Abrir y cerrar los ojos tres veces seguidas es lo que tuvo que hacer, para creer lo que estaba viendo.

Ella elevó los párpados despacio, evitando en lo posible la luz directa que la encañonaba desde el techo a través de una lámpara araña compuesta por seis brazos de bronce. La cuarta vez fue con brusquedad, acompañando el abanicado de sus pestañas con el arqueo de cejas, pues éstas se alzaron incrédulas sobre la piel de la frente que se arrugaba de perplejidad.

Sin atreverse a mirar a su alrededor, tanteó palmo a palmo el colchón  para comprobar si había algún signo de vida a su derecha, cuando constató que estaba sola en aquella inmensa cama, se incorporó dejando al descubierto una piel desnuda. Las sábanas de un azul claro, se replegaron en su cintura y Adele las apartó como si quemaran.

Brincó de la cama al suelo y se encontró en medio de aquella extraña habitación. El espejo le devolvía la imagen a la que ya estaba acostumbrada: unos cabellos teñidos de rubio, medio sujetos por unas cuantas horquillas incapaces de amarrar los vaivenes de lo que parecía, a primera vista, el guión de una larga función de amor.

Un rostro joven en el que destacaban  unas ojeras enlutadas de rímel y una bonita figura  tostada de sol, en la que se apreciaba la marca indeleble que deja la parte inferior de un bañador de dos piezas.

Buscó el interruptor donde apagar de golpe las seis patas de la araña y descorrió las gruesas y pesadas cortinas. Un inmenso mar escandalosamente azul se abrió ante sí mostrando todas las tonalidades que puedan imaginarse, abrió los cristales con desesperación y al instante, una ligera brisa salada le erizó la piel desabrigada.

¿Cómo había llegado hasta allí? La intensidad de aquel derrame turquesa le era tan familiar que pudo constatar que no se había movido de la isla; el cómo había atracado en aquella inmensa habitación de hotel, lo desconocía. Sin embargo no era necesario ser un detective muy avispado para resolver, a la vista de aquellas ropas diseminadas por el suelo, la evidente premura de lo que parecía ser un encuentro pasional.

 Adele De la Roche recogió las familiares prendas del suelo maquinalmente, mientras se esforzaba en recordar algo que le pudiese aportar alguna pista: ¿Qué hacía en aquella habitación sola? ¿Con quién había llegado? Por otra parte, a trompicones y machaconamente, se repetía en su cabeza una escueta prohibición seguida de un ruego: “No vuelvas nunca más… por favor Adele”

 — ¿No vuelvas nunca más?, ¿de dónde?— repitió en voz alta— nunca llegué a irme.

 Un pequeño televisor flotaba casi hasta el techo ya que se hallaba suspendido por dos invisibles escuadras en una esquina de la alcoba; con el sonido apagado, mostraba imágenes de lo que parecía ser sin temor a equivocarse, la retransmisión de una misa dominical desde la majestuosa Seu mallorquina, el logotipo del canal autonómico y el “directo” en una de las esquina de la pantalla, le dieron una respuesta.

— Domingo — susurró—, hoy, es domingo.

Abrió la puerta con cierto miedo y asomó tímidamente su cabellera enredada. Ante ella un largo pasillo enmoquetado y salpicado de habitaciones a derecha e izquierda la recibió en silencio: 208, ese era el número de su alcoba.

Cerró impetuosamente y con la puerta pegada a su espalda de nuevo en el cuarto, Adele pensativa, recorrió despacio con la mirada cada uno de los rincones de aquel lugar disonante.

Encima de un sencillo escritorio que chocaba con la lámpara barroca del techo, descubrió un sobre blanco, y enseguida se abalanzó hacia él esperando encontrar la resolución al gran enigma con el que salvar algo más incierto que su propia vida.

En la envoltura de papel podía leerse la consigna que había estado martilleándola desde que se despertó: No vuelvas nunca más… no vuelvas nunca más… no vuelvas nunca más.

Lo abrió ávida y temblorosa, y del interior extrajo una secuencia de tres fotos contiguas, sin duda se habían realizado en unos de esos fotomatones que se pueden encontrar apostados en los aledaños de las comisarías o a la entrada del suburbano, pero ¿dónde estaba la inevitable cuarta fotografía? Claramente ésta había sido arrancada de cuajo, lo irregular del cartoncillo brillante no ofrecía lugar a dudas.

Las fotos mostraban solamente la parte posterior de la cabeza de una mujer, no obstante se intuía claramente por la postura, que sus labios besaban ardorosamente a un hombre entregado de igual manera. Adele, reconoció en las fotos sus propios cabellos a la vista de aquellos mechones rizados que se le declaraban en rebeldía y se caracoleaban en la nuca como era habitual en ella; los demás, por el contrario, permanecían recogidos en un moño bien compuesto. Ladeada la cabeza, sus brazos rodeaban al desconocido y aunque no sabría decir quien era el individuo, pues casi no se le veía, le resultaba ligeramente familiar.

