En los fríos días de invierno a menudo después de comer, me iba a trabajar en taxi.

Es extraño que una joven como yo pudiera permitirse un lujo como ese, pensaría cualquiera de ustedes sin falta de razón, a tenor del mísero sueldo que percibía en aquel despacho de la editorial Juridixsa S.A. donde acudía todos los días, mañana y tarde.

La empresa, se dedicaba a la publicación de unos grandes y pesados libros de derecho, cuyo mayor esplendor era el poder intercambiar y sustituir las hojas que iban quedando obsoletas por las nuevas leyes y sentencias recién nacidas, éstas se iban incorporando mediante un sistema de encuadernación de quita y pon, muy peculiar.

Los pesados mamotretos se esgrimían por renombrados abogados con posibles y grandes empresas que incluían entre sus departamentos los jurídicos y procesales. Quizá por lo acotado de su campo y la incorporación de nuevas tecnologías, el sistema había ido perdiendo poco a poco sus años de esplendor y la competencia en el gremio del libro jurídico, irrumpió sin avisar en el mercado, bajo el nombre dela Editorial Dilex.S.A.

Cada vez que yo entraba en mi pequeño despacho destinado a la secretaria, el olor a mueble viejo se posaba sobre mi espalda como un mantón o una pañoleta negra que envejece a quien lo usa. Las fichas amarilleadas de los clientes, permanecían enterradas en los archivos extraíbles de madera y no era insólito que muchos de esos nombres manuscritos en mayúsculas sobre la línea roja de los cartoncillos rayados, anduvieran lejos de los tribunales, descansando entre cipreses.

Mi compañera de mesa era una Remington gris verdosa. Era áspera de tacto y muy espigada, pues se mantenía erguida sobre un soporte de ruedas anexo a mi mesa; con él, me la acercaba al pecho para mecanografiar los pedidos y facturas que se enviarían más tarde ala Central de Barcelona.

La base de patas largas donde se sustentaba la máquina, se calzaba por cuatro ruedas deslizantes que la ayudaban a separarse de mí, cuando molesta y contrariada por haberme equivocado al teclear con mis torpes y lentos dedos, le arreaba un empujón y la pobre salía patinando y diciendo adiós, sacudiendo la hoja blanca que seguía enganchada al rodillo.

Debo reconocer, que siempre he pecado de soberbia y algunas veces demostraba esos necios arrebatos de furia contra el dócil artilugio. Poco le duraba el periplo al aparato, pues al segundo la acogía de nuevo entre mis brazos y con mimo y paciencia, punteaba la errata con un tieso e hirsuto pincelillo de  típex.

Volviendo a mi llegada al trabajo en taxi, debo explicar lo siguiente: De todos es sabido que cuando una madre abnegada siente frío en algún momento de su vida, inmediatamente se presta a tapar a su descendencia con algo más de ropa, una rebeca, un gorro o incluso una manta zamorana aunque al pequeño se le vea feliz de su temperatura corporal o incluso sude levemente; por la misma regla de tres, cuando mi madre acababa agotada después de una dura mañana doméstica y se disponía a saborear una taza de café después de comer mientras veía una novela, yo me lanzaba a coger lánguidamente mi bolso para volver de nuevo a la oficina por la tarde y con ojos mustios y apesadumbrados, —pues siempre se me dieron bien esas actuaciones lastimeras—  le daba un beso en la mejilla e inhalaba el olor de su café exageradamente, como si fuera la más excelsa de las ambrosías, mientras murmuraba:

—Estoy helada mamá, que bien me vendría algo calentito, pero he de irme a trabajar, se me está haciendo tarde y voy a perder el autobús.

Entonces mi madre, siempre y cuando no anduviera cercano el fin de mes, solía decirme:

—Anda Raquelita, ve al cajón del aparador, coge mi monedero, saca veinte duros y agarra un taxi, así podrás quedarte media hora más.

Al volver del desfalco doméstico, una nueva taza al lado de la suya esperaba a ser paladeada en mi boca.

Siempre odié la jornada partida, o mejor debería decir que odié la jornada partida y la jornada entera. ¡Basta de eufemismos! odiaba trabajar, en aquella oscura oficina polvorienta.

Una tarde en la que yo acababa de recuperar mi máquina después de haberla  mandado a paseo, mi jefe me llamó a su despacho.

Una moqueta que en su día fue de un azul chillón sin mácula cubría todo el suelo; ahora, se veía apagada de tono pidiendo a gritos la caricia  amable de una aspiradora.

La luz de la calle Hermosilla debía entrar a raudales por el gran ventanal que presidía la oficina del director, sin embargo ésta encontraba la oposición constante de unas opacas persianas abatidas. Nunca supe el motivo de aquella tenaz penumbra, pero el Sr. Montoro, mi jefe, de nombre Graciliano, prefería la sombra débil como asidua compañera de  su amplio despacho.

¡Cuánto hubiéramos ofrecido las dos, por tener aquella iluminación!, pues mi Remington y yo solo gozábamos de la  tenue claridad que resbalaba por un patio interior tras esquivar los siete pisos que soportábamos encima. La luz se colaba por una lumbrera situada  a mi espalda con los vidrios constantemente despejados de cortinas.

La delegación formaba parte de un inmueble de vecinos anunciado en su día para ser alquilado como vivienda de dos dormitorios, magnífico salón con vistas a la distinguida y elegante calle Hermosilla, cocina y baño.

