Son las dos de la tarde y Margalida, como todos los días a la misma hora, compone una corta y chirriante melodía que inunda toda la calle, pues es inevitable acallar el sonido producido por la persiana de metal que ciega la entrada a su pequeño comercio  una —herboristería situada en la calle Zaratustra número seis.

 Casi en la misma puerta, a unos escasos diez metros, un coche pequeño con la ele de conductor novel bien visible en el parabrisas trasero, está aparcado en doble fila y anuncia a bocinazos su presencia. Margalida reconoce la señal y apresura el paso para introducirse en él. Es jueves y Marcos, su hermano menor, ha venido a buscarla, juntos visitarán a la madre, que permanece en un mundo aparte de ensoñaciones y recuerdos equivocados, en una preciosa e iluminada residencia a las afueras de la ciudad.

 Se saludan con un beso y a continuación ella automáticamente le limpia la mejilla con el dedo para borrar la leve firma que acaba de estamparle con el rosado de su carmín.

 Eres igual que mamá Marga —dice Marcos—, ella se ensalivaba el dedo y nos lo restregaba por la nariz para quitarnos los churretes, y tú por seguir la costumbre y como ya no me tizno, me ensucias primero, para poder limpiarme después.

 —Tradición familiar, ya lo sabes, —dijo ella sonriendo—, anda, no me seas quejica, te invito, antes de ir a ver a nuestra señora madre vamos a tomarnos algo, no he podido picar ni una sola galleta de avena en toda la mañana, los clientes no han dejado de entrar y he tenido que atender a tres representantes a última hora,  eso sin contar el teléfono que no ha parado de sonar y además…

  —Quejas: Tradición familiar —la cortó él;  sonrieron los dos y ella aumentó el volumen de la música que se oía de fondo.

 En el interior del coche, un pequeño utilitario blanco de segunda mano, se percibía un ligero aroma a sándalo que emanaba de una estrella troquelada en cartón y papel secante colgada del espejo retrovisor.

 —Por cierto, hablando de picar —dijo Marga, arrojando en el asiento trasero una bolsa que llevaba en la mano y que contenía: tres hamburguesas de seitán, una botella de leche de arroz, y unos tacos envueltos al vacío, de suave tofu japonés.

 En el envoltorio de papel reciclado, estaba impreso el nombre de la tienda: “Herboristería Luces de Bohemia”.

  —Eso es para Carmina, me lo encargó ayer, dile que la levadura de cerveza se me ha acabado esta mañana; ya está pedida, el sábado la tendrá sin falta.

 Marcos no contestó.

 — ¿Llevas puesto, a Brian Eno? —dijo ella aguzando el oído.

 —No sé quién es ese pájaro —contestó él sarcástico mirando al salpicadero—, es un “cedé” de Carmina, ya estaba metido cuando le he cogido el coche esta mañana. Ayer me dijo que oía un ruido extraño al pisar el freno y he querido comprobar in situ como andan las zapatas; hoy no tendrá más remedio que coger el bus, como la mayoría de sus compañeros de facultad.

 La melodía que les envolvía era interpretada por arpas, pianos, flautas y algunos otros instrumentos modulados por sintetizador, e intercalados con rítmicos píos de aves exóticas, vientos racheados y oleajes punteados de gaviotas; todo, al más puro estilo New Age.

 —Hace años, yo también escuchaba esta música a  todas horas ¿recuerdas? —dijo ella.

 —Sí, claro que me acuerdo, ¿cómo no? —contestó él.

  Después de una pausa, en la que los dos habían callado de manera artificial, Marcos empezó a hablar, tras un leve carraspeo.

 —No pensaba decirte nada ahora Marga, pero precisamente de esa época quería hablarte, hermana. Mi mujer y yo, llevamos unos meses preocupados por la niña.

 —“¿Hermana?”, “Mi mujer y yo”, — Marga le miró seria y extrañada — qué solemne te has puesto en un segundo — dijo ella—.  ¿Qué pasa con mi sobrina y por qué estáis tan preocupados Carmen y tú? Sabes que ayer estuve con ella y la vi muy feliz.

 —Todavía no ha llegado la sangre al río, —contestó exagerado como siempre —, pero nos estamos temiendo lo peor y no podemos consentirlo. Como imaginarás por los encargos que te hace de un tiempo a esta parte, ha empezado a rechazar los guisos de Carmen,  no consiente probar ni un solo bocado de cualquier alimento que sea de origen animal, dice que hay que despertar la conciencia humana hacia el resto de los seres vivos empezando por eso: por dejarlos vivir; que si el sufrimiento animal; que si los hacinan en el transporte cuando van directos al sacrificio; que si a los pollos se les altera su ritmo biológico con iluminación artificial; que si supiéramos con qué los alimentan ¡vamos!, que según ella, somos unos descerebrados y depravados los que pasamos de todas esas tonterías y seguimos pirrándonos por un buen asado de lechón. ¿Te suena de algo esa retahíla, Marga?

—Sí, claro, todo eso que dice Carmina es cierto, sabes que pienso igual, pero no creo que sea para tanto, ni para que estéis tan preocupados, ser vegetariano hoy día es una opción como otra cualquiera y ella ya no es una cría, seguro que sabe lo que está haciendo.

—¿Qué ya sabe lo que hace? y ¿tú me lo dices?  ¿tú también sabías lo que hacías cuando empezaste?: Primero, te atiborraste a tomates, acelgas, garbanzos y espolvoreabas germen de trigo por todas partes; más tarde, — hizo una larga pausa—, para más tarde protestar; protestar por cualquier cosa, meterte en todos los “fregaos” reivindicativos y acabar largándote con aquel individuo a mitad de curso, con un billete de Inter-Raíl en tu cartera, dejando un hogar sombrío, triste y desquiciado y a unos padres perplejos que no se explicaban qué es lo que habían hecho mal.

