Me llamo Sara y dicen que soy una mujer bien parecida. Bien parecida a qué o a quién me pregunto cada mañana al mirarme en el espejo; odio las frases hechas que ya no dicen nada; detesto «los marcos incomparables», «las personas muy humanas»», «las que perdonan, pero no olvidan » y «las escenas dantescas».
No estoy de buen humor, ya se ve, es muy probable que sea porque hace dos meses mi alegría se desbordó y no me entretuve en recogerla. Hoy que la necesito, ya me resulta imposible enjugarla con el pequeño retal triangular de seda que tengo entre las manos, mi felicidad se ha evaporado.
Carmelo se acaba de ir lloriqueando y la verdad, no me extraña. No es que yo sea muy supersticiosa, no; pero desde el día que pasé por debajo de aquel andamio, supe que mi despiste al recorrer la acera, me traería trágicas y nefastas consecuencias.
— Me parece excesivo meter en el sobre quinientos euros. Si lo quieren celebrar por todo lo alto, es su problema. ¿No eres tú la que dices siempre, que no te gusta regalar dinero en bodas de tanto boato ni pagar por comer hasta reventar lo que te eligen los demás?
No supe qué decir, pues tenía toda la razón, pero contesté por no quedar callada.
— En este caso es distinto Carmelo, sabes que Bea y Andrés son como de la familia.
— No Sarita, no, «familia no hay más que una» — dijo—y en esta, «no hay tu tía».
Ya no contesté.
Comenzamos a engalanarnos para la ocasión, en silencio; como veis, hoy le había dado a mi esposo, por utilizar ese tipo de frases qué sabe de sobra, me molestan tanto y preferí no provocarle para no tener que seguir oyéndole. Estas peroratas trasnochadas me taladran los tímpanos y después se me repiten a lo largo de todo el día como un eco lejano dentro de mi cerebro.
Sé que a veces soy algo exagerada, que mis actuaciones casi siempre son desmesuradas, pero la verdad, soy así y no puedo evitarlo, qué le voy a hacer. Por eso, cuando él se acercó por detrás sigilosamente para abrazarme en un arrebato amoroso sin justificación, mientras me pintaba los labios frente al espejo, su cinturón a medio poner, se enganchó en las medias de rejilla negra originándome una carrera larga y sinuosa como pocas había visto en mi vida; en ese momento, se me nubló la razón, no digo más.
Él observaba el desaguisado, deseoso, azorado y callado, y antes de que yo pudiese maldecir, y sin darme tiempo a revolverme, Carmelo, observando el estropicio que había cometido, me soltó a modo de alegato estúpido:
“El amor significa no tener que decir nunca lo siento, cariño”.
Reaccioné de la manera que habría reaccionado cualquiera, creo yo, y aprovechando que tenía a mano las tijeras que acababa de utilizar para cortar la etiqueta del vestido a estrenar, de un ligero, certero e inusual movimiento, me di la vuelta y a traición —todo hay que decirlo, pues no se lo esperaba—, le corté en dos su magnífica corbata de seda rayada en varios tonos de azules que le había regalado su madre ese mismo año.
Aún recuerdo su cara extrañada e incluso yo diría que asustada o más bien estupefacta, observándome con los ojos muy abiertos y encendidos, miraba por este orden: ahora la corbata, ahora mis medias, ahora mis pupilas; y vuelta a empezar; corbata, medias, pupilas, corbata,… no salía de ahí, como si los ojos fuera atornillándose poco a poco alrededor de esos tres elementos.
De pronto, sin decir nada, cogió su chaqueta y se fue murmurando moviendo la cabeza mientras farfullaba: estás loca Sara, estás loca. No aguanto más.
He de reconocer que ese día me había levantado de muy mal humor; a decir verdad, la boda aquella suscitaba en mí un gran recelo.
Si confieso el motivo, convendrán ustedes que, claro, como no iba a estar molesta. Es probable que lo hayan adivinado y sea en realidad, lo que están pensando. Andrés me confesó lo de su casamiento con Bea unos meses antes mientras se fumaba un cigarrillo tras uno de nuestros encuentros ocasionales. Entre bocanada y bocanada de humo me dijo: Sarita, mi amor, me ha llegado la hora de «sentar la cabeza».
