El grave silencio de la mañana pareció romperse del todo, cuando el ataúd de madera golpeó secamente contra las paredes del nicho; sin embargo cinco días antes, nadie, ni tan siquiera su querida María le había enviado la más mínima señal.

Era un domingo del mes de mayo, mes de flores, mes de cánticos y rezos a la Virgen.

Desde hacía un tiempo y siempre en primavera, Inmaculada, se levantaba al amanecer y se dirigía a saludar a su amada María, paseando por la silenciosa senda que conducía hasta la ermita. La hierba fresca alfombraba el paisaje como el mejor de los tapetes que pudiera imaginarse, pues las flores claras que salpicaban el camino, tejían un exquisito bordado a modo de  encaje de bolillos urdido a múltiples colores.

— ¡Qué bonita está hoy la senda!— exclamaba Inmaculada cada mañana— cómo te afanas día a día para que yo disfrute la ruta, querida y laboriosa Madre María ¡Qué excelsa es tu gracia decorando el jardín asilvestrado que llega hasta tu casa!

La muchacha, una vez recreada en el paisaje y agradecida por tal belleza, caminaba con los ojos medio entornados, bisbiseando en letanía una de las plegarias cinceladas en su memoria. Quince misterios repartidos entre las cuentas de un rosario, quince. Las pequeñas bolas rematadas por una sencilla cruz de plata, acariciaban las yemas de sus dedos, día tras día.  La ristra de cuentas le servía para ordenar sus rezos, pues es bien sabido que, cuando el frenesí de jaculatorias envuelve al devoto, el tiempo parece detenerse y las plegarias y alabanzas, se suceden sin medida. Cuarenta minutos de ida y cuarenta de vuelta tardaba, hasta llegar a la pequeña iglesia todos los días del quinto mes. Antes de entrar, Inmaculada recogía un ramillete de flores tiesas y quitando las mustias del día anterior, las colocaba en el jarrón de cristal situado a los pies de la bella imagen.

Una vez arrodillada y postrada frente a la Virgendel Mar en la penumbra, una calma chicha la envolvía, pues a esa hora de la mañana raro era que alguien, se acercase por aquellos parajes. Entonces Inmaculada iba desgranando a su amiga de mármol los acontecimientos que le habían ido sucediendo en los últimos meses, sonriente y dicharachera, como si hablase a la mejor de las amigas, sin reserva, y con la certeza de quien sabe, que jamás serán reveladas las confidencias que salían de sus labios.

El primer día que la fue a visitar después de un año, le contó que había conocido a un hombre y que se había enamorado de verdad; que su novio se llamaba Pedro, y que le había prometido cogiéndole la cara entre sus manos y mirándola a los ojos, que nunca más contemplaría a otra mujer que no fuese ella y que la quería y que con ella no habría más juergas de machos ni más enredos de faldas en otros puertos.

—Si en el fondo es un pedazo de pan —hablaba a la imagen— es un poco poeta ¿Sabes?,  ¡Es más zalamero! Se gana la vida en el «Isla de Alborán», ya sabes, el barco del tío Ramón; faenan hasta las cinco de la tarde; luego de cambiarse el peto y las botas impermeables, se lava y se perfuma con aroma de lima limón y viene a buscarme a la conservera y me invita a un mosto y nos damos la mano y — respiró hondo— y… nos vamos a casar el año que viene, el 12 de mayo aquí, en tu casa y vendré por el jardín que bordas en verde todos los años. Sé que estarás conmigo ese día. Una mañana de estas te lo traigo aunque sea a empujones, para que lo conozcas. Gracias, gracias Madre, por todo lo que me das.

Inmaculada arrodillada en el reposapiés del primer banco, con el silencio roto solo por los graznidos de las gaviotas, agradecía de corazón que la tuviera siempre en su regazo, le decía que era su refugio y su alegría y le rezaba tres Ave Marías con el mayor de los fervores. Pasada una hora más o menos de diálogo sin espera de respuesta, ella introducía a través de la ranura de un cajoncillo de madera situado a la derecha, unas cuantas monedas que guardaba en uno de los bolsillos de su mandil. El atril que sostenía el recoge-limosna, mantenía bien alineadas un sin fin de pequeñas candelas consumidas en su totalidad y otras, rebosante de cera en las que  apenas se veía la mecha.

Después salía del pequeño templo a través del portalón humedecido por el rocío y sorteando un gran escalón de piedra, volvía a recibir medio cegada, los rayos del sol.

Por el camino de vuelta, la joven entonaba en un susurro una Novena devota que practicaba durante nueve días seguidos con oraciones, letanías y otros actos piadosos dirigidos a Dios, a la Virgeny a todos los santos.

Ya en su puesto de trabajo, Inmaculada vestida con un gorrillo blanco y una bata del mismo color, permanecía de pie al lado de sus compañeras, revisando manualmente el acomodo de unas cuantas sardinas dentro de las latas plateadas que resbalaban sin fin, en la cinta transportadora de la fábrica.

Y así todos y cada uno de los días del mes de mayo. Mes de cánticos, de flores y de rezos.

La luminosidad del mediodía  se iba transformando por momentos y las nubes se espesaban  encapotando y oscureciendo el cielo. El mar se revolvía inquieto sacudido por el viento que arreciaba con fiereza y se entretenía con las pequeñas barcas atracadas en el rompeolas, más tarde, aburrido ya del juego, se derramaba sobre el muelle inundando las dársenas.

Esa misma madrugada del mes florido, desoyendo la previsión marítima, costera y de alta mar, el pesquero «Isla de Alborán» soltó amarras con el beneplácito de la tripulación marinera, pues un día sin salir a faenar, suponía una mengua del jornal que pocos o ninguno, podían permitirse. Se encomendaron a la Virgendel Carmen patrona de los marinos, y salieron rumbo al caladero más cercano para no alejarse mucho del litoral.

Unas horas después, en cuanto tuvo la oportunidad, el mar hambriento de barcos imprudentes se lo tragó de un solo bocado y más tarde regurgitó las sobras sin piedad: maderos carcomidos y mordisqueados, redes agujereadas y vencidas imposibles de zurcir de nuevo y unos cuantos aparejos de pesca destrozados. Entre los escollos que bordeaban el arrecife cercano al pueblo, aparecieron deslavazados tres días más tarde, seis de los siete marineros ahogados. El tío Ramón, quedó sumergido y enredado entre los hierros de la quilla y las flores destinadas a su tumba, se esparcieron por el mar.

Al día siguiente, Inmaculada vestida con el uniforme de trabajo, bata blanca de bolsillos vacíos y gorrillo levemente torcido por el aligerado del paso, miraba con los ojos muy abiertos sin ver y se llegaba hasta la pequeña ermita de piedras adornadas de verdín, una vez dentro, con la misma penumbra de todos los días y sin recogimiento alguno, de pie frente a la Virgendel Mar, incrustó su mirada salada y se miraron de forma tal, que ambas tuvieron claro que, nada más podrían decirse, su relación había terminado, quién podría haberlo dicho, unos días antes.

« »