Esta era mi primera cita. Por fin me había decidido. Quería acabar con mi soledad y no encontré otra manera mejor que inscribirme en una agencia matrimonial anunciada en el periódico. Conocería sin ninguna duda según me aseguraron, a una mujer con quien charlar, compartir aficiones y por qué no, mantener una relación afectiva más allá de la simple amistad. Una cita a ciegas como muchas de las que había visto en las películas; bueno, a decir verdad, muy ciega no era, había visto su foto en Amor & Cia, agencia que había elegido no hacía más de un mes de entre las tres que se anunciaban en las páginas centrales del diario.
La chica seleccionada tenía buen aspecto según la foto que me mostraron. La imaginé de trato amable. Fotografiada con una ligera sonrisa, observé su cara sin parpadear durante unos segundos. No podía negar que aquella cara me atrajo desde el primer momento; pero cuánta información más allá de la pura fachada puede mostrar un solo retrato a color. No poseía facciones sobresalientes que rompieran la armonía de su rostro y eso debo confesar que me gustó. Era de piel clara salpicada de algunas pecas tenues que armonizaban con el color taheño de su melena rizada y que no llegaba a cubrirle los hombros.
Tras dar mi visto bueno y a la inversa –supongo-, se concretó la cita.
Llegó el día. Mi nerviosismo era cada vez más patente, enganchado en la barra del Bar Quito desde hacía un buen rato, el camarero ecuatoriano, me miraba extrañado,
Pedí un vermú con limón que me sirvió al instante, acompañado de tres olivas y tres boquerones en vinagre, por supuesto ni los toqué, no están los tiempos para comer pescado crudo.
Seguí imaginando el encuentro mientras mordisqueaba un trozo de limón empapado en ajenjo. Por lo que a mí respecta, había intentado describirme de la forma más fidedigna posible, no quería sorpresas por parte de ninguno: Hombre de cuarenta y nueve años, metro sesenta y ocho centímetros… Estuve a punto de anotar setenta, pero no quise mentir, ya pasó la época en la que hubiera matado por ganar una veintena de milímetros más.
Me gustan los caballos que relinchan y jamás he montado a ninguno. Me gusta el crepitar de una hoguera y el fluir de los riachuelos, mas no tengo chimenea y el bosque me queda lejos. Me gusta la música popular en general, y sin embargo se repite día tras día el mismo disco de boleros interpretados por flabiols, xeremies y castanyolas cuando entro en casa. Esa melodía me eleva desde la tierra o el mar hasta cielo y me vuelve algo ñoño, lo admito. Mis amigos castellanos dicen que los insulanos nos volvemos melancólicos cuando estamos lejos de las mareas, y que vamos de un lado a otro buscando sirenas que ya no existen, pero ¿quién sabe? Quizá sea hoy el día en el que encuentre a la mía.
Observé nuevamente el reloj y comprobé que a pesar de llevar esperando casi treinta minutos, no había llegado aún la hora de mi cita. Esta absurda manía de llegar exageradamente pronto a todos lados es algo que debiera corregir, no me aporta nada más que desesperación y pérdida de tiempo.
Llevé la mano derecha a mi bolsillo en busca del paquete de cigarros que siempre me acompañaba, para darme cuenta al instante de que estaba vacío; había jurado dos días atrás dejar de fumar; no era el momento de empezar de nuevo con los pitillos ahora que estaba tan mal visto disfrutar del humo. Para entretenerme opté por hacer un barquito sencillo con una servilleta de papel apenas usada. Nos estamos quedando sin árboles –pensé-, asociando ideas nerviosamente.
Me bebí el vermú con las olivas y los boquerones solos en el plato parecían una bufanda hecha jirones.
Levanté la vista del mostrador y observé a través de los cristales una marabunta de personas que se arremolinaban alrededor de algo que, no llegaba a apreciar bien aunque no estaba lejos. Si salía del bar a fisgonear podría cruzarme con ella, perder la cita e irnos los dos decepcionados; así que opté por quedarme dentro. Poco me costó olvidar el tema, la curiosidad no es lo mío y las aglomeraciones me suelen poner nervioso. Como no soy muy alto, tengo que ponerme de puntillas para enterarme de algo entre el gentío y después me dan tirones en los gemelos: falta de potasio -me dicen- come plátanos. Ya los como, pero ni por esas.
