Archive for enero, 2012


Lea atentamente estas instrucciones de uso y actúe en conformidad.

Conserve toda la documentación para posteriores consultas y/o para eventuales futuros propietarios.

 1- Ejemplo de uso.

 Selección de los temas a reír. Usted puede ser una persona de risa fácil, de risa asequible o de risa difícil en este caso, se le denominará: Seria. De cualquier manera, léase detenidamente este manual.

 Se recomienda la predisposición a este tipo de percepción sensorial, es buena para su salud e incluso para los que le rodean. Relaja el espíritu y el cuerpo, destensa los músculos del rostro y deja un poso abdominal parecido al de unas ligeras agujetas. Este tipo de risa impetuosa,  no suele ser muy usual.

 2- Modo adecuado de reír.

 Es preferible reír en compañía. Risa compartida igual, a doble felicidad. Sin embargo también es posible la risa en solitario, ilustremos este apartado con varios ejemplos:

A– Usted recuerda una anécdota acaecida semanas, meses o incluso años atrás y todavía ríe cuando rememora la situación.

Es posible, que su risa no sea sonora sino que produzca  tan sólo una leve curvatura en sus labios. No se preocupe, es normal, le procurará la satisfacción que busca sin grandes aspavientos. Procure no olvidar estas ocurrencias simpáticas, pues son lo que equivale en el vestir, a tener un buen fondo de armario.

B- Si usted observa distendido el televisor en su casa y tropieza con un programa cuyo guión es la caída espectacular de un inocente personaje anónimo o de unos bebés inestables  abandonados a su suerte por el videoaficionado de turno y se  ríe con ganas, hágaselo mirar, está utilizando la hilaridad de manera equivocada

 3- Advertencia.

 Se advierte no prestar demasiada atención si su risa no coincide en tiempo y lugar con la de los congéneres que comparten su existencia en casa o en el trabajo.

Incluso en la misma familia el detonante que desencadena la risa es variado y puede o no, armonizar con los miembros de la unidad consanguínea.

 Ejemplo:

 A– Usted se troncha con la figura animada de Enjuto Mojamuto y las parodias de Mundo Viejuno. Lo comenta entre sus allegados y escucha aquello de: ¿Cómo puedes reírte con los de “La hora Chanante” si  no hacen ni pizca de gracia?

Si la persona es querida, no se lo tenga en cuenta, en el fondo, es sólo admiración por su sentido del humor tan acusado. Si es persona extraña, simplemente ignórela, calle y esboce una sonrisa sin aire de suficiencia. A la emisión del programa en cuestión prepárese un bol de palomitas, cierre la puerta de la habitación y disfrute de las parodias en solitario. Ría, ría si le nace de su ser a mandíbula batiente. Atención: no vaya a atragantarse  con el maíz.

 4- Consejo de uso y disfrute.

 Se aconseja encarecidamente no explicar con posterioridad sketchs o situaciones vividas en espectáculos cómicos en los que usted se haya partido de risa. Casi con toda seguridad no surtirá en la persona escuchante la reacción que presupone y ésta se limitará a enarcar las cejas aguardando alguna aclaración más sobre la anécdota, tres segundos después que parecerán eternos, se preguntarán los dos a la vez desconcertados: ¿Y…?  Evite ésta situación poco grata para ambos.

 5- Atención.

 Es posible que transitando por la calle con la única compañía de su mismidad sonría usted, así, por las buenas. ¡Felicidades! Es probable que esté enamorado y le cosquille el estómago al recordar a su amada o amado; aproveche la coyuntura y procure dilatar esa sensación en el tiempo.

Cuidado especial en esos lapsos de embeleso, a semáforos y amantes de lo ajeno. La percepción del mundo que le rodea puede estar distorsionada y peligra su integridad física por atropello o robo al despiste.

 6- Observaciones.

 No debemos forzar nuestra propia risa, y menos aún, que nos la fuercen. La reparación es costosa. Eliminaremos pues el apartado: cosquillas. Por inútil, contraproducente e incluso cansino. El retorcimiento por hormigueo brusco, difícilmente causa  placer. Se aconseja mutarlo a suaves caricias o cosquilleos más confortables. Los bebés que aún no se expresan con facilidad, agradecerán el cambio.

