En el silencio pegajoso de una noche calurosa de agosto, Emma descansaba plácidamente fantaseando en sueños divertida, pues una sonrisa pícara se perfilaba en su bello rostro durmiente. Vestida sólo por un liviano camisón rosado, la mujer, de complexión pequeña, ocupaba casi sin moverse, una estrecha porción del colchón, ya que tenía por costumbre arrimarse al borde de la cama y dejar una pierna fuera, destapada, suspendida en el aire incluso en invierno. Al lado su marido, se revolvía inquieto ocupando cada cinco minutos la tercera parte libre del lecho, pues por turnos, buscaba el frescor de la porción desaprovechada, para volver a ella una vez templada la que acababa de acaparar. El calor era insoportable y maldecía al despertador, como si fuera el reloj el único culpable de las escasas horas que faltaban para levantarse sin  haber pegado ojo. Mientras tanto Emma, seguía soñando y emitiendo pequeños ruiditos difíciles de describir pero a todas luces, placenteros.

Por si no fuera suficiente el insufrible calor que al hombre le impedía conciliar el sueño, surgió de repente en la oscuridad de la habitación, el zumbido inconfundible y cargante del aleteo que produce el vuelo rasante de un mosquito y el chiflido se mezcló sin más, con el suave silbido satisfecho de su compañera.

 —“A buen seguro que es una hembra —pensó el hombre— nadie como ellas chupan mejor la sangre y no lo digo yo, no; que así es”.

Decidió serenamente, que permanecería quieto un momento, se tapó la cabeza con la sábana y se dispuso a darle al bicho una oportunidad, un minuto de tregua para que desapareciera y huyera por donde había entrado.

— “Ve a buscar tu alimento a otro sitio, alimaña, todas las ventanas estarán abiertas, puedes elegir, no acabes de fastidiarme la noche, ¡joder!”, —miró a su izquierda y continuó— “Incluso podrías picarle a ella, la sangre de Emma no estará mal, la tendrá de horchata, mírala, siempre tranquila, no se altera por nada, ¡vive feliz de la vida, sin trabajar, sin obedecer! ¡Ahí está! durmiendo a pierna suelta ¡Vete a por ella! ¡A por ella!  Que se despierte y deje de hacer ese ruido tan molesto que no soporto”.

Ajena a todos los seres que la rodeaban, Emma seguía durmiendo y él, farfullando.

—“¡Dios!, se ha metido la sanguijuela entre las sábanas. Se está acercando, oigo el zumbido cada vez más próximo, se ha parado en mi oreja. ¡Quieto!, no te muevas y sacúdele con fuerza, aplástala, mátala, elimínala  y ¡duérmete, duérmete!”.

El ruido de carne blanda abofeteada, despertó a la mujer ligeramente y entreabrió los ojos inquisidora y aturdida, mas no vio nada raro y nada salió de los gruesos labios de él. Un segundo después ya estaba profundamente dormida de nuevo.

El insomne furioso se miró la palma de la mano y comprobó para su desgracia, que no había ni rastro del mosquito machacado, sin embargo su abultada mejilla ardía doblemente a consecuencia del calor y la guantada. Dirigió una mirada de odio a su mujer inalterada y meneó la cabeza en señal de crítica.

—“Qué facilidad tiene esta tía para dormir. Como se nota que no tiene preocupaciones. Así también dormiría yo, no te fastidia, y encima la puta mosquita no deja de joderme. 

Voy a encender la luz, a ver si se despierta ésta, —dijo mirándola a ella—, que se aguante, ya ha dormido bastante”.

El individuo encendió el flexo de su mesita de noche y lo fue dirigiendo por las paredes despacio, escudriñando centímetro a centímetro los muros encalados del dormitorio, cuando la luz iluminó directamente la cara de Emma, ésta se despabiló, ¿Qué es lo que pasa?, preguntó cansinamente.

¿Tú que crees?  —contestó él con cara de pocos amigos.

La mujer no creía nada. Hacía mucho que sólo creía en lo que soñaba, giró sobre si misma hastiada, clavó la nariz en la almohada y cambió de pierna, volviendo a quedar ésta liberada, suspendida en el aire.