Marcos, era cinco años menor que ella y desde bien pequeño enrojecía en cuanto alzaba la voz. Esa facultad camaleónica, empezó a mostrarse inmediatamente.

—¿Qué tiene que ver mi alimentación y mi viaje? — dijo ella—, ya empiezas como siempre a mezclar lo que no debes Marcos, y te pediría, por favor, que no menciones a Rubén.

Un silencio afilado y cobarde, sin atreverse a romper la quietud, se instaló alrededor de los hermanos.  Margalida, dirigió su mirada hacia la ventanilla y observó como algunos ajenos transeúntes cruzaban apresurados un cercano paso de cebra.

Los recuerdos de la mujer comenzaron a viajar hacia atrás, como si se deslizaran, como si rasgaran con botas acuchilladas una pista de hielo en la que los danzantes resbalan de espaldas, mientras soportan la mirada inquisidora de unos jueces, que vigilan y puntúan desde la grada.

Pareciera que Marcos podía observar sus pensamientos y rompió la aparente quietud advirtiendo:

—No más caídas, hermana; no quiero que Carmina siga tus pasos. —Y el coche blanco y polvoriento, continuó su camino.

Rubén y Margalida se habían conocido en la facultad de fisioterapia, en una de las clases prácticas sobre manipulación vertebral que se realizaban por parejas bajo la supervisión del profesor y a partir de aquel día, trabaron una gran amistad  envuelta en amor que más tarde, desembocaría en tragedia.

Sin dejar  siquiera que acabara el curso, en un diciembre convulso de 1989, los jóvenes inquietos se enrolaron juntos y se marcharon a recorrer una Europa exultante, contagiada por el inminente derribo de la tapia alemana. Y si no hubiera sido por aquel estúpido accidente en el que un conductor embriagado de euforia, atropelló a la pareja en una avenida cercana ala Bebelplatzcon un desvencijado Vokswagen, es muy probable, que todavía continuasen juntos en algún lugar del Viejo Mundo.

Mientras tanto, en el hogar de Margalida, los padres disgustados, primero se culparon en silencio por haberle consentido a la niña demasiados caprichos, después vinieron los reproches mutuos y más tarde juntaron sus lágrimas, asimilaron la idea y se resignaron a esperar su regreso.

No habían pasado ni tres meses, cuando la noticia del inesperado accidente cambió el curso de los hechos y Margalida volvió al hogar de su niñez, sola y sana pero con el corazón descosido y la cabeza llena de deseos frustrados. Para un corazón harapiento, media alma deshilachada y una vida desbaratada, es necesario un tiempo para la compostura y en su caso, fueron necesarios, dos años.

Tras la reparación en el taller de afectos familiares, sus padres quisieron sacarla de la oscura melancolía en la que se había instalado su vida y tras la renuncia a seguir en la facultad sin su compañero, dispusieron para ella con gran esfuerzo, un coqueto negocio de herbolario y alimentación natural.

En el coche, Marcos continuaba con su discurso:

—¿Tú sabes lo que tuve que aguantar tras tu marcha Marga?: Caras larga, llantos…

¿Quién se acordaba de Marquitos?, ¡Ah! no, la hermana, ¡Sólo importaba la hermana!, la hija pródiga, la primogénita, la que volvió enviudada sin pasar por el registro civil. Todos teníamos que volcarnos con Marga, la pobre Marga.

 —¿Qué te pasa Marcos? No sigas por ahí. Ya han pasado más de veinte años.

—Sí, ha pasado mucho tiempo y ahora,  ahora Carmina te adora y eso me gusta hermana, sabes que te quiero, pero la niña; la niña ha conocido a un chico, a un niñato como ella con el que anda voceando: “No, a las corridas de toros”, “Tortura, ni arte ni cultura”, y chorradas de esas que no van a ningún sitio. ¿O sí Margalida?, ¿dónde acaban tantas tonterías?

— Lucha por lo que considera injusto en este momento, déjala, no hace daño a nadie.

—¿Injusto? Injusto es la demencia prematura de mamá, injusto fue el ataque al corazón de nuestro padre. Tantos disgustos en casa.

—¿Lo dices por mí?

—¿Por quién si no, Marga? Una dolorosa alma en pena encerrada en su cuarto durante meses y unos padres temerosos de que la desconsolada niña hiciera otra locura. ¿Qué querías? ¿Cómo podíamos hacerte feliz? No eran suficientes los mimos, los halagos, no; tuviste que intentarlo a la desesperada para seguir llamando la atención. Dos semanas en aquel hospital con las muñecas vendadas, toda la familia revolucionada; de nuevo llantos, reproches y ¿Marcos? ¿Dónde estaba aquel adolescente que pedía explicaciones con la mirada? No, Marga no, que corra más aire entre Carmina y tú.

¿Quién puede asegurarme que mamá, no anda desquiciada por tu culpa?

Marcos, pisó el freno ante la luz roja de un semáforo, la  facultad camaleónica del hombre se hizo patente mimetizándose con el color de la señal. Por el contrario, la palidez había invadido el rostro de la mujer, respetando únicamente sus labios rosados; un ligero mareo repentino revolvió el estómago de la acusada y buscando a ciegas la manilla de la puerta, salió a trompicones para respirar aire fresco sin olor a sándalo; corrió angustiada hacia la acera esquivando a los coches que permanecían quietos, mientras tanto, un Marcos iracundo no había advertido su repentina retirada, pues se encontraba discutiendo con unos chiquillos empeñados en limpiarle el parabrisas delantero, con un mugriento y deshilachado, trapo sucio.

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