 7- Salud. Protección sobre el contagio.

 No hay vacuna digna de mención. Déjese contagiar, pero sólo puntualmente. No es aconsejable una pandemia a nivel mundial. La seriedad también es necesaria.

 8- Artículos y reseñas que incitan a la risa, también  llamados  “de broma” y “chistes”.

   A-1-  De bromas ligeras.

   A-2-  De bromas pesadas.

 Evitamos los ejemplos, por ser extremadamente particulares. La selección de la broma es aleatoria dependiendo de la persona a quién queramos provocar la risa.

Por desgastados y/o excesivamente expuestos, no suelen conseguir el efecto deseado.

 B–  Chistes. No espere reacciones fuertes tras la narración de un chiste. Evite la risa forzada o sardónica. Si no provoca regocijo, la historieta en cuestión no es buena y/o el receptor está enredado en el punto: 5. Es decir: Sonrisa por enamoramiento y está incapacitado en esos momentos sensuales para atender a cualquier otro interés.

Sugerencia: Elimine de su repertorio, la narración de chistes, machistas, xenófobos, homófobos o sobre discriminaciones varias, es muy probable que surta el efecto contrario que desea provocar. Aburren, hastían y ponen de mala humor. Evitar a toda costa.

 9- Otros tipos de risa.

 Risa falsa o afectada. Si usted detecta alguna risotada de ese estilo, es buen observador; en cualquier caso huya; huya con disimulo, es probable que sea ironía fina y usted no esté en condiciones de continuar la broma o sigue abstraído en el punto 5 (Sonrisa por enamoramiento).

 No se fustigue si en algún momento esboza una mueca simpática ante hechos sociales o defectos físicos ajenos. Analice la situación, recapacite, póngase en el lugar del blanco de su risa y remítase al punto: 7 (Protección sobre el contagio).

Si no utiliza correctamente su ingenio, es probable que el mohín que aguarda se torne en reproche.

 10- Por último:

 Participe en la conservación del medio ambiente. La risa contiene materiales recuperables y/o reciclables. Entréguela al final de su vida útil y póngala en otras manos para el regocijo ajeno.

Depósitos destinados al respecto: bibliotecas, videotecas, boca a boca, etc.

 Recomendación. Si analiza su vida y no se alegra de estar en el mundo, olvídese de  reír por no llorar. Tantee hasta encontrar la felicidad a toda costa, continúe la búsqueda de su alborozo y si tiene que esperar, paciencia.

Se dice que quien ríe el último, ríe mejor. Sin embargo también es cierto que sobre este último punto, se tienen serias dudas al respecto, por eso es aconsejable, que empiece a utilizarla cuanto antes.

Abrir y cerrar los ojos tres veces seguidas es lo que tuvo que hacer, para creer lo que estaba viendo.

Ella elevó los párpados despacio, evitando en lo posible la luz directa que la encañonaba desde el techo a través de una lámpara araña compuesta por seis brazos de bronce. La cuarta vez fue con brusquedad, acompañando el abanicado de sus pestañas con el arqueo de cejas, pues éstas se alzaron incrédulas sobre la piel de la frente que se arrugaba de perplejidad.

Sin atreverse a mirar a su alrededor, tanteó palmo a palmo el colchón  para comprobar si había algún signo de vida a su derecha, cuando constató que estaba sola en aquella inmensa cama, se incorporó dejando al descubierto una piel desnuda. Las sábanas de un azul claro, se replegaron en su cintura y Adele las apartó como si quemaran.

Brincó de la cama al suelo y se encontró en medio de aquella extraña habitación. El espejo le devolvía la imagen a la que ya estaba acostumbrada: unos cabellos teñidos de rubio, medio sujetos por unas cuantas horquillas incapaces de amarrar los vaivenes de lo que parecía, a primera vista, el guión de una larga función de amor.

