No he de negar que pudiera parecer ahora exagerado, sin embargo, si hubieran contemplado mi nefasta adolescencia por un boquete, entenderían el porqué del retraimiento que arrastré hasta alcanzar la mayoría de edad. En la familia Santaolaya, es decir la mía, aquel rasgo inherente en todos nosotros debía ser motivo de orgullo y nadie hubo insinuado jamás que el atributo facial heredado, no era del agrado de su dueño. Por eso, cuando les comuniqué mi intención -aprovechando que estábamos celebrando la primera comunión de mi prima Mirta, y habiendo llegado ya a los postres tras algunas de esas bebidas espiritosas que relajan el ambiente-, me miraron; se miraron los unos a los otros y comenzaron a hacer las preguntas que me temía. Llevaba preparadas algunas de las respuestas no fuera a ser que, por mi tendencia a la improvisación, metiera la pata y pudiese herir la autoestima de alguien.
Todos sabéis, empecé diciendo, que lo que más deseo en este mundo es: ser actor. Interpretar dramatismos, salir al escenario cegado por los focos, oír a los espectadores aplaudiendo hasta enrojecerse las palmas de sus manos. Que me reconozcan por la calle, firmar autógrafos ininteligibles y sentir ese hormigueo que…
Como era de esperar, en este punto de mi discurso, mi tía Carmen que -por suerte para ella-, había salido a su madre, tuvo que intervenir con la gracia aquella de: “Pues si lo que quieres es que te reconozcan, no deberías…”
En tallas. Así era como podríamos clasificar nuestras narices. El apéndice sobresalía como una montaña erguida en mitad de la cara, de la mía y prácticamente de todos los allí presentes. Una nariz prominente que endurecía y marginaba cualquier otro rasgo facial que anduviese en derredor. De nada me servía disfrutar de ojos verdes, ni de unos labios remarcados que, al sonreír seductoramente destapaban dientes similares a perlas como diría un poeta poco original. No, lo que había entre mi frente y mi boca, era un rasgo santaolaya-gueño que no me proporcionaba fuera de allí, rodeado de parientes, nada más que problemas y desesperación. Cuántas veces tuve que oír el nombre de Pinocho, esa mentirosa marioneta de palo a mis espaldas y esas risas maliciosas cuando estornudaba persistentemente a consecuencia de mi alergia a las gramíneas primaverales. Pasados los años, me río de mí mismo cuando por las mañanas al despertarme me noto algo anquilosado y jocosamente pienso: “Aún sin las napias, pareces de madera Pascualet”.
Como iba diciendo, nada ni nadie podían revocar mi decisión y sin escuchar las críticas y el debate posterior ya que la decisión estaba tomada en firme, pasé a la acción.
Al día siguiente me puse en contacto con una eminencia en cuestión de operaciones estéticas recomendada por una amiga a la que las orejas, le habían jugado también una mala faena rehuyendo estas la cercanía del cráneo. Unas vez empujadas a su sitio por este doctor y bajo anestesia local, no tenían sus pacientes más que, palabras de elogio para el tal Dr. Perales, y a ese especialista en cirugía plástica me encaminé una vez reunidos el montante de la operación y la edad suficiente para no tener que contar con nadie más que, mi conciencia.
El tiempo pasa rápido y mi familia -que no es rencorosa-, olvidado el primer impacto al conocer mi osadía, admitió el cambio en mi fisionomía sin más regaños y al poco estábamos todos alegres, reunidos de nuevo celebrando el bautizo de un nuevo vástago.
He de decir que para mi sorpresa, el cambio de semblante me proporcionó unas cualidades con las que no había contado y aunque pudieran parecer extrañas son tan ciertas como que me apellido Santaolaya, y estas no son otras que, el aumento fabuloso de los estímulos sensoriales adquiridos a través del oído, la vista, el gusto y el tacto, e incluso diríase que también del sentido del equilibrio.
Podía palpar y advertir cualquier cosa, hasta lo más efímero, lo más fugaz. Un día al doblar una esquina, pude explorar detenidamente mi propia sombra tocándola con las manos. La vista se me agudizó hasta el extremo de poder distinguir a lo lejos las agujas en los pajares y los tréboles de cuatro hojas ocultos en la inmensidad de los prados verdes, con solo echar una ojeada. Una mañana tumbado al sol, observando la estela dejada entre las nubes por un avión de la compañía Air Armenia, pude oí nítidamente la conversación sostenida entre el piloto y su azafata, no la reproduciré por respeto a su intimidad pero créanme que no les miento.
El olfato, ahora extremadamente sensible, me produjo algún que otro inconveniente como es lógico pero esto quedó compensado con algunos otros maravillosos que percibía desde la distancia: el aroma a madera desprendida por los lápices de colores en las escuelas, la esencia de los tomates reverdecidos y enganchados aún en sus matas o el perfume de los limoneros cultivados en Sicilia me llegaban en todo su esplendor cuando paseaba tranquilo por las cornisas de los edificios más altos, sin el más mínimo vestigio de vértigo.
A pesar de mis nuevas facultades, yo seguía yendo en pos de mi sueño y una mañana me enteré de que, la nueva compañía de teatro “Orvallo” buscaba protagonista para interpretar al personaje principal de la obra del dramaturgo francés Edmond Rostand próxima a representarse en la ciudad y hacia allí me encaminé. Cuánto hubiera dado por meterme en la piel de ese personaje heroico, de ese poeta derrochador de orgullo y sentimiento como era Cyrano de Bergerac; sin embargo pese a mi gran desilusión mantuve la compostura al oír al asistente de dirección comunicarme con voz profunda y sin impostar que sintiéndolo mucho, me rechazaba porque no daba el perfil.