Goliat nunca pensó que acabaría trabajando de auxiliar en la consulta de un sacamuelas argentino de nombre Héctor. La pequeña clínica, llamada Ushuaia, estaba situada en el segundo piso de un edificio de siete plantas en las afueras de la ciudad. Héctor, estomatólogo licenciado por la Universidad Nacional de Cuyo en Mendoza, había cruzado el atlántico en 1.977 huyendo de la dura represión que sobrevolaba su país. Fue a través de una amiga cómo Goliat consiguió el trabajo. Cierto es que a este, la sangre nunca le había espantado, no le asqueaba la saliva, y el trato amable con la gente lo llevaba impreso en sus genes, genes normales, no de gigante como podría imaginarse. Con buen talante más que con gran talento, aprendió las reglas básicas de la clínica dental y con unas cuantas clases magistrales in situ, impartidas por el propio Dr. Héctor Cebrera, se instruyó al detalle de la designación del instrumental, del autoclave, de las amalgamas, las lámparas blanqueadoras y sobre todo, del uso de un compresor de corriente alterna que maniobraba los movimientos de un gran sillón de piel vacuna en color apizarrado. A esta especie de chaise-longe de cuero se le había incorporado una fuentecilla surtidora accionada a través de un pedal. Traído allende los mares en la bodega de un buque mercante, el sillón era inseparable del doctor según había confesado a su nuevo ayudante haciéndole gran hincapié en el esmero que debía procurarle, y mientras hablaba de la famosa curtiduría de la que procedía el tapizado, espantaba con el dorso de la mano una inexistente mota de polvo supuestamente acomodada en el magnífico respaldo.

Goliat fue uniformado con una bata verde con cuello de pico y unos zuecos blancos repletos de agujerillos a los que se acostumbró en seguida, llegando incluso a juguetear con el repiqueteo constante que producían al caminar semejante al de unas castañuelas.

Quién me lo iba a decir a mí –pensaba-, un estudiante de filología románica de Salamanca, ayudando a sanear colmillos y molares a un odontólogo argentino.

Dentro de las labores que le correspondían en el reciente empleo como asistente, estaba la de anotar las citas través del teléfono. Una vez de cuerpo presente, a los pacientes se les rellenaba una ficha con los datos más significativos y pasaban directamente a tumbarse en el sillón.  Acabado el tratamiento, Goliat los acompañaba hasta su mesa, cobraba la minuta y bajo el influjo del hilo musical que ambientaba las estancias, salían de allí ansiosos por pisar la calle bajando los escalones de dos en dos o incluso de tres en tres, si sus piernas se lo permitían.

La clínica empezó a funcionar y todo transcurría con normalidad. El Doctor Héctor Cebrera era un tipo cordial, pampero hasta las trancas y bastante extrovertido, por nada del mundo quería borrar su origen gaucho y conservaba en uno de los cajones curvados de un mueble deslucido, unas boleadoras perfectamente pulidas por las manos de un mestizo jinete trashumante ancestro del doctor; así como un poncho de vicuña rayado en colores apagados, perennemente colgado tras la puerta de la consulta.

Entrado en carnes morenas y muy generosas, ofrecía el aspecto de un vaquero  que ya no cabalga desde hace tiempo.

Goliat a su lado, era la viva estampa de la pena: delgado, pálido y con la barba recortada en punta, parecía el hermano gemelo del caballero de la mano en el pecho. A veces, en los intervalos entre paciente y paciente, disfrutaba con lecturas sobre el origen de la escuela ecléctica, o indagaba en la vida de Areteo de Capadocia. Y cuando por las mañanas se perfilaba la barba en el lavabo, recitaba de memoria ante el espejo algunos de los himnos homéricos que tanto le emocionaban.

Una tarde de finales de enero pasó por allí un paciente citado a deshora tras explicar con todo lujo de detalles que, su horario de trabajo no era compatible con el de la clínica y que si podían hacerle el favor de recibirlo después de la hora de cierre ya que andaba muy necesitado.

Preguntado al dentista si podría atender al tal Sr. Torres – supuestamente muy dolorido-, a las nueve y cuarto de la noche, Goliat creyó observar en el rostro trigueño de Héctor un mohín extraño y sin saber de qué manera traducirle el gesto ni del latín ni del griego, no dio más importancia al hecho y anotó la cita para ese mismo día como  le fue ordenado.

Lautaro Torres puntual, se encontraba frente al asistente y este comenzó con el desgranado de preguntas rutinarias: Nombre, edad, dirección, teléfono. Protocolo que no por repetitivo dejaba indiferente a Goliat, a quien le gustaba, por entretenerse, adivinar las respuestas antes de escucharlas y encontrar el origen de los nombres que llamaban por algún motivo su atención.

Cuarenta y un años, calle de la Solana 28 y un número de teléfono común, anodino y difícil de recordar como la mayoría de esas de cifras tan  largas. Pero fue en el apartado correspondiente a las alergias conocidas, cuando el ayudante de odontólogo abrió de par en par los ojos al oír la respuesta, y con gesto reflejo contrajo el cuello hacia atrás llegando a tocarse la barbilla con el pecho.

-¿Cómo ha dicho Sr. Torres? Es usted alérgico a…

– A las palabras, caballero. Soy alérgico a las palabras.

Sorprendido casi más por el trato de caballero que por la respuesta en cuestión, anotó entre comillado en la ficha: “Hipersensibilidad a las palabras”, pensando que no era él quién debía lidiar con semejante chistoso.

Por continuar lo que parecía una broma, pero con semblante correcto y voz serena, Goliat prosiguió:

-¿Habladas o escritas, Don Lautaro?