Un rostro joven en el que destacaban  unas ojeras enlutadas de rímel y una bonita figura  tostada de sol, en la que se apreciaba la marca indeleble que deja la parte inferior de un bañador de dos piezas.

Buscó el interruptor donde apagar de golpe las seis patas de la araña y descorrió las gruesas y pesadas cortinas. Un inmenso mar escandalosamente azul se abrió ante sí mostrando todas las tonalidades que puedan imaginarse, abrió los cristales con desesperación y al instante, una ligera brisa salada le erizó la piel desabrigada.

¿Cómo había llegado hasta allí? La intensidad de aquel derrame turquesa le era tan familiar que pudo constatar que no se había movido de la isla; el cómo había atracado en aquella inmensa habitación de hotel, lo desconocía. Sin embargo no era necesario ser un detective muy avispado para resolver, a la vista de aquellas ropas diseminadas por el suelo, la evidente premura de lo que parecía ser un encuentro pasional.

 Adele De la Roche recogió las familiares prendas del suelo maquinalmente, mientras se esforzaba en recordar algo que le pudiese aportar alguna pista: ¿Qué hacía en aquella habitación sola? ¿Con quién había llegado? Por otra parte, a trompicones y machaconamente, se repetía en su cabeza una escueta prohibición seguida de un ruego: “No vuelvas nunca más… por favor Adele”

 — ¿No vuelvas nunca más?, ¿de dónde?— repitió en voz alta— nunca llegué a irme.

 Un pequeño televisor flotaba casi hasta el techo ya que se hallaba suspendido por dos invisibles escuadras en una esquina de la alcoba; con el sonido apagado, mostraba imágenes de lo que parecía ser sin temor a equivocarse, la retransmisión de una misa dominical desde la majestuosa Seu mallorquina, el logotipo del canal autonómico y el “directo” en una de las esquina de la pantalla, le dieron una respuesta.

— Domingo — susurró—, hoy, es domingo.

Abrió la puerta con cierto miedo y asomó tímidamente su cabellera enredada. Ante ella un largo pasillo enmoquetado y salpicado de habitaciones a derecha e izquierda la recibió en silencio: 208, ese era el número de su alcoba.

Cerró impetuosamente y con la puerta pegada a su espalda de nuevo en el cuarto, Adele pensativa, recorrió despacio con la mirada cada uno de los rincones de aquel lugar disonante.

Encima de un sencillo escritorio que chocaba con la lámpara barroca del techo, descubrió un sobre blanco, y enseguida se abalanzó hacia él esperando encontrar la resolución al gran enigma con el que salvar algo más incierto que su propia vida.

En la envoltura de papel podía leerse la consigna que había estado martilleándola desde que se despertó: No vuelvas nunca más… no vuelvas nunca más… no vuelvas nunca más.

Lo abrió ávida y temblorosa, y del interior extrajo una secuencia de tres fotos contiguas, sin duda se habían realizado en unos de esos fotomatones que se pueden encontrar apostados en los aledaños de las comisarías o a la entrada del suburbano, pero ¿dónde estaba la inevitable cuarta fotografía? Claramente ésta había sido arrancada de cuajo, lo irregular del cartoncillo brillante no ofrecía lugar a dudas.

Las fotos mostraban solamente la parte posterior de la cabeza de una mujer, no obstante se intuía claramente por la postura, que sus labios besaban ardorosamente a un hombre entregado de igual manera. Adele, reconoció en las fotos sus propios cabellos a la vista de aquellos mechones rizados que se le declaraban en rebeldía y se caracoleaban en la nuca como era habitual en ella; los demás, por el contrario, permanecían recogidos en un moño bien compuesto. Ladeada la cabeza, sus brazos rodeaban al desconocido y aunque no sabría decir quien era el individuo, pues casi no se le veía, le resultaba ligeramente familiar.

La imagen era evidente, una proximidad encarada de esa índole en un habitáculo como aquel, solo era posible si la mujer estaba sentada a horcajadas sobre las rodillas del sujeto. Sin saber muy bien el porqué, Adele se sonrojó.

