-No me mires así, ¿qué sabrás tú?-dijo mirando a la luna.

La noche, iluminada tan solo por unos pequeños puntos brillantes en el cielo envolvía la cubierta del barco. Los faroles de cobre y bronce se repartían desde proa a popa a lo largo de todo el pasillo de madera humedecido en salitre. Las luces colgadas, imitaban a los antiguos fanales de antaño que se colocaban en la popa de los grandes buques como insignia de mando. Esa noche, sin razón aparente, las bombillas que debían lucir permanecían apagadas y Demian agradeció el detalle pensando que el destino se aliaba con él y le concedía el beneplácito de lo que estaba a punto de suceder.

Cuánto de sofisticada premeditación habría en la maniobra que iba a realizar el hombre solitario que susurraba a la mar y tenía como único testigo a una luna menguada y temblorosa. ¿Quién podía siquiera intuir que por su cabeza rondara el desbarajuste de un suicidio?

Unas horas antes, Demian se mostraba aparentemente tranquilo. Dos días navegando en el buque le otorgaban tal estabilidad que nadie diría por su paso firme, que esa noche había bebido demasiado whisky. La monstruosa nave acogía entre sus cuadernas a seiscientos pasajeros de distintas nacionalidades, incluidos cuarenta empleados del Grupo navarro Hermanos Arizmendi S.A. dedicado a la metalurgia. El viaje se percibía a modo de incentivo por los buenos resultados obtenidos en el último ejercicio del año. Un magnífico crucero de siete días por el mediterráneo, recalando en algunas de las islas más turísticas.

-¿Por qué no vas a ir? Qué desaire para los Arizmendi. Te vendrá bien, te ayudará a  pasar el mal trago –le comentó un amigo- ¡La botella hay que verla siempre medio llena, recuérdalo! Ella se lo ha buscado.

Sin embargo, lo único que recordaba Demian de esa  botella  de la que hablaba  su amigo demasiado a menudo, era que se había ido quedando vacía sin probarla y que cuando quiso saborearla se descubrió chupeteando las últimas gotas de aquel vino que por atesorarlo con celo se tornó ácido. Laura, esta vez tardaría muchos años en volver.

Después de varios intentos de fugas caprichosas, él la retornaba al hogar seguro, la acogía una y otra vez. La arrastraba medio enajenado para tenerla cerca de nuevo sin hacerle preguntas y ella, amedrentada y perdida, se dejaba atrapar otra vez esperando otro descuido de él, para huir de nuevo. Huir. Todas las preguntas que le hacía Demian a la vuelta se confundían embarulladas en su cabeza y  se pudrían de tanto callarlas.

Demian perdonaba siempre.

Entre el grupo de trabajadores que disfrutaban satisfechos del viaje, Demian sobresalía por ser el serio gerente de la empresa. Nadie sospechó de su semblante afligido. Iba impecablemente vestido como era lo habitual: traje oscuro y pajarita estrecha anudada al cuello, resaltaba el blanco de su camisa perfectamente planchada y casi se diría almidonada. El pequeño lazo negro, perdida la adecuada rigidez que mandan los cánones de la elegancia, languidecía irremediablemente del lado derecho.

Ataviado de este modo para la ocasión, el hombre se dirigió a la gran sala flotante destinada al casino. Ésta, resplandecía como todas las noches. Un murmullo de voces se unía al trajín de las fichas de plástico que chocaban y se restregaban por los tableros mientras, una campanita de metal dorado, difundía con júbilo los éxitos premiados de los encopetados clientes.

Elegir entre rojo y negro, qué paradoja —pensaba—, rojo carmín, como los labios, entreabiertos de su amada Laura. Y negro como el futuro que le mostraba un destino sin su presencia. Eligió rojo impar y no dudó en apostar al cinco. Un lustro, cinco años viviendo sólo por ella. Después, el insoportable abandono, la obligada dejadez despiadada.

La ruleta no gana, es usted el que pierde había oído muchas veces. La ruleta no tiene memoria ni sentimientos, la ruleta es la más lista de todos los seres que la rodean nerviosos. Conoce a fuerza de las muchas jugadas si preferimos ganar o inconscientemente nos sentamos a perder para llorar con razón por el imprevisto desvalijo

Tomó asiento entre dos damas, la pajarita endeble le oprimía levemente el cuello mientras observaba como la bola de marfil rodaba enloquecida por la inercia en el resalte de madera.

Intentó aflojarse el lazo sin éxito.

Y paró. La canica blanca se detuvo exhausta en el hueco correspondiente al cinco  rojo. Y perdió. Perdió por un momento su pobreza. Perdió uno de los muchos argumentos con los que justificaba su desesperación cuando Laura se marchaba de su lado y él suponía que la huída era por no poder satisfacer todos sus caprichos.

El crupier le acercó las fichas impávido mientras los demás jugadores le envidiaban sin hipocresía.

Demasiado dinero para no comprar nada –pensó recogiendo las fichas de colores- las traiciones no pueden comprarse si nadie las quiere vender. Ella no ambiciona perdones regalados. No puedo hacer nada por recuperarla. El dinero no me sirve, no conseguiré comprar la liberación de su alma, ni siquiera su fianza. ¿Por qué nadie cree que me disparó por error? ¿Qué les hace pensar que quería matarme?, que deseaba librarse de mí. Yo que la amaba más que a mi propia vida. Yo que la buscaba hasta la extenuación y la acogía de nuevo en mi hogar sin reproches. Yo que la amaba con locura disimulada, ahora no puedo siquiera visitarla en la cárcel.

Salió del casino hacia la cubierta de estribor caminando despacio con las piezas de plástico apiñadas en los bolsillos. El viento del este se confundía mezclado entre las olas y  salpicaba  el ambiente de sal, Demian capturó una de las gotas prendida en su boca.   No me juzguéis, ni la juzguéis a ella, exclamó de nuevo mirando hacia el cielo, y tras un seco chapoteo, la cubierta  quedó de nuevo vacía y el astro despejado de nubes respiró tranquilo, cuando lo vio saltar por la borda. Un lunático menos.

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