“No, no contestes no, qué te importa a ti que me acribillen a picotazos. Qué más te da que otros también se alimenten  a mi costa.  A ti nadie te hiere, ni los mosquitos, ni los bancos, ni los jefes…qué sabrás tú lo que es que te piquen todos los días”.

Y sin más respuesta que la de su rencor, apagó la luz.

Cinco minutos más tarde, cuando el sueño parecía que iba  apaciguando el malestar del hombre, el zumbido insidioso estalló de nuevo y movido como por un resorte, se incorporó en el borde de la cama observando a diestra y siniestra. Ojos avizor, y oídos desplegados de para en par. Doblemente al acecho como un cazador furtivo. Encendió de nuevo la habitación y torpemente se empinó sobre el colchón cual coloso enardecido con la vista fija en el techo. La corpulencia del hombre hundió el somier y la mujer rodó hacia el centro de la cama hasta chocar con sus pies. Lenta de reflejos como es lo natural en alguien somnoliento y sin darle tiempo a reaccionar para apartarse, el hombre le pisó el abdomen sin cuidado y ella gimió dolorida.

—“Si quéjate encima, como a ti no te muerden…”

Emma no dijo nada más, suspiró y volvió a la misma posición supina. Él la miró arrogante y descendió con ademanes de perdonavidas.

Anda, anda, luego dirás que no tengo miramiento alguno. Aprovecharé ahora que estás boca abajo, y acabaré con todos de una vez”.

Se levantó y fue derecho al armario de la cocina para sacar de entre los utensilios de limpieza, un frasco de veneno en aerosol que eliminaba alimañas caseras y volvió al lugar donde se entablaba la agitada y muda batalla. Vació el contenido del bote disparando enloquecido en cada rincón de la habitación, sin dejar ni una sola esquina a falta de vaporizar. La mujer aturdida por el ajetreo y los efluvios tóxicos levantó la cabeza para tomar aire a la vez que tosía compulsivamente agarrándose la garganta y mirándole con ojos piadosos balbució con un hilillo de voz: “la alergia mi amor, acuérdate de mi alergia”.

Él no contestó pero dejo de apretar el dispensador del frasco de metal.

—“Mira que tienes ganas de quejarte, pero si no has podido tragar nada, claro… como a ti no te pican…”

Dejó el bote en el suelo y apagando la luz, se tumbó de nuevo con la mirada fija, dirigida hacia el techo.

Apenas acababa de acomodarse con los brazos estirados, cuando percibió grandes habones urticantes que comenzaban a brotar entre sus dedos, en la pierna, en el párpado derecho y en otras partes de su cuerpo. El energúmeno, comenzó a rascarse frenético, ido, con tanta fuerza insistía que se despellejó los dedos y la sangre apareció caliente, viscosa.

“Justo lo que necesitaba”  —sonrió enajenado— y enarbolando la mano pegajosa a una inexistente mosquita abatida y oculta tras  la cortina, empezó a dar vueltas alrededor de la cama descalzo, chillando como un loco preso de un desvarío atávico.

“¡Venga, vamos!, comed directamente de mi mano, ¡Venid si os atrevéis! ¡Malditas!, ¡me vais a volver loco! Aquí os espero. ¡Venga, venga!”

Y sentándose en el borde de la cama a la altura de la cabecera, aplastó la testuz de la pobre Emma sobre la almohada, ésta medio intoxicada por el veneno volatilizado, sin fuerzas para revolverse contra las nalgas de su orondo esposo y  asustada, agitó la extremidad que tenía al aire en un último esfuerzo por girarse y aspirar algo de oxígeno, emitió un pequeño susurro que a él ni le inmutó y con la mirada fija en la pierna desnuda de su mujer siguió aplastando la cabeza de la pobre infeliz semienterrada  en la almohada.

“¡Eso, eso!, tú sigue durmiendo ¡Ronca feliz! eso, ¡a pierna suelta, mosquita muerta! ¡A pierna suelta! mientras a mí, todos, ¡todos! poco a poco, me vais chupando la sangre”.

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