Guardó las fotografías de nuevo y en el anverso del sobre observó unas letras apenas legibles: Calle de la Mirada.

Por más esfuerzos que hacía, la memoria obstinaba no arribaba a ninguna conclusión, sólo el insistente “no vuelvas nunca más”, volvía una y otra vez a su cabeza.

En el televisor seguía la reunión multitudinaria de fieles, el sacerdote cubierto por una casulla morada, daba la espalda a los feligreses y elevaba el cáliz de oro con solemnidad preceptiva mientras se inundaba de silencio la magnífica catedral.

Adele, por su parte, seguía sin dar crédito a lo que le estaba pasando, ¿Tanto habría bebido como para no recordar qué es lo que había hecho desde el viernes por la noche? Lo último que podía desenterrar de su mente, era su llegada a una discoteca, la sala Boomerang, allí debía encontrarse con algunos viejos amigos y conocidos, la reunión de antiguos alumnos del colegio Santa Ana y San Gabriel la había llevado hasta allí.

 Intentó tranquilizarse encendiendo un cigarrillo. En el cenicero situado en una de las mesillas cercanas a la cama, algunas colillas llevaban impreso en los filtros ligeras marcas de carmín, otras permanecían sin huella.

Se dirigió al ventanal y contemplando de nuevo el azul respiró intensamente. Al instante una gran agitación se enarboló desde lo más profundo de su esencia y Adele empezó a amarrar  poco a poco imágenes con voces; hasta ese momento, las palabras habían estado retenidas en algún lugar de su cerebro y pausadamente las fue haciendo regresar a tirones, remolcadas, como si volvieran de un largo viaje allende otros puertos.

 — “¿Recuerdas a tal?”, “¿Qué habrá sido de?” “Jamás te hubiera reconocido”, “No has cambiado nada”, ¿Cómo tú por aquí?“¿Quién nos lo iba a decir?”, “Míralo, ahí viene”. “¡Qué desperdicio!”. “Pero qué guapa estás”.

 Las imágenes enredadas con una música de fondo, se embarullaban dentro de su cabeza, aún así se vio dirigiéndose a la barra, pidiendo un vaso de agua para tragar una de las cápsulas de Neurontín. La medicación no sabía de lugares ni fiestas y si quería evitar sorpresas desagradables a toda costa, no debía olvidarse jamás de sus pastillas.

Dichosa epilepsia.

Una equivocación, un vaso ahogado y errado en  un líquido transparente, una prisa, una urgencia, la avidez de la sed y después: La nada.

Otro de aquellos episodios en los que actuaba con normalidad, jamás sin voluntad, consciente de sus actos, hasta que la resistencia impuesta por la naturaleza se convertía en un impedimento para recordar. La huella del tiempo se extraviaba invariablemente cada vez que unía medicación y alcohol. Jamás le impidió este cóctel de olvido que siguiera con su ritmo vital, los efectos se presentaban más tarde, pues era al volver en sí, al activarse de nuevo después del obligado descanso, cuando el tiempo parecía haberse detenido unas horas posteriores a la ingesta.

 Adele, levantó los ojos hacia la esquina de aquel cuarto, la misa seguía en el rincón de paredes blancas y el oficiante casi podría decirse que miraba desafiante a la cámara mientras se despedía de sus fieles.

La mujer se quedó quieta, la vista muy fija observando el receptor. El rostro de aquel hombre envuelto en púrpuras y dorados la empujó a emitir un grito indescriptible, un lamento preciso y breve entre sorpresa y desconcierto, pero ante todo, una manifestación vehemente de sentimientos a brincos que se resumían en aquel sonido agudo surgido desde lo más hondo, allí donde el sol no transforma el color de la piel. Un alegato a la estupefacción, una bofetada sin roce detenida a dos milímetros de la cara.

Joaquín, una frente inconfundible, una pequeña marca de nacimiento al lado de la ceja, una señal rosada, un antojo insatisfecho. La melena que en su día fue ensortijada, ahora se le mostraba cercenada, acompañando a un uniforme de gala propio de su dignidad, casullas, albas, estolas y cíngulos.

