Primero comenzó como una leve caricia en la nuca. Más tarde el elemento siguió insistiendo y la caricia devino en restregón y el restregón se convirtió en incómoda rozadura y la rozadura en taimado castigo insidioso que no podía soportar ni un segundo más.
Dado que andaba por la calle cargada con la maleta del portátil en una mano y el paraguas en la otra por si llovía, se le ocurrió acceder a unos grandes almacenes y fingir la posible compra de un vestido de fiesta que fue lo primero que agarró de entre una gran montaña de prendas muy brillantes –era época de rebajas-. Después, se dirigió derecha al probador. Dentro, en la intimidad de aquel cuchitril de lánguida claridad, se miró en el espejo y como entusiasmada ante una irrefrenable y tórrida pasión amorosa, comenzó a desnudarse violentamente y sin más dilación, se arrancó de un tirón, desgarrándola con los dientes, aquella dichosa etiqueta cosida con grueso hilo de nylon en el cuello de la camisa de seda que acababa de estrenar esa misma mañana, regalo de él.
El roce hace el cariño.
-¡Ja! –pensó- y con el mayor de los desapegos dejó la marca de la prenda arrinconada en una esquina del vestuario y a continuación, el vestido festero cargado de lentejuelas pasó a disposición de una de las vendedora que pasaba por allí, argumentando que esa talla, no le quedaba bien.