El Nordsjärnan, acababa de fondear en el puerto de Buenos Aires y Elger De Boer, junto a otros marineros, descendía por la escalerilla recién afianzada al muelle. En el rostro, y por los movimientos de los navegantes, se podía apreciar la urgencia de pisar tierra firme y dejar atrás el penoso trabajo en máquinas y cubierta, sin olvidarnos, del placer que suponía el despiste de las obligaciones que habían dejado ancladas en sus lugares de origen.

Elger se separó del resto de marinos nada más pisar los adoquines resbaladizos del muelle y se dirigió deprisa al bar de Nils. La bruma envolvía el Paseo de Julio y la noche caía a plomo en los tejados húmedos de la Ciudad Porteña. Solitarias las calles repiqueteaban monocordes los pasos de Elger como en un desfile de ánimas guiadas por un único marcial.

Elger empujó la puerta acristalada del local y comenzó a sacudirse el gabán arrastrando el relente. Al instante un camarero acodado en la barra, reconoció al nuevo cliente. El barman se protegía de manchas con un delantal anudado a su cintura; era grande, corpulento, con expresivos y amables ojos azules y se hacía acompañar por un cigarrillo casi consumido que enganchaba milagrosamente en la comisura derecha de unos labios muy finos.

Nils y Elger se saludaron como dos buenos amigos, pues no era la primera vez que el mercante atracaba en el puerto bonaerense y el holandés se acercaba hasta la cantina en busca de distracción.

Dentro del bar, algunas mujeres, de besos perfilados en rojo y apretados corsés que empujaban hacia el cielo unos pechos generosos y bien redondeados, se acercaban al marinero como moscas a la miel mientras le preguntaban con descaro al rubio Nils, qué quién era su amigo, pues aunque poseía una apariencia ruda, se mostraba poco agraciado y carecía de altura, no era aquel el día propicio para hacer ascos a un pagador en ciernes a cambio de dulce compañía; porque aquella noche, en el bar de Nils había una extraña competencia, una hembra con un destello especial que andaba medio escondida en un rincón. La joven de apariencia mojigata iba vestida con una blusa verde manzana abotonada hasta la garganta y observaba a los clientes con un porte nada común.

Una extraña atracción de lo nuevo, de lo no familiar, de lo desconocido, de lograr lo aparentemente imposible hizo que, algunos de los parroquianos de la taberna, se acercaran hasta la joven Emma Zunz para ofrecerle desde cigarrillos Fontanares a copas de caña quemada o ginebra y así entablar una corta conversación mientras sopesaban si estaría dispuesta a intercambiar favores carnales por pesos argentinos. Si el trueque no funcionaba ¿qué diablos hacía allí aquella muchacha de apariencia asustadiza, que espantaba a los moscones con un ligero mohín?

El marinero holandés,  mientras hablaba con Nils, observaba el trasiego de hombres que, iban derechos a saludar a la joven y volvían a la barra con el deseo frustrado. Sin embargo, cuando Elger ya llevaba consumidas unas cuantas cachazas y Emma seguía en el mismo lugar, decidió probar suerte él también con aquella perita en dulce que, seguía quieta en un taburete al final de la barra y aunque dudaba de su propia percepción por la confusión que le producía el alcohol habitualmente, creyó observar en la mirada de la joven diríase que, una invitación, casi una súplica dirigida hacia él, dejó su copa en la barra encharcada de agua y alcohol y Elger, el elegido, se acercó a la joven señorita Zunz.

-¿Qué hace en este tugurio una joya de semejante quilate? –le preguntó en perfecto holandés- y sin más, ante su sorpresa, la joven que no había entendido ni una sola palabra, se enganchó fuertemente a su fornido brazo tatuado en azul y sin apartar la mirada de la de los ojos del marino, se levantó desprovista de pereza o vergüenza, por lo que el afortunado caballero pasó de ser: extremadamente cobista, a disimuladamente abyecto.

Lo que sucedió después en una sucia habitación de los arrabales de la ciudad, quedó reflejado en el rostro demacrado de Emma mientras se ajustaba una media, sentada en el borde de la cama. De Elger, el afortunado, poco que decir de su expresión, pues tendido boca abajo en mitad del cuartucho, yacía cadáver con el corazón partido por la mitad.

Creo que sería mejor así –dijo Adolfo-, la historia de una vendetta fallida por no llegar a término. La culpa recalcitrante que nace de guardar un secreto y acaba en trágicas circunstancias. Permíteme que te diga mi querido Jorge Luís que no creo que nadie, ni por un solo momento, pudiera pensar que la joven y angelical Emma Zunz descrita en tu relato, llegara hasta el final en ese descabellado plan que urdes en el cuento para vengar a su padre.

¿Entregarse a un desconocido? ¿Asesinar después a su jefe Loewenthal y culpabilizar a éste del oprobio sufrido en su propia esencia por el holandés?  ¿Alegar posteriormente defensa propia y eludir de ese modo la cárcel?

No Jorge amigo mío, en mi opinión creo que, deberías modificar el final sobre tu virginal señorita Zunz.  Emma Zunz, la de la blusa verde manzana, jamás llegó a entregarse al pobre Elger, pues no pudo siquiera soportar la cercanía del borracho holandés cuando éste comenzó a desvestirse. Y la joven, que iba pertrechada con un arma escondida en la blonda de una de sus medias, le disparó por la espalda sin poder llevar a cabo el meticuloso plan que había repetido una y mil veces durante la desvelada noche anterior.

El verdadero culpable del desfalco en la fábrica de tejidos el Sr. Lowental, salió indemne de la fechoría perpetrada y jamás supo de las intenciones de las que había sido objeto teóricamente por parte de la hija del Sr. Mayer.

Borges y Adolfo Bioy caminaban tranquilamente por el Jardín Botánico  del viejo Buenos Aires. Entretanto, Adolfo, seguía argumentando la tesis que acababa de exponer en relación al final del cuento de su amigo, mas el escritor ya andaba abstraído, sin contestarle ni rebatirle, sin defender su final, pues a decir verdad, a esas alturas del paseo poco le importaba; el relato estaba cerrado y bien cerrado y como hacia siempre cuando algo que oía ya no le interesaba, simulaba escuchar y asentía, mientras su mente añoraba la única opinión que, le hubiera llevado a modificar el desenlace del cuento si ese hubiera sido su deseo, pues qué no daría o haría él, el Borges romántico por complacer, por agradar por volver a ver y oír, a su querida y venerada, Beatriz Viterbo.

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