La segunda habitación-despacho no era ni más grande ni más luminosa que la mía y estaba decorada de manera austera por una mesa con su correspondiente silla destartalada y coja, una librería con las baldas combadas por el peso de libros en mal estado preparados para ser devueltos ala Centraly dos cuadros con motivos de flores secas aplastadas contra su cristal.

En la cocina convertida en almacén de leyes, se apilaban grandes ejemplares polvorientos encuadernados en lujo y símil piel como corresponde a la seriedad de la jurisprudencia. Los lomos iban redondeados y reforzados con esterilla y filigranas grabadas a fuego.

Uno de esos días, en los que el silencio reinaba en la oficina, de manera solemne como de costumbre —pues nunca gozamos de hilo musical— el Sr. Montoro me llamó a viva voz desde su despacho:

— ¡Raquel, venga usted un momento! — él jamás utilizaba el interfono que tenía sobre el escritorio a todas luces innecesario dado los metros del gabinete.

Recogí la libretilla sobre mi mesa y tras dar dos golpes en su puerta entreabierta, pasé dispuesta a escuchar y escribir lo que tuviera a bien dictarme.

No sabría decir si Don Graciliano se alegraba o no de la noticia que acababan de comunicarle desde Barcelona y de la que me iba a hace partícipe en ese instante. Es posible que por su cabeza calva y reluciente discurriera la idea de que dadas las pérdidas de facturación en nuestra reducida sucursal, sería aniquilado, despedido y sustituido por el nuevo fichaje, a la sazón, un recién graduado que iba a venir dispuesto a remontar las ventas en el sector.

El joven en cuestión que viajaría de Barcelona  a Madrid era, —según me dijo un Don Graciliano compungido—, sobrino del Sr. Sordina, mandamás catalán con el que yo hablaba habitualmente por teléfono en ausencia de mi superior, pero al que nunca había llegado a conocer en persona, pues se prodigaba más que poco, por los madriles.

Al nuevo trabajador posible hacedor de pedidos sustanciosos, había que tratarlo bien por parentesco y sabiduría.

Licenciado en Derecho porla Pompeu Fabrade Barcelona, su tío consideró que le vendría bien conocer cómo y de qué manera se desenvolvían sus futuros camaradas, amén de espiar e investigar a la competencia de la capital. Se le adjudicaría el otro despacho contiguo al mío, el de las flores espachurradas en la pared que hasta el momento permanecía vacío.

Un día sin previo aviso, en el que yo sesteaba a eso de las cuatro, apoyada la cabeza sobre mi compañera de hierro patilarga, sonó el timbre de la puerta, mi jefe no debía esperar  visita alguna, pues se encontraba en un pueblo del norte de Madrid tras la firma en una hoja de pedido de un cliente en potencia, éste no era otro que un letrado novel, que buscaba asesoramiento escrito y decoración para su recién estrenada consultoría.

Me desperecé rápidamente, empujé con suavidad mi férrea almohada y me dispuse a abrir. Tras la puerta un jovenzuelo protegido del frío por un grueso anorak rojo y una bufanda de ochos perfectos, sonrió al verme  y  soltó.

— ¡Hola, soy Jordi!, tú debes ser Raquel ¿me equivoco o he adivinado?

— No, no te equivocas.

Has dado de pleno chaval —pensé despectivamente— no tengo cara de Graciliano y aquí no hay más gente.

Tanta jovialidad por su parte me resultó excesiva, sin embargo contesté un tímido sí, extendí mi mano y me dio dos besos.

Su aspecto distaba mucho de ser un leguleyo repeinado recién salido de la facultad y dispuesto a defender causas perdidas. Algo destartalado y flaco cuando se quitó el grueso abrigo,  se quedó en un tirillas gafapastas, que me sedujo al instante, no de una forma amorosa, no se crean ustedes no, eso solo pasa en la películas blanquinegras; me cautivó su vivacidad de contraste en el pequeño cosmos de rancio abolengo que nos rodeaba y en el que yo, iba soportando sin darme cuenta, el peso de aquella invisible pañoleta negra que ya les he mencionado.

A partir de la llegada del enchufado aprendiz de picapleitos, la sociedad limitada que formábamos la señorita Remington y yo, se amplió con la nueva incorporación ya que resultó ser un magnífico compañero y aunque el recién nacido triunvirato no aumentó de manera considerable la facturación mensual, ni la penumbra en el despacho del Sr. Guevara dejó de ser crónica, y mi máquina de escribir seguía yendo y viniendo de un lado a otro del despacho de vez en cuando, los jefazos de Barcelona, se tomaron más interés en recuperar aquella pequeña sucursal.

Renovaron la vetusta decoración del piso, se anunciaron en periódicos del gremio, contrataron a una dicharachera empleada de la limpieza que desempolvó el azul chillón del suelo canturreando pasodobles y hasta trajeron una reluciente y manejable Olivetti eléctrica que gustosamente abandoné en la mesa del despacho floreado, contiguo al mío, para quien pudiera necesitarla.

Quién sí notó un pequeño aumento en los ingresos con la llegada de Jordi, fue mi madre; a partir de aquel día dejé de protestar veladamente por el trabajo vespertino y salía directa como una flecha con mi bolso en volandas después de comer.

En una pequeña cafetería situada al lado de la editorial, Jordi mi nuevo compinche me esperaba todas las tarde envuelto en aromas de café antes de subir a trabajar y allí, en la oficina, recomponíamos nuestra  jornada partida después de señalar en los periódicos las ofertas en pisos de alquiler, para poder estar juntos el día y la noche completa, pues aunque me cueste admitirlo debo reconocer, que lo nuestro sí que fue, amor a primera vista.

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