─ Relate usted señorita, relate y siga relatando —dijo mirándome desde arriba—, pero he de decirle que no seré yo quién corrija su examen. Lo he dejado bien claro antes de empezar, la cara de un folio, no más. Son diez preguntas cortas, se contestan con dos líneas, no se extiendan; si se sabe, se sabe y punto. Nada de filigranas, nada de paja; la paja para los pesebres. ¿Es usted pariente de Calleja?, no ¿verdad? Pues deje de escribir y entrégueme ya la hoja. Para un suspenso, con esto ya es suficiente.
Solté el bolígrafo al instante y levanté el rostro, mi flequillo se echó a un lado y con esa expresión insolente que guardo para ocasiones especiales, me atreví a decir: No pienso entregarle nada, esto es algo personal, el examen lo haré en septiembre, como otros años.
El tiempo ha pasado desde aquel incidente y todavía recuerdo con nitidez la cara de aquel profesor y la de César, compañero y aspirante a novio formal que estaba sentado en la mesa de al lado y que me oyó sorprendido y rendido, ante mi espontánea osadía.
Recogí la carta convertida en cuerpo del delito, la introduje en mi carpeta y salí del aula sin decir nada más.
Semanas después, César todavía seguía atosigándome con la misma canción:
-Enséñamela, venga…
-No hay nada que enseñar.
-Prométemelo.
-¿Otra vez? ¿Qué más quieres que te prometa?
-Ya lo sabes…
-Te he dicho mil veces que no sé donde está. Creo que la rompí o la perdí, no me acuerdo, era una tontería sin importancia.
Y tras pronunciar la palabra im-por-tan-cia me solté de su cintura, escondí la mano en el bolsillo de mis tejanos y crucé los dedos para desbaratar la mentira.  Si algo odiaba de César, era la machacona costumbre de insistir hasta conseguir la respuesta que deseaba, así que por no oírle más dije:
-Te lo prometo.
-¡Júramelo!, —soltó él animado por lo fácil que había sido esta vez el compromiso.
Y apretando con más fuerza el entrelazado de dedos sonriendo zalamera, dije: te lo juro; de veras que no lo sé. Le besé en la mejilla y di por finalizada la conversación.
Tanta insistencia de su parte por una simple chiquillada fanfarrona de estudiante, me hizo sospechar que quizá intuía algo.
Hay hechos que no pueden burlarse y mis dedos, acostumbrados sólo a deshacer en silencio mis pequeñas mentiras, nada pudieron hacer, dos días antes de aquel examen,  por concederme la suerte que les rogué con fuerza, al despegar la solapa del sobre. Éste, contenía un informe entregado en la farmacia  y en él me decía con claridad, que si en siete meses nada lo impedía, conocería al inesperado heredero que se había instalado en mí. Destensé los dedos eternamente cómplices de mi mano izquierda tras la noticia y quedaron como muertos, entristecidos e inútiles ante la imposibilidad de remediar lo que se me manifestó como la mayor de las hecatombes.
Sólo mis manos y yo, debíamos saberlo.
Mi familia, pocos días más tarde, ante la persistente y repentina insistencia que yo manifestaba en viajar a Londres durante las vacaciones, aceptaron al fin y me dieron su beneplácito, con la condición de que la aventura que me proponía realizar sola, sirviera para perfeccionar mi precario inglés y de paso conocer lo que era ganarse la vida sin ayuda paterna durante los meses de verano.
Tras la barra de una hamburguesería situada en un pequeño local del Soho londinense comencé a trabajar acompañada perpetuamente por un recalcitrante y vomitivo olor a curry, mostaza y tomate rancio.
Una semana después de mi llegada a la ciudad inglesa, tiritando asustada traspasé la puerta del West London Center y canjeé en menos de tres horas, todos mis ahorros de los últimos años por la detención de aquella irresponsabilidad, de la que jamás acusé a nadie que no fuera yo misma.
Volví en septiembre con la lección aprendida, un buen acento inglés y con una sensación indescriptible de melancolía que me hacía buscar la carencia voluntaria de cualquier compañía.
Sin embargo, la carta a mi vuelta, seguía siendo motivo de curiosidad por parte de  César, tanto, que llegó a convertirse en un reiterativo chascarrillo, del que me costaba huir.
— ¿Qué decía la carta? —preguntaba César, cuando quería irritarme de manera jocosa.
— ¡Pero mira que eres pelma, chico!  —contestaba yo hastiada— ¡Ni sé donde acabó el dichoso papel!
Claro que sabía donde estaba la carta, ¿no lo iba a saber? Me acompañó a Londres y, a la vuelta, yo misma la escondí, entre el paisaje invernal de febrero y marzo, en un calendario que hasta el momento tuve enganchado detrás de la puerta de mi cuarto y que me advertía fielmente  de los meses de aquel año.
Mi nombre es Graciela y en la actualidad aunque soy una seria abogada que busca demostrar la evidencia litigando cuantos pleitos  laborales recalan en mis manos,  debo confesar que miento a menudo; que miento en mi vida personal y que siempre he adornado las verdades hasta convertirlas en fantásticos cuentos chinos, arropados eternamente por la complicidad de mis manos. Sin embargo no espero castigo alguno, ni pienso arrepentirme de mis embustes.
Hoy he quedado con César, seguimos viéndonos de vez en cuando, pues nuestra amistad siempre fue inquebrantable. Seguro que tras el saludo sonreirá y me saldrá con la eterna cantinela:
— ¿No me digas que ya has encontrado la carta y me la vas a enseñar?— preguntará, como si no hubiera pasado el tiempo.
Pero ahora, esta vez, yo no arrugaré el ceño, ni le daré un cariñoso empujón demostrando mi eterno fastidio por la pregunta, ni cruzaré los dedos instintivamente tras mi espalda.
Veinte años después de aquel incidente creo que ha llegado el momento.
El índice y el dedo corazón cansados ya de señalarme, se han dado por vencidos al no encontrar aparentemente en mí, ningún sentimiento de culpa.
Será por eso quizá que un extraño impulso me ha llevado esta mañana a buscar el papel que guardé en aquel callado almanaque, y una vez en mis manos, la hoja se ha desprendido de noviembre anunciando la llegada de un invierno ya caduco. Sin leerla ni mirarla apenas, la he guardado en el bolsillo de mi nueva chaqueta y con ella me dirijo al encuentro de César en la cafetería del hotel Convención, y en la acera de enfrente mientras cruzo la calle O´Donell, lo diviso tras los cristales esbozando su eterna sonrisa al verme y en ese preciso instante, cuando su mirada se encuentra con la mía, libero la pena del bolsillo y la rompo en dos mitades.
Mis dedos aliados ahora con el viento, empuja los trozos a ninguna parte y yo los veo empequeñecerse hasta desaparecer ante nuestros ojos para alejarse completa y definitivamente, de mi vida.

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