Me acerqué a la puerta por seguir la corriente, cuando vi que todos los que estaban en el bar hacían lo propio y en ese preciso momento entró ella. Igualita que la de la foto aunque más guapa, llevaba un traje de chaqueta gris y zapatos planos, respiré tranquilo. Su expresión era segura y atenta. Observó a los que estábamos arremolinados en la puerta intentando encontrar al de la foto que sin duda era yo, y me adelanté de forma atolondrada como si un miedo irracional me avisara con estas palabras: “Date prisa que te la quitan”.
-Soy Albert, -balbucí extendiendo mi mano-, me plantó dos besos y mientras me decía su nombre: Judith, agarró mis dedos con fuerza y me arrastró fuera del bar.
-¡Vamos Albert, en la calle hay mucha gente y parecen todos muy contentos!
Confieso que algo aturdido, corrí de su mano hacia el grupo de individuos cada vez más numeroso. Al llegar nos sorprendió un redondel de hombres y mujeres que agarrados de los hombros se movían cada vez más rápido dando vueltas al son del baile de Zorba.
-¿Qué es toda ésta algarabía? – pregunté a un hombre vestido de blanco que palmeaba entusiasmado.
-¿No se han enterado? –contestó. Es una clase magistral de danza griega, ése que ven ahí es el afamado profesor Ioannis Fousianis, gran amigo de Mikis Theodorakis, estamos esperándolos, ya deben estar al llegar, va a dedicar parte de su tiempo a la llamada “Semana de la Hermandad Islas del Mediterráneo”, están instalando una carpa allá atrás, cerca del parque. Habrá manjares típicos, bailes, productos autóctonos, artesanía, música.
Judith y yo nos miramos sonriendo, hasta ese momento no me di cuenta de que casi no conocía a esa mujer y sin embargo me sentía tan cómodo que llegó a extrañarme.
Aeneas se llamaba el hombre que jaleaba animado. Una placa distintiva en su camisa no ofrecía lugar a dudas y con un ligero acento salentino, nos fue informando de las maravillas de cada isla representada.
-No dejéis de ir a Rab hay unas magníficas rutas para hacer excursiones, y en Cerdeña: ¡Qué playas!, eso por no hablar de Mykonos donde todo los días son fiesta, y Djerba Losing, Amorgos,….
El hombre enumeraba las islas con una pasión contagiosa mientras señalaba los stands que todavía estaban desordenados y que más tarde irían dentro de la carpa.
En cada uno de ellos ofrecían por poco dinero, unos sobres de colores cerrados en los que se sorteaba un magnífico crucero para dos personas ¿Quién podría resistirse? Y como no podía ser de otro modo, nos hicimos con tres de los azules.
El tiempo pasaba rápido entre música, bailes, sonrisas y por mi parte he de decir, que más de una mirada furtiva, intentando colarme en sus pensamientos. De pronto recordé que no había pagado mi consumición en el bar y además había dejado las gafas de leer al lado del periódico, encima de la barra.
Volvimos al Bar Quito, y más tranquilos hicimos las presentaciones oficiales.
Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que en Amor & Cía habían hecho bien su trabajo, hablábamos y escuchábamos con interés aquello que nos atrevíamos a contar mirándonos a los ojos. Y el tiempo transcurrió sin vigilancia.
Absortos en la conversación nos sorprendió de pronto un sonido por megafonía que llegaba desde la calle, una pantalla gigante proyectaba sin descanso decenas de imágenes con paisajes idílicos en los que el mar y las construcciones blancas eran protagonistas. Las seductoras fotografías dieron paso a un número que no me resultó ajeno.
-¡Judith ven, el agua está buenísima!
La vi acercarse bañada en sol; risueña, salpicada de gotas y arena, ¿quién se atreve ahora a decirme que no existen las sirenas?