Todavía sin recuperarse de la sorpresa, Claire releía atentamente la pantalla de su ordenador.

— ¿Cómo habrás conseguido mi dirección? —se preguntaba—, debe de ser verdad que, de esta red, ningún pez puede escapar.

Hete aquí, que tú, ahora, me has encontrado y me envías esto. Reconozco que me he alegrado al ver tu nombre.

En el fondo no me extraña, pues hubo un tiempo en el que nos buscábamos para emborracharnos juntos en todos los bares de la ciudad; luego nos evaporábamos de repente y renacíamos a la puerta de algún nuevo garito.

Una forma extraña ésta de jugar al escondite. Uno de los dos, no sabe de qué va el juego, se oculta y desaparece  hasta que se le pasa la embriaguez.Tengo que admitirlo, en aquella última ronda, me ganaste tú, pero ahora; ahora, me huelo que quizá hiciste trampa. ¿Contaste hasta cien o hasta mil?

Las matemáticas eran lo tuyo.

Nos enseñaron diez u once mandamientos, tres o cuatro virtudes teologales y ocho o nueve bienaventuranzas. Nunca estuvimos muy seguros de cuántos eran los preceptos de la iglesia cuando los recitábamos juntos, en los bancos de la catequesis. Sin embargo, como ya te he dicho, nunca dudé ni recelé de tu sagacidad numérica, hasta que un día, aburrida de esperar mientras contabas, salí de mi escondite tras del árbol y tú seguías allí, apoyado en la pared, agachada la cabeza rodeada con tu brazo y recitando aquello de: ochenta y dos, ochenta y tres…

Me desencanté  de golpe, y poco a poco fuimos creciendo alejados.

Por eso me extraña que ahora, me incluyas entre tu número de ángeles. Sabes de sobra, que me llevé más de un coscorrón por no saber rezar y, de cifras…, de cifras, la verdad tampoco ando muy bien.

Deberías recordar —pues entiendo que lo has olvidado—, que colgué mis hábitos por dos veces, la primera, enganchados de una percha tras la puerta de mi habitación, cuando acabó la alegre fiesta de niñas inmaculadas y niños disfrazados de marineros, que nunca habían visto el mar.

La segunda, fue por prescripción facultativa, hace un tiempo que apagué mi último cigarrillo y utilizo ahora, como jarrón de una sola flor, la petaca de plata que me regalaste por mi santo, un once de agosto.

Yo ya no bebo.

Me dijo tu madre que te fuiste del barrio y te uniste a otra congregación achispada de oraciones cortas, vino moscato convertido en ginebra y claustros en la calle con pase pernocta, sin necesidad de avisar.

Yo vivo sola  en mi propio convento y soy una simple novicia, ya ves.

Como explicarte que me he hecho un poco más vieja en este tiempo y sigo sin aprender. Todavía me sorprendo repartiendo besos a destiempo e insisto en colocarme las gafas oscuras en días nublados, mientras achino los ojos sin cristales, para observar directamente al sol.

Siempre me equivoco.

Mis horas transcurren construyendo collages. Me apasionan; ensamblo diversos recortes de la vida, utilizo fotografías, ya sabes: tuyas, mías, antiguas, nuevas y de gente desconocida. Pego y corto; corto y cambio.

Decapito y canjeo cuerpos; mudo rostros arrugados en torsos hercúleos, planto flores en tierras baldías y sonrisas refulgentes en ojos tristes.  Recorto, cerceno y amputo recuerdos para evocarlos a mi manera; después, ayudada de dos chinchetas aprisiono las cartulinas cargadas de colores en la pared del pasillo, hasta que caen por su propio peso y construyo un nuevo puzzle.

Otras veces, recorto tiras de papeles de colores, pego los bordes, los enlazo y construyo largas cadenas de guirnaldas que festoneo, colgándolas del techo.

Claire, seguía quieta pensando y observando la pantalla fijamente, los brazos como dos columnas acodadas sobre la mesa y los puños cerrados, apoyados en la barbilla a modo de pequeños capiteles sujetando su cabeza.

Pero insisto—continuaba—, no consigo comprender cómo te has acordado ahora de mí. Es posible que te colases en una de esas tiendas de segunda mano con olor a viejo que tanto nos gustaban.

Rebuscar, manosear, sumergir tus dedos ágiles de enrollar cigarrillos, en los cajones apretujados de vinilos sobados. Balancear los discos de un lado a otro, hasta encontrar la música perfecta tan difícil de interpretar sin hielos flotando en mares espiritosos.

Lo intentamos los dos juntos y yo sola, me solté.

No sé cómo responder a tu mensaje. A pesar de nuestro distanciamiento, leo que me quieres bien y que me incluyes en tus buenos y fervientes deseos. La creatividad literaria nunca fue tu mayor encanto, reconócelo, y ahora; ahora me sorprendes con esto; qué generosidad de tu lado hacerme partícipe de estos, tus logros —pensó con ironía.

Antes de arrastrar el cursor para eliminar el mensaje Claire sonrió, y se dijo a sí misma: ya te gustaría ya, contestarle así, Clarita, pero te limitarás a borrarlo y a no dar señales de vida, y estas preciosas letras azules tan barrocas, tan grandes y tan bonitas que acompañan la bella estampa que te ha enviado tu amigo René, desaparecerán de la pantalla llevándose con ellas, a otras veinte direcciones más que, acompañan  la tuya.

Echó un último vistazo y deshizo el conjunto arquitectónico de sus brazos para coger el ratón, éste reposaba a su izquierda, lo apretó y despejó al instante la pantalla de entusiasmos fatuos.

…”Toca la imagen de Jesús para que te cuide, luego debes enviarlo con fe y no preguntes. Si crees en Dios, envía este mensaje a veinte amigos más. No ignores, ni rompas, esta cadena de esperanza.
Si lo reenvías, dentro de 4 minutos te darán una buena noticia, pero si no lo haces y la rompes….”

Claire recogió sus papeles, su pegamento y sus tijeras zurdas y dejó bien estirada en el sillón, la guirnalda de papel couché que colgaría al día siguiente. Después, apagó una a una, todas las luces de la casa dando por concluido el día.

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