Bailes y copas, un Boomerang de reencuentros, un saludo, una mirada, un deseo, un recuerdo, una asignatura prorrogada hasta obtener el aprobado. Después la culpabilidad, el arrepentimiento, la contrición y finalmente la huída hacia una dirección inexistente, una imaginaria calle que observa a las almas que se pierden tras un impulso: Calle de la Mirada, y una trasgresión voluntaria, que jamás debería volver a repetirse.

—Déjate llevar y vente conmigo, escapémonos juntos—le dijo— No te lo pienses tanto, eres mi emperatriz, mi reina. Sabes que te protegeré. Yo cuidaré de ti. Nunca dejaré que te pase nada. Todo lo hago por nosotros. Si no me acompañas desapareceré. De qué me valdrán tantos años de esfuerzo, tantos días y tantas noches de estudio, tantas prácticas lejos de tu lado. ¿Qué será de mí si me dejas? Acompáñame, Diana.

Y a Diana, a la que siempre se le entornaban los ojos agradecida cuando se sentía tan necesaria, se le nubló la vista del todo y sin escuchar a nadie más, se casó con él.

Mi amiga Diana me ha llamado de nuevo para desahogarse, dice que ha ido por tercera vez en dos semanas a la consulta de su doctor, hoy el malestar era un repentino e insoportable dolor en el pecho.

El médico la ha hecho pasar después del último de los pacientes que aguardaban tranquilos o inquietos en la sala de espera. Ella no ha pedido hora con antelación y su aspecto no reviste urgencia, además es una de las habituales del viejo ambulatorio, por eso su permanencia mansa en el tercer asiento naranja de una fila de cuatro sillas unidas por las patas,  ha durado más de dos horas.

El facultativo que va a atenderla es un hombre de escasa estatura al que la bata blanca le rebasa las rodillas, éstas se imaginan debajo de un pantalón oscuro demasiado largo que se le arruga por encima de las dos borlas de cuero que adornan unos zapatos granates. Su aspecto a simple vista es algo cómico, de payaso de circo, de esos que, tras un aullido de aparente dolor  comienzan a soltar lágrimas vivas desde sus ojos como si existiera tras ellos una fuente cristalina.

Diana pasa a la consulta cabizbaja.

Él la ha auscultado en silencio, ella ha dado un respingo al frío contacto del fonendoscopio. Después le ha tomado el pulso y la tensión. Le ordena abrir la boca y sacar la lengua. Él, en un acto reflejo humedece sus labios a la vista de la piel húmeda y sonrosada como una fiera que se relame ante su presa. Ella, baja la mirada. La sangre del médico y la paciente durante la exploración, empuja con furia sus respectivas arterias. No hay nada más que observar, el reconocimiento ha acabado.

El hombre lleva la bata firmada en hilo rojo al lado del corazón. Después se sientan los dos, cada uno en un extremo opuesto de la mesa. Él en un sillón amplio, cómodo, grueso en piel y ella paciente callada, en una silla de madera y acero inoxidable.

Serio, por la gravedad que reviste la enfermedad y con una amabilidad sospechosa comienza a decirle, que no se preocupe por nada, que se le pasará pronto, que es un malestar colateral de la ansiedad, que tiene anotado en su historial que ya le ha ocurrido otras veces, que solo son brotes no contagiosos, que ya debería saberlo, que se tranquilice y que siga acudiendo cada semana a su dispensario para que él pueda observarla y no se agrave la situación.

Compasivo y paternalista, le ha extendido la receta habitual pero esta vez él se la  lee en alto y muy despacio, remarcando las palabras que Diana ha oído tantas veces, el tratamiento no es nuevo, pero ella se resiste a llevarlo a cabo y el doctor comienza a impacientarse, pues si hay algo que odia es que esta enferma no le obedezca.

1-Prohibido coger amapolas y caracoles en el campo recién llovido,  por el bien de su espalda doblegada.

2-Que no escuche el sonido agudo del Bel Canto, por el bien de lo que él llama sus maltrechos oídos  que nunca se enteran de nada.