Vaya, otro con las frasecitas —pensé— y me hice la tonta, mientras mordisqueaba sentada en la cama, un chocolate con forma de lingote relleno de fresa.
— ¿Sentar la cabeza? ¿a qué te refieres?
— A qué va a ser Sara, creo que ya es hora de tener una mujer «como dios manda», para todos los días, además creo que me «ha llegado el momento de tener un hijo»…
La cosa se iba poniendo cada vez peor, fea; asquerosamente fea.
— Ya —solté visiblemente molesta e irónica—, ha llegado el momento… porque dios manda que…
— Lo nuestro tiene que acabar Sara, y sabes por qué lo hago ¿verdad?
— No, ni idea —contesté por decir algo, mientras elegía otro bombón con formita de corazón.
— Porque «te quiero demasiado» —voceó desde el baño— y «no quiero hacerte daño».
Lo que me faltaba —pensé— cogí de la caja tres chocolates más envueltos en papel de plata y me fui lo más deprisa que pude.
Bea avanzaba despacio sobre la alfombra roja mullida recién colocada que protegía el suelo ajedrezado de la magnífica catedral de Granada. Bien afianzada del brazo de su padre y padrino y con tres calas blancas recostadas en el antebrazo, saludaba sonriendo tímidamente a un lado y a otro entre notas nupciales de Mendelssohn.
Andrés la estaba esperando en el altar y se dejaba agarrar por una madre henchida de orgullo, mientras escudriñaba a los invitados buscando caras conocidas entre los muchos compromisos paternos; de pronto distinguió a Carmelo en uno de los primeros bancos con un extraño e indefinido nudo azulado a modo de corbata entre pajarita, y lazo sencillo:
— Qué original, — pensó Andrés— seguro que ha sido idea de Sara, sé que le gusta innovar pero… ¿Dónde está ella?, — se preguntaba — solo veo a Carmelo.
Los murmullos de admiración cesaron en la iglesia a la vez que la alegre marcha dejó de sonar cuando la pareja de paseantes parsimoniosos llegaron hasta el altar.
…“Nos hemos reunido aquí….” Comenzó a recitar el sacerdote y no le dio tiempo a decir más. Una mujer surgió de no se sabe dónde, paseando sobre la alfombra roja y dirigiéndose hacia el altar con paso firme e histriónico como si estuviera a punto de recoger un Oscar, sonreía, saludando a un lado y a otro.
Cada cinco pasos flexionaba las rodillas con un grácil demi plié y hacía una pequeña reverencia. Los invitados extrañados e interesados por el espectáculo la miraban a la cara y a las piernas, invariablemente.
Sara, acompañaba su vestido de tafetán asalmonado con un pequeño tocado a juego y medias enrejilladas en negro. Los más observadores distinguían una vía larga, despejada de puntos de seda y nylon en una de sus piernas que, hacía destacar la palidez de la carne.
Tanto era el asombro que suscitaba, que nadie reparó en el afilado abrecartas troquelado en la empuñadura con el logotipo del hotel, que llevaba entre sus dedos.
Soy Sara, no Sarita; resido en un precioso lugar en mitad del campo rodeada de árboles frutales. Por aquí cerca corre un riachuelo transparente y arrullador, éste al oído me recuerda constantemente en voz baja, la suerte que tengo de estar en un marco incomparable, pues las jaras y el romero colorean y perfuman el camino que lleva hasta el sanatorio psiquiátrico. Siempre que pasan por aquí mis familiares, me recalcan que las enfermeras y los médicos que nos cuidan son unas personas muy humanas y eso —comentan—, que a veces se producen en este desinfecto lugar, muchas escenas dantescas.
Andrés me ignora desde hace tiempo y Bea su mujer, me ha perdonado pero no olvidado.
Carmelo viene a verme a menudo y siempre cuando se va, me dice que estoy muy bien, que sigo siendo una mujer guapa, bien parecida ¿Bien parecida a qué o a quién?, le pregunto insistentemente, hoy por fin lo ha admitido.
— No lo sé Sara, «el amor es ciego».