a casa. Disimulé como pude y al rato volví de nuevo al tanatorio; por fin me había quedado sola. Únicamente él y yo.

-Siempre desee saberlo de tus labios Fabián-, eso fue lo único que le dije al muerto.

…………..

A sesenta kilómetros de allí, el mismo sol entraba a saltos por el gran ventanal escondiéndose a ratos tras las nubes. El polvo bailoteaba disperso en los haces luminosos que proyectaban los agujerillos de la persiana a modo de rayos divinos y Elisa, absorta, observaba las efímeras partículas envidiando el libre albedrío, la pequeñez, y la libertad de las motas.

La joven se disponía a hacer su cama como todos los días. Sacudir, remeter, doblar y colocar los cojines; muchos cojines, de todas las formas, de todos los colores. Meticulosamente dispuestos encima del lecho, cada uno en su puesto. Por la noche al acostarse los recolectaba bajo el brazo como si fueran unos extraños y agigantados frutos y los depositaba en el suelo amontonados en cuatro columnas deformes y temblequeantes que parecían desplomarse cada vez que respiraba prolongadamente como en un suave suspiro. Siempre la misma ceremonia, siempre un leve gemido, casi siempre sola.

Después se llegaba hasta la habitación del hijo, el pequeño Natael, y le besaba dulcemente las plantas de los pies pequeños, y el niño los retiraba sonriente mientras comenzaba a desperezarse.

Dos horas más tarde de ese mismo día, el pequeño correteaba por los angostos pasillos entre las sepulturas del cementerio sorteando los obstáculos y de vez en cuando, se escondía unos segundos tras los mármoles enhiestos intentando  llamar la atención y que alguien de los allí presentes no muy lejos de su madre jugara con él. El musgo y el olvido envejecían las piedras del camposanto y en algunas era imposible leer a quién pertenecía cada losa.

Pocas ocasiones había como aquella, para reunir a toda la familia del difunto Fabián Figueroa. Era una tarde calurosa de septiembre. Las florecillas silvestres que bordeaban los pasillos situados entre los panteones suntuosos, aparecían como diminutas e insignificantes adornos frente a los vistosos floripondios polvorientos y rebrotados perennemente que mal hermoseaban algunos  jarrones de alabastro.

Elisa reprendió al crío sin firmeza y sudoroso, el pequeño, siguió retando con pícaras miradas  y  gritos de: “a que no me pillas”. Tres años recién cumplidos le otorgaban el poder de mantenerse al margen de cualquier tristeza, pues ignoraba que jamás, volvería a ver a su padre.

Tres días antes del sepelio, Bárbara y Fabián salían al jardín a tomar una copa; Fabián preparó un refrescante Bombay Sapphire de ginebra y acurrucados melosamente en el balancín naranja de dos plazas, arrullados por el sonido intermitente de un aspersor, comenzaron a hablar bajo un cielo apagado de estrella.

-¿Sabes?- dijo Bárbara sin esperar respuesta- esta mañana en la esquina de la calle San Hilario me ha abordado una gitana con una ramita de romero.

-¿Se ha puesto muy pesada?

-No, nada, al revés. Mientras rebuscaba una moneda en el bolso para soltársela y que me dejara tranquila, me ha mirado de forma rara, a continuación ha tirado el tallo y se ha ido rápidamente, casi corriendo

-Extraña zíngara –dijo Fabián con sorna-, se le quemaría el puchero.

-Algo dijo entre dientes de un luto que no entendí mientras se iba.

……………

Esa misma noche, nada ni nadie lo despertó ante su asfixia.

……………

Elisa situada a unos metros de la comitiva, observaba en silencio. Contó uno, dos, tres y cuatro tanteándose la cicatriz redonda situada en la mitad de su vientre por encima de la blusa, cuando la vio acercarse. La mujer le tendió amablemente la mano

-Hola Elisa, soy Bárbara la mujer de Fabián.

Natael de pronto, asomó su cabecita cuajada de rizos tras una lápida y sonriente le dijo: ¿A que no me coges?