—Déjate llevar y vente conmigo, escapémonos juntos—le dijo— No te lo pienses tanto, eres mi emperatriz, mi reina. Sabes que te protegeré. Yo cuidaré de ti. Nunca dejaré que te pase nada. Todo lo hago por nosotros. Si no me acompañas desapareceré. De qué me valdrán tantos años de esfuerzo, tantos días y tantas noches de estudio, tantas prácticas lejos de tu lado. ¿Qué será de mí si me dejas? Acompáñame, Diana.

Y a Diana, a la que siempre se le entornaban los ojos agradecida cuando se sentía tan necesaria, se le nubló la vista del todo y sin escuchar a nadie más, se casó con él.

Mi amiga Diana me ha llamado de nuevo para desahogarse, dice que ha ido por tercera vez en dos semanas a la consulta de su doctor, hoy el malestar era un repentino e insoportable dolor en el pecho.

El médico la ha hecho pasar después del último de los pacientes que aguardaban tranquilos o inquietos en la sala de espera. Ella no ha pedido hora con antelación y su aspecto no reviste urgencia, además es una de las habituales del viejo ambulatorio, por eso su permanencia mansa en el tercer asiento naranja de una fila de cuatro sillas unidas por las patas,  ha durado más de dos horas.

El facultativo que va a atenderla es un hombre de escasa estatura al que la bata blanca le rebasa las rodillas, éstas se imaginan debajo de un pantalón oscuro demasiado largo que se le arruga por encima de las dos borlas de cuero que adornan unos zapatos granates. Su aspecto a simple vista es algo cómico, de payaso de circo, de esos que, tras un aullido de aparente dolor  comienzan a soltar lágrimas vivas desde sus ojos como si existiera tras ellos una fuente cristalina.

Diana pasa a la consulta cabizbaja.

Él la ha auscultado en silencio, ella ha dado un respingo al frío contacto del fonendoscopio. Después le ha tomado el pulso y la tensión. Le ordena abrir la boca y sacar la lengua. Él, en un acto reflejo humedece sus labios a la vista de la piel húmeda y sonrosada como una fiera que se relame ante su presa. Ella, baja la mirada. La sangre del médico y la paciente durante la exploración, empuja con furia sus respectivas arterias. No hay nada más que observar, el reconocimiento ha acabado.

El hombre lleva la bata firmada en hilo rojo al lado del corazón. Después se sientan los dos, cada uno en un extremo opuesto de la mesa. Él en un sillón amplio, cómodo, grueso en piel y ella paciente callada, en una silla de madera y acero inoxidable.

Serio, por la gravedad que reviste la enfermedad y con una amabilidad sospechosa comienza a decirle, que no se preocupe por nada, que se le pasará pronto, que es un malestar colateral de la ansiedad, que tiene anotado en su historial que ya le ha ocurrido otras veces, que solo son brotes no contagiosos, que ya debería saberlo, que se tranquilice y que siga acudiendo cada semana a su dispensario para que él pueda observarla y no se agrave la situación.

Compasivo y paternalista, le ha extendido la receta habitual pero esta vez él se la  lee en alto y muy despacio, remarcando las palabras que Diana ha oído tantas veces, el tratamiento no es nuevo, pero ella se resiste a llevarlo a cabo y el doctor comienza a impacientarse, pues si hay algo que odia es que esta enferma no le obedezca.

1-Prohibido coger amapolas y caracoles en el campo recién llovido,  por el bien de su espalda doblegada.

2-Que no escuche el sonido agudo del Bel Canto, por el bien de lo que él llama sus maltrechos oídos  que nunca se enteran de nada.

3-También le ha dicho que ni se le ocurra dejarse acunar por las olas de ese mar que quiere tanto, pues la humedad y la sal hacen mal a los huesos envejecidos de climaterio y arruga aún más la piel que luce.

4-Que no coma aquello que tanto le gusta, pues podría ensanchar enormemente y desbaratar aún más la flacidez de la masa muscular que dice, ostenta.

5-Que evite en lo posible, el olor suave de las sábanas recién planchadas, puede provocarle un ligero desmayo tóxico y soñar lo que no debe. Que tenga con esto último mucho cuidado.

Y sobre todo y ante todo, que no comente la prescripción galena con nadie en absoluto so pena de desbaratar el tratamiento. Si fuese así, dejaría de interesarse por su salud y nadie mejor que él, para saber qué clase de enfermedad arrastra desde hace años.

Misántropo y frío, este último consejo lo ha recalcado amenazante e irritado, y mirándola a los ojos fijamente, ha acabado con un:

—…Por el bien de los dos…

Diana, amparada sólo por el desértico pasillo del edificio, sigue oyéndole como un eco, mientras se aleja entre sollozos con el abrigo medio puesto.

¡Y no llores Diana! ¡No me llores! Todo es por tu bien.

 Diana es mi amiga desde hace años. Últimamente me he convertido en su paño de lágrimas dispuesta en cualquier momento a consolarla, he aguantado estoicamente sus hosquedades y su mal humor. Un día en el que yo estaba calada hasta el corazón y empapada de lágrimas ajenas me dije ¡basta!, salí corriendo y me escurrí como un perro recién bañado sacudiendo mi cabeza hasta la última gota.

Me tumbé sobre la hierba recién cortada de un parque cercano y me dejé ventilar abrazada por el sol.

La avisé, la avisé cientos de veces.

—No debes unirte a ese ceñudo estudiante de medicina. Olvídalo, no le hagas caso, creo que no te ama como debe.

Pero ella, mi amiga, jamás me oyó.

Sin embargo no puedo abandonarla. La quiero; la quiero tanto que no puedo dejarla con un: “Ya te lo dije” enganchado de mis labios, por eso esta tarde me la he llevado conmigo y la he escuchado de nuevo, en el lugar del parque en el que yo me sacudo de ella tantas veces.

Por el camino intento hacerle entender que se está envenenando con esas medicinas, que deje de comprárselas al camello que duerme con ella y se las entrega a domicilio todos los días.

No sé si me escucha pues ella está callada y pensativa mientras yo le aconsejo desde la ignorancia. De pronto a nuestro lado aparece una mujer vestida con un impermeable negro a pesar de que el día ha amanecido espléndido, se cruza por delante de nosotras y con el dedo señalando hacia el suelo y dirigiéndose a Diana le dice:

— ¡Oiga!, se le han caído dos lágrimas.

Mi amiga con una sonrisa apenas perceptible le ha contestado:

— No se preocupe, no las necesito, tengo más…

La mujer de negro se queda mirándonos mientras nosotras dos, seguimos nuestro camino. Diana continúa entre hipidos narrando lo que he oído tantas veces, pero un impulso me lleva a girar el cuello y observo como la mujer de negro pisotea el lugar exacto en el que había señalado el llanto.

Ahora, cada vez que Diana y yo paseamos juntas y escucho sus quejas en silencio, estoy pendiente, vigilante de las gotas saladas que ruedan por sus mejillas, enjugándoselas con mis propias manos, sintiendo que es lo único que puedo hacer para ayudarla, para ayudarme; así evito que caigan a la tierra, y si eso ocurre, las piso, las apago, las sofoco hasta extinguirlas con mi zapato, pues tengo que evitar a toda costa que el viento las arrastre hasta mi pecho, que se alojen en mi corazón y que se adhieran para siempre a mis ojos tristes de payasa enamorada.

Creí que estaba inmunizada, pero tengo que volver a vacunarme de nuevo.

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