-Habladas -contestó sin pensarlo-. Las escritas me dañan menos –dijo a modo reflexivo bajando los ojos y la voz.

El auxiliar continuó escribiendo sobre la ficha que, a consecuencia del notorio zurdeo de Goliat se encontraba en posición ligeramente retorcida sobre la mesa mientras escribía, motivo por el cual, Lautaro asentía leyendo sin problema la transcripción de sus palabras sobre el cartoncillo rayado. Con un ademán Goliat le indicó se sentara a esperar en la otra sala anunciándole que no tardaría en pasar a consulta. Siempre lo hacía como norma preceptiva, aunque sabía con certeza que Héctor estaba desocupado, distraído, volteando en solitario el arma arrojadiza que guardaba en el cajón para relajarse –decía-, entre alivios y tratamientos.

Lautaro eligió para sentarse la silla poltrona réplica exacta de una del siglo XV utilizada -según dijo un ebanista porteño-, por María Antonieta y que, servía más de adorno que de otra cosa en la sala de espera. Por regla general, los pacientes aguardaban el momento de abrir la boca en los duros asientos de metacrilato que bordeaban las paredes del pequeño dispensario.

Intrigado, Goliat lo miraba de refilón por el hueco de la puerta mientras hacía ver que colocaba unos informes dentro de una carpeta y comenzó a elucubrar sobre el origen de ese nombre. Un deje en su voz similar al de Héctor no ofrecía dudas: será mapuche o araucano -pensó-, y sin más interés por el momento, pasó a otra cosa.

Lautaro cogió una revista de viajes fechada en el mes anterior que había sobre una mesita baja y empezó a ojearla.

-Goliat, que pase Torres –se oyó desde la sala contigua- y tú puedes irte a casa, no voy a necesitarte.

La familiaridad con la que pronunció el apellido del paciente le resultó poco cortés pero como ese detalle no iba con él, recogió sus cosas y se fue, dejándolos a solas.

-¿Qué te trae por aquí amigo? ¿Cómo me has encontrado? –Dijo Héctor dirigiéndose a Lautaro-. Sabes que ya no me dedico a ese tipo de alivios. ¿No has conseguido acabar con el padecimiento verbal? Sigues igual, atragantándote con tus propias palabras repletas de obviedades. Se te indigestan las voces ajenas y te arrepientes de tus escasos discursos, casi al instante. No has seguido mis consejos por lo que veo. Has hablado demasiado y ahora te pesa, ¿no es eso? Anda –le dijo-, siéntate en el sillón.

El hombre se quitó los zapatos instintivamente ya que su estatura algo menguada por una ligera corcova, le obligaba a dejar manchada de huella la superficie de cuero.

– No era necesario –manifestó el doctor dirigiendo la mirada hacia los pies del paciente-. Pero habla, te escucho. Imagino qué es lo que vas a contarme. Seguro que has vuelto a perder el norte y sigues a cuestas buscando la vergüenza. Te has quedado solo de la noche a la mañana. ¿No es cierto? Se te ha caído el mundo encima, no has podido esquivarlo y ahora andás de nuevo con el alma magullada por el peso que no has podido eludir. Quieres borrar todo lo que ha salido de tu boca últimamente.

¿Has hablado con mi ayudante Goliat? Sabe de palabras más que tú y que yo juntos, pero todavía no le he instruido en el arte de deshacer voces.

Goliat regresaba a casa pensativo; las manos en los bolsillos, la cabeza agachada y las suelas de sus zapatos rebuscando entre las hojas más secas caídas de los árboles para aplastarlas contra el suelo. El crujir del quiebro bajo sus pies le proporcionaba un cierto placer. Las palabras de aquél paciente tan extraño y los términos en los que se expresó, le habían dejado tocado. Dándole vueltas al pretexto con el que podría volver al consultorio para echar un vistazo y sin más remedio que admitir que era curioso por naturaleza, simuló con algo de mímica en mitad de la calle y con un ligero aspaviento, un olvido de llaves y dándose media vuelta regresó de forma apresurada. El porqué de esa pantomima cuando lo más probable era que nadie se percatara de su presencia en la calle, obedecía a una extraña sensación que soportaba desde que tenía uso de razón: un ojo vigilante omnipresente le observaba constantemente.

Abrió con sus llaves y entró en silencio, la puerta de la sala de curas estaba cerrada y con nitidez pudo escuchar la voz de Héctor dirigiéndose al paciente.

-Cuántas veces te expliqué el poder del silencio Lautaro ¿Cuántas?, sabes que cada vez se complica más, que llegará el momento en el que ya no pueda hacer nada por ti. ¿Qué fue lo que le dijiste ahora?

La ausencia de ruido y una extraña energía rodeó a un sigiloso Goliat que inmóvil ansiaba oír la respuesta de Lautaro. Esperó unos segundos, un minuto, tres y hasta cinco, pero nada oyó, y decepcionado, se dirigió de nuevo a la salida. Mas de pronto, el compresor que activaba el sillón empezó a funcionar por si solo haciendo vibrar sus entrañas.  La membrana tremolaba y sacudía a las válvulas produciendo un parloteo inaudito, un lenguaje jamás oído.  La presión aumentaba desplazando los fluídos internos de la máquina y el sonido se hacía cada vez más insoportable, ensordecedor. El equilibro del sistema comenzó a tambalearse, los pistones y los cilindros pareciera que iban a salir disparados,  y en el estruendo,  Goliat apenas podía entender las palabras que salían por boca de los dos amigos; desconcertado por aquél zumbido estridente, se llevó las manos a los oídos y los apretó con fuerza. Abrió como pudo la puerta, salió corriendo y rodó por las escaleras bajándolas de dos en dos, o incluso, de tres en tres.

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