—“Pues no sé a qué estás esperando Regina”.

 Eso es lo me contestó mi compañera Arabel, al confesarle entre comanda y comanda de los camareros, que yo, Regina Bazán, cocinera de aquel afamado hotel, estaba tan agobiada en el trabajo, que muchas veces tenía la sensación de que moriría joven a causa del maldito estrés.

¿Me estás llamando vieja? —respondí malhumorada ante su ironía—, y ella encogiéndose de hombros se limitó a sonreír mientras colocaba con delicadeza un tomate cherry rematando la decoración, de una ensaladilla rusa.

Mi amiga Arabel y yo teníamos algo más de cincuenta años. Ella había desafiado por dos veces a la muerte y en las dos había escapado aparentemente sin apenas secuelas que le recordasen aquella escaramuza. “Escaramuzas”, esa era la palabra que utilizaba mi risueña compañera para designar los combates en los que luchó por sobrevivir. Después de un tiempo batallando, Arabel había vuelto a su trabajo algo más delgada, con los pulmones saludables, aparentemente restablecida y con el mismo entusiasmo de siempre.

A sus labores en la cocina del restaurante puedo asegurar que se entregaba como lo hacía en su propia vida, es decir: con gran dedicación. Lo mismo preparaba con esmero un sencillo plato combinado de filete con patatas crujientes, que uno de esos otros sofisticados, a base de rosados gambones marinados a las finas hierbas o en salsa melosa de yogur.

Por eso, conocida su apabullante vitalidad, la noticia de su muerte tres años después de haberse recuperado y vuelto al trabajo, me impresionó de tal manera, que aún hoy la  recuerdo vivamente.

Como sabéis, mi nombre es Regina y en la actualidad soy una frágil anciana que si no lo remedia dentro de nada, cumplirá cien años. Ha pasado ya mucho tiempo desde el fallecimiento de mi amiga. Pobre Arabel —pensé en aquel momento—, no quiso aceptar la revancha y cuando le comunicaron que de nuevo debía volver al hospital para lidiar con la insidiosa enfermedad, atajó el recorrido que la llevaba al sanatorio y se arrojó sin alas desde un puente.

Mi vida después del suicidio de Arabel, transcurrió sin muchos cambios, a excepción de una nueva compañera que ante mis quejas por el incesante trabajo en el restaurante, me daba siempre la razón argumentando que pensaba lo mismo: tanta actividad acabaría rápidamente con ella también.

En aquél tiempo, yo vivía con Arnau, el hombre que me hizo feliz hasta el día en el que falleció sin desearlo, y tras un responso en el cementerio quedó bien guarecido bajo una lápida de mármol.

Dos años después de la muerte de Arnau, llegó el día de mi esperada jubilación y desde entonces, el deterioro por la pena y la tristeza que me había producido la desaparición de mi esposo y el continuo pasar de los días en soledad, se han ido agarrando a mi cuerpo y llevo deseando ardientemente desde hace años reunirme con él; con ellos.

Pero en mí, el anhelo no basta, y el cielo me ignora todos los días descaradamente sin reclamarme. Van pasando los días oscuros, los soleados, las nieves y las lluvias y yo continúo aquí, consumiéndome lentamente rodeada de silencios y voces que solo son recuerdos.

La vida y la muerte se han olvidado de mí.

Hay seres que apuestan fuerte, triunfadores que no se dan jamás por vencidos y ganan a toda costa incluso haciendo trampas, mostrando un reluciente as recién sacado de la manga. Y hay otros como yo, en los que la cobardía se apodera de nosotros y dejamos nuestra vital existencia en manos del destino.

Muchas veces recuerdo a Arabel, trajinando a mi lado. Las dos con delantales blancos. Escondido el pelo entre pulcras redecillas y un ruido ensordecedor de fondo. Platos de loza que chocan entre ellos, órdenes en alto. Números, mesas. Y entre el bullicio reconozco mi voz:

—“Este trabajo es insoportable Arabel, si esto sigue así, no duraré mucho tiempo en este mundo”.

Ahora, oscilando como un péndulo cansino, sentada en esta vieja mecedora rodeada de cojines descoloridos que mitigan la tortura de la edad, me pregunto todos los días:

¿Hasta cuándo durará esta cruel venganza?  ¿Por qué he de seguir contemplado este interminable reto entre la vida y la muerte?

Cierro los ojos y la veo a mi lado, a ella, a Arabel. A la vida. Se encoge de hombros, sonríe sin mirarme, escucha mis quejas y corona con una brillante guinda un dulce pastel mientras pregunta en un susurro:

¿A qué estás esperando Regina?