3-También le ha dicho que ni se le ocurra dejarse acunar por las olas de ese mar que quiere tanto, pues la humedad y la sal hacen mal a los huesos envejecidos de climaterio y arruga aún más la piel que luce.

4-Que no coma aquello que tanto le gusta, pues podría ensanchar enormemente y desbaratar aún más la flacidez de la masa muscular que dice, ostenta.

5-Que evite en lo posible, el olor suave de las sábanas recién planchadas, puede provocarle un ligero desmayo tóxico y soñar lo que no debe. Que tenga con esto último mucho cuidado.

Y sobre todo y ante todo, que no comente la prescripción galena con nadie en absoluto so pena de desbaratar el tratamiento. Si fuese así, dejaría de interesarse por su salud y nadie mejor que él, para saber qué clase de enfermedad arrastra desde hace años.

Misántropo y frío, este último consejo lo ha recalcado amenazante e irritado, y mirándola a los ojos fijamente, ha acabado con un:

—…Por el bien de los dos…

Diana, amparada sólo por el desértico pasillo del edificio, sigue oyéndole como un eco, mientras se aleja entre sollozos con el abrigo medio puesto.

¡Y no llores Diana! ¡No me llores! Todo es por tu bien.

 Diana es mi amiga desde hace años. Últimamente me he convertido en su paño de lágrimas dispuesta en cualquier momento a consolarla, he aguantado estoicamente sus hosquedades y su mal humor. Un día en el que yo estaba calada hasta el corazón y empapada de lágrimas ajenas me dije ¡basta!, salí corriendo y me escurrí como un perro recién bañado sacudiendo mi cabeza hasta la última gota.

Me tumbé sobre la hierba recién cortada de un parque cercano y me dejé ventilar abrazada por el sol.

La avisé, la avisé cientos de veces.

—No debes unirte a ese ceñudo estudiante de medicina. Olvídalo, no le hagas caso, creo que no te ama como debe.

Pero ella, mi amiga, jamás me oyó.

Sin embargo no puedo abandonarla. La quiero; la quiero tanto que no puedo dejarla con un: “Ya te lo dije” enganchado de mis labios, por eso esta tarde me la he llevado conmigo y la he escuchado de nuevo, en el lugar del parque en el que yo me sacudo de ella tantas veces.

Por el camino intento hacerle entender que se está envenenando con esas medicinas, que deje de comprárselas al camello que duerme con ella y se las entrega a domicilio todos los días.

No sé si me escucha pues ella está callada y pensativa mientras yo le aconsejo desde la ignorancia. De pronto a nuestro lado aparece una mujer vestida con un impermeable negro a pesar de que el día ha amanecido espléndido, se cruza por delante de nosotras y con el dedo señalando hacia el suelo y dirigiéndose a Diana le dice:

— ¡Oiga!, se le han caído dos lágrimas.

Mi amiga con una sonrisa apenas perceptible le ha contestado:

— No se preocupe, no las necesito, tengo más…

La mujer de negro se queda mirándonos mientras nosotras dos, seguimos nuestro camino. Diana continúa entre hipidos narrando lo que he oído tantas veces, pero un impulso me lleva a girar el cuello y observo como la mujer de negro pisotea el lugar exacto en el que había señalado el llanto.

Ahora, cada vez que Diana y yo paseamos juntas y escucho sus quejas en silencio, estoy pendiente, vigilante de las gotas saladas que ruedan por sus mejillas, enjugándoselas con mis propias manos, sintiendo que es lo único que puedo hacer para ayudarla, para ayudarme; así evito que caigan a la tierra, y si eso ocurre, las piso, las apago, las sofoco hasta extinguirlas con mi zapato, pues tengo que evitar a toda costa que el viento las arrastre hasta mi pecho, que se alojen en mi corazón y que se adhieran para siempre a mis ojos tristes de payasa enamorada.

Creí que estaba inmunizada, pero tengo que volver a vacunarme de nuevo.

