El día cae. El crepúsculo incita los sentidos. La puerta de la calle se ha abierto. Alguien quiere entrar y yo empujo con fuerza el portón. Ya no es tiempo de recelos, de sospechas, de inquietud. Todavía no, espera. No puedo permitir que transites por este blanco edificio lleno de ventanas, es mi último refugio. No, no me la pidas aún. No voy a entregarte fácilmente la llave que abre el laberinto de pasillos y puertas que conduce hasta mí para que me lleves contigo. Aléjate de mi lado.
Algunos recuerdos se acercan para despedirse y tengo que recibirlos como se merecen.
Ha pasado el tiempo en el que la ingratitud y la deslealtad eran una apremiante necesidad de desahogo.
Ahora, alcanzada la senectud del cuerpo que no del alma y después de arrastrar hasta lo imposible la madurez, déjame hablar; mientras tanto ve en busca de otro, aquí mismo, en la habitación de al lado. A mí me ha llegado el momento de las confesiones, de las confidencias y por qué no decirlo, de la delación, de la acusación disparatada, pues no tengo ni una sola prueba que destruya la inevitable presunción de inocencia que todo ser humano necesita, que yo necesitaba.
Un hombre tendido en la cama de un hospital de paliativos donde se otorgaban con mimo los últimos cuidados, hablaba a ratos en su delirio, ante alguien inexistente, pues la cama contigua permanecía vacía.
—Pero, déjame, déjame que te explique, antes de irme—continuaba.
Todo comenzó de manera fortuita, como suceden la mayoría de los encuentros más perdurables; una mirada, un saludo de cortesía y allí estábamos, un hombre y una mujer de mundos diferentes; ella apostada y protegida tras un garito, como en una trinchera inaccesible para el enemigo, vendiendo entradas en un vetusto cine de barrio llamado Caprichos, en él, se disfrutaba del séptimo arte en una silenciosa y oscura sala de butacones aterciopelados en rojo y desgastados hasta rozar la madera.
Yo el hombre. Como un soldado de permiso, deambulaba por la ciudad un domingo al atardecer, camuflado por una indumentaria corriente que parapeta y encubre al verdadero yo.
Tras la ventanilla doblemente acristalada con forma de ojo de buey, le pedí a la mujer un boleto, una entrada para soñar durante hora y media con los artistas del momento y ella me la entregó con una sonrisa sin coste, pues luego me dijo que iba incluida en sus obligaciones laborales.
—Su ticket, señor
Recibí la mueca amable como un inesperado regalo a destiempo y varias visitas y películas después, ya había hecho mía aquella sonrisa.
Como era de esperar cuando tropezamos frente a frente dos seres que se encuentran solos en compañía, y acompañados cuando están solos, era casi inevitable, que quisiéramos escoltarnos el uno al otro, así que visionados cinco o seis rollos de cinta de celuloide impregnadas de historias y aventuras románticas, comenzamos a salir juntos.
Lo primero que dispuse para ella, fue un cambio de nombre, pasó de ser Loli para el resto de los mortales a llamarse Atalaya, siempre tuve por costumbre rebautizar a mis conquistas con apelativos secretos y singulares que tan sólo nosotros dos conocíamos.
— ¿Qué te parece “Atalaya”? — pregunté cortésmente.
— Está bien, —contestó ella.
Y a partir de ahí el galanteo romántico hubiera provocado la mayor de las envidias, pues destilábamos los dos grandes dosis de ternura y entendimiento a partes iguales. Sin embargo, quien diga que el amor es eterno, miente, pues años después, la torre defensiva inexpugnable, pasó a ser para mí solo un lugar accesible de paso y ella, la expendedora de boletos, empezó a sonreír a todo aquel que le pedía una entrada.
Pero no, no adelantemos acontecimientos…
Anteriormente a esta época tan concurrida, Atalaya y yo, soldado veterano, jugábamos a diario, preparábamos batallas de mentira con cañonazos blandos y obuses de plumas. Los partes de guerra transformados en risas, invadían todo nuestro entorno. Ni una queja, ni una crítica, ni un reproche.
Largo e intenso romance el de la torre y yo, un militar cumplido. Una relación binaria en la que solo cabían ceros y unos, sólo eso; unos y ceros.
Ella seguía despachando boletos en el Caprichos cada tarde y yo todos los domingos deslizaba la mano por el hueco del ventanuco y recogía mi entrada y mis vueltas, mientras nos mirábamos a los ojos y nos besábamos de lejos, suavemente, sin rozar el cristal.
Ay, cuanta dulzura empalagosa aquella de la juventud. No, no te rías, no; qué más hubieras querido tú. Yo te digo, que jamás fui tan feliz.
Un día, Atalaya empezó así, sin más, a guardarme las entradas entre los butacones que estaban más rotos, los más sucios, los situados en la última fila; allá donde las historias de cine se empequeñecen por la lejanía de la pantalla y las reales se encarnan a nuestro lado a través de las caricias y carantoñas que se profesan los demás en la oscuridad.
Al principio creí que quizá Atalaya me arrinconaba para sorprenderme de un momento a otro y así compartir algunas de las secuencias de la proyección juntos. Pues una vez comenzada la sesión, no era muy grave que abandonase su puesto de trabajo un par de minutos y a mí, su presencia casi inesperada me hubiera llenado de júbilo.
Esperé serenamente los primeros días, después algo furibundo y malhumorado, y más tarde, transcurridas un par de semanas, con una codicia vehemente, que pasaba por no tenerla a mi lado ni siquiera unos segundos, en la oscuridad de la sala.
Una tarde, cuando me dirigía taciturno hacia la última fila de asientos después de comprar mi entrada, me observé detenidamente la palma de la mano y advertí entre la calderilla de las vueltas del billete, un puñado de monedas ennegrecidas y desgastadas, un peculio sin valor, un caudal con apariencia de monedas falsas. Extrañado retrocedí de nuevo hasta la puerta del cine para pedirle una explicación, nos miramos fijamente a través del ventanuco, se encogió ligeramente de hombros y no hubo más palabras que rompieran el silencio, ni más besos proyectados en el aire. Me guardé las monedas y me marché sin esperar el final de la historia.
En aquél momento tuve claro que nuestros dígitos habían quebrado el código; nuestro código. Sin embargo siempre tuve la esperanza de…
El anciano de la habitación 207, estuvo hablando entrecortadamente y sin descanso durante tres días seguidos entre delirios y respiraciones anhelosas, roncas y silbantes propias de la agonía. La enfermera de guardia a la que correspondía la rutina nocturna, se acercó hasta la habitación para comprobar cómo y en qué punto se encontraba el itinerario del paciente y si la fiebre continuaba subiendo enloquecida como venía sucediendo durante toda la tarde. Un vaso de plástico blando reposaba en una mesita, a la izquierda de la cama articulada de barandas extraíbles, la enfermera le incorporó levemente la cabeza empujada por la almohada para acercarle el agua a los labios.
Un objeto frío y metálico rozó el antebrazo remangado de la chica y ésta sorprendida por el contacto inesperado, alzó un poco más al anciano y descubrió un exiguo tesoro, un puñado de monedas antiguas sin circulación que yacía escondido entre la sábana bajera y el almohadón. La joven, las agarró con cuidado y con gesto compasivo, las introdujo en el cajón con el resto de las pertenencias del anciano, en ese instante, la muerte encontró la llave y el viejo en silencio, dejó de respirar.