La imagen era evidente, una proximidad encarada de esa índole en un habitáculo como aquel, solo era posible si la mujer estaba sentada a horcajadas sobre las rodillas del sujeto. Sin saber muy bien el porqué, Adele se sonrojó.

Guardó las fotografías de nuevo y en el anverso del sobre observó unas letras apenas legibles: Calle de la Mirada.

Por más esfuerzos que hacía, la memoria obstinaba no arribaba a ninguna conclusión, sólo el insistente “no vuelvas nunca más”, volvía una y otra vez a su cabeza.

En el televisor seguía la reunión multitudinaria de fieles, el sacerdote cubierto por una casulla morada, daba la espalda a los feligreses y elevaba el cáliz de oro con solemnidad preceptiva mientras se inundaba de silencio la magnífica catedral.

Adele, por su parte, seguía sin dar crédito a lo que le estaba pasando, ¿Tanto habría bebido como para no recordar qué es lo que había hecho desde el viernes por la noche? Lo último que podía desenterrar de su mente, era su llegada a una discoteca, la sala Boomerang, allí debía encontrarse con algunos viejos amigos y conocidos, la reunión de antiguos alumnos del colegio Santa Ana y San Gabriel la había llevado hasta allí.

 Intentó tranquilizarse encendiendo un cigarrillo. En el cenicero situado en una de las mesillas cercanas a la cama, algunas colillas llevaban impreso en los filtros ligeras marcas de carmín, otras permanecían sin huella.

Se dirigió al ventanal y contemplando de nuevo el azul respiró intensamente. Al instante una gran agitación se enarboló desde lo más profundo de su esencia y Adele empezó a amarrar  poco a poco imágenes con voces; hasta ese momento, las palabras habían estado retenidas en algún lugar de su cerebro y pausadamente las fue haciendo regresar a tirones, remolcadas, como si volvieran de un largo viaje allende otros puertos.

 — “¿Recuerdas a tal?”, “¿Qué habrá sido de?” “Jamás te hubiera reconocido”, “No has cambiado nada”, ¿Cómo tú por aquí?“¿Quién nos lo iba a decir?”, “Míralo, ahí viene”. “¡Qué desperdicio!”. “Pero qué guapa estás”.

 Las imágenes enredadas con una música de fondo, se embarullaban dentro de su cabeza, aún así se vio dirigiéndose a la barra, pidiendo un vaso de agua para tragar una de las cápsulas de Neurontín. La medicación no sabía de lugares ni fiestas y si quería evitar sorpresas desagradables a toda costa, no debía olvidarse jamás de sus pastillas.

Dichosa epilepsia.

Una equivocación, un vaso ahogado y errado en  un líquido transparente, una prisa, una urgencia, la avidez de la sed y después: La nada.

Otro de aquellos episodios en los que actuaba con normalidad, jamás sin voluntad, consciente de sus actos, hasta que la resistencia impuesta por la naturaleza se convertía en un impedimento para recordar. La huella del tiempo se extraviaba invariablemente cada vez que unía medicación y alcohol. Jamás le impidió este cóctel de olvido que siguiera con su ritmo vital, los efectos se presentaban más tarde, pues era al volver en sí, al activarse de nuevo después del obligado descanso, cuando el tiempo parecía haberse detenido unas horas posteriores a la ingesta.

 Adele, levantó los ojos hacia la esquina de aquel cuarto, la misa seguía en el rincón de paredes blancas y el oficiante casi podría decirse que miraba desafiante a la cámara mientras se despedía de sus fieles.

La mujer se quedó quieta, la vista muy fija observando el receptor. El rostro de aquel hombre envuelto en púrpuras y dorados la empujó a emitir un grito indescriptible, un lamento preciso y breve entre sorpresa y desconcierto, pero ante todo, una manifestación vehemente de sentimientos a brincos que se resumían en aquel sonido agudo surgido desde lo más hondo, allí donde el sol no transforma el color de la piel. Un alegato a la estupefacción, una bofetada sin roce detenida a dos milímetros de la cara.

Joaquín, una frente inconfundible, una pequeña marca de nacimiento al lado de la ceja, una señal rosada, un antojo insatisfecho. La melena que en su día fue ensortijada, ahora se le mostraba cercenada, acompañando a un uniforme de gala propio de su dignidad, casullas, albas, estolas y cíngulos.

Bailes y copas, un Boomerang de reencuentros, un saludo, una mirada, un deseo, un recuerdo, una asignatura prorrogada hasta obtener el aprobado. Después la culpabilidad, el arrepentimiento, la contrición y finalmente la huída hacia una dirección inexistente, una imaginaria calle que observa a las almas que se pierden tras un impulso: Calle de la Mirada, y una trasgresión voluntaria, que jamás debería volver a repetirse.

« »