En el silencio pegajoso de una noche calurosa de agosto, Emma descansaba plácidamente fantaseando en sueños divertida, pues una sonrisa pícara se perfilaba en su bello rostro durmiente. Vestida sólo por un liviano camisón rosado, la mujer, de complexión pequeña, ocupaba casi sin moverse, una estrecha porción del colchón, ya que tenía por costumbre arrimarse al borde de la cama y dejar una pierna fuera, destapada, suspendida en el aire incluso en invierno. Al lado su marido, se revolvía inquieto ocupando cada cinco minutos la tercera parte libre del lecho, pues por turnos, buscaba el frescor de la porción desaprovechada, para volver a ella una vez templada la que acababa de acaparar. El calor era insoportable y maldecía al despertador, como si fuera el reloj el único culpable de las escasas horas que faltaban para levantarse sin  haber pegado ojo. Mientras tanto Emma, seguía soñando y emitiendo pequeños ruiditos difíciles de describir pero a todas luces, placenteros.

Por si no fuera suficiente el insufrible calor que al hombre le impedía conciliar el sueño, surgió de repente en la oscuridad de la habitación, el zumbido inconfundible y cargante del aleteo que produce el vuelo rasante de un mosquito y el chiflido se mezcló sin más, con el suave silbido satisfecho de su compañera.

 —“A buen seguro que es una hembra —pensó el hombre— nadie como ellas chupan mejor la sangre y no lo digo yo, no; que así es”.

Decidió serenamente, que permanecería quieto un momento, se tapó la cabeza con la sábana y se dispuso a darle al bicho una oportunidad, un minuto de tregua para que desapareciera y huyera por donde había entrado.

— “Ve a buscar tu alimento a otro sitio, alimaña, todas las ventanas estarán abiertas, puedes elegir, no acabes de fastidiarme la noche, ¡joder!”, —miró a su izquierda y continuó— “Incluso podrías picarle a ella, la sangre de Emma no estará mal, la tendrá de horchata, mírala, siempre tranquila, no se altera por nada, ¡vive feliz de la vida, sin trabajar, sin obedecer! ¡Ahí está! durmiendo a pierna suelta ¡Vete a por ella! ¡A por ella!  Que se despierte y deje de hacer ese ruido tan molesto que no soporto”.

Ajena a todos los seres que la rodeaban, Emma seguía durmiendo y él, farfullando.

—“¡Dios!, se ha metido la sanguijuela entre las sábanas. Se está acercando, oigo el zumbido cada vez más próximo, se ha parado en mi oreja. ¡Quieto!, no te muevas y sacúdele con fuerza, aplástala, mátala, elimínala  y ¡duérmete, duérmete!”.

El ruido de carne blanda abofeteada, despertó a la mujer ligeramente y entreabrió los ojos inquisidora y aturdida, mas no vio nada raro y nada salió de los gruesos labios de él. Un segundo después ya estaba profundamente dormida de nuevo.

El insomne furioso se miró la palma de la mano y comprobó para su desgracia, que no había ni rastro del mosquito machacado, sin embargo su abultada mejilla ardía doblemente a consecuencia del calor y la guantada. Dirigió una mirada de odio a su mujer inalterada y meneó la cabeza en señal de crítica.

—“Qué facilidad tiene esta tía para dormir. Como se nota que no tiene preocupaciones. Así también dormiría yo, no te fastidia, y encima la puta mosquita no deja de joderme. 

Voy a encender la luz, a ver si se despierta ésta, —dijo mirándola a ella—, que se aguante, ya ha dormido bastante”.

El individuo encendió el flexo de su mesita de noche y lo fue dirigiendo por las paredes despacio, escudriñando centímetro a centímetro los muros encalados del dormitorio, cuando la luz iluminó directamente la cara de Emma, ésta se despabiló, ¿Qué es lo que pasa?, preguntó cansinamente.

¿Tú que crees?  —contestó él con cara de pocos amigos.

La mujer no creía nada. Hacía mucho que sólo creía en lo que soñaba, giró sobre si misma hastiada, clavó la nariz en la almohada y cambió de pierna, volviendo a quedar ésta liberada, suspendida en el aire.

“No, no contestes no, qué te importa a ti que me acribillen a picotazos. Qué más te da que otros también se alimenten  a mi costa.  A ti nadie te hiere, ni los mosquitos, ni los bancos, ni los jefes…qué sabrás tú lo que es que te piquen todos los días”.

Y sin más respuesta que la de su rencor, apagó la luz.

Cinco minutos más tarde, cuando el sueño parecía que iba  apaciguando el malestar del hombre, el zumbido insidioso estalló de nuevo y movido como por un resorte, se incorporó en el borde de la cama observando a diestra y siniestra. Ojos avizor, y oídos desplegados de para en par. Doblemente al acecho como un cazador furtivo. Encendió de nuevo la habitación y torpemente se empinó sobre el colchón cual coloso enardecido con la vista fija en el techo. La corpulencia del hombre hundió el somier y la mujer rodó hacia el centro de la cama hasta chocar con sus pies. Lenta de reflejos como es lo natural en alguien somnoliento y sin darle tiempo a reaccionar para apartarse, el hombre le pisó el abdomen sin cuidado y ella gimió dolorida.

—“Si quéjate encima, como a ti no te muerden…”

Emma no dijo nada más, suspiró y volvió a la misma posición supina. Él la miró arrogante y descendió con ademanes de perdonavidas.

Anda, anda, luego dirás que no tengo miramiento alguno. Aprovecharé ahora que estás boca abajo, y acabaré con todos de una vez”.

Se levantó y fue derecho al armario de la cocina para sacar de entre los utensilios de limpieza, un frasco de veneno en aerosol que eliminaba alimañas caseras y volvió al lugar donde se entablaba la agitada y muda batalla. Vació el contenido del bote disparando enloquecido en cada rincón de la habitación, sin dejar ni una sola esquina a falta de vaporizar. La mujer aturdida por el ajetreo y los efluvios tóxicos levantó la cabeza para tomar aire a la vez que tosía compulsivamente agarrándose la garganta y mirándole con ojos piadosos balbució con un hilillo de voz: “la alergia mi amor, acuérdate de mi alergia”.

Él no contestó pero dejo de apretar el dispensador del frasco de metal.

—“Mira que tienes ganas de quejarte, pero si no has podido tragar nada, claro… como a ti no te pican…”

Dejó el bote en el suelo y apagando la luz, se tumbó de nuevo con la mirada fija, dirigida hacia el techo.

Apenas acababa de acomodarse con los brazos estirados, cuando percibió grandes habones urticantes que comenzaban a brotar entre sus dedos, en la pierna, en el párpado derecho y en otras partes de su cuerpo. El energúmeno, comenzó a rascarse frenético, ido, con tanta fuerza insistía que se despellejó los dedos y la sangre apareció caliente, viscosa.

“Justo lo que necesitaba”  —sonrió enajenado— y enarbolando la mano pegajosa a una inexistente mosquita abatida y oculta tras  la cortina, empezó a dar vueltas alrededor de la cama descalzo, chillando como un loco preso de un desvarío atávico.

“¡Venga, vamos!, comed directamente de mi mano, ¡Venid si os atrevéis! ¡Malditas!, ¡me vais a volver loco! Aquí os espero. ¡Venga, venga!”

Y sentándose en el borde de la cama a la altura de la cabecera, aplastó la testuz de la pobre Emma sobre la almohada, ésta medio intoxicada por el veneno volatilizado, sin fuerzas para revolverse contra las nalgas de su orondo esposo y  asustada, agitó la extremidad que tenía al aire en un último esfuerzo por girarse y aspirar algo de oxígeno, emitió un pequeño susurro que a él ni le inmutó y con la mirada fija en la pierna desnuda de su mujer siguió aplastando la cabeza de la pobre infeliz semienterrada  en la almohada.

“¡Eso, eso!, tú sigue durmiendo ¡Ronca feliz! eso, ¡a pierna suelta, mosquita muerta! ¡A pierna suelta! mientras a mí, todos, ¡todos! poco a poco, me vais chupando la sangre”.