casita cuento El delicado olor a hierba fresca recién aliñada de lluvia se colaba por el resquicio del ventanal y la pequeña Valeria, comenzó a llorar.

Valeria Llopis era una chiquilla de siete años. Su mirada  vivaracha  e inquieta,  a veces desaparecía tras un flequillo demasiado largo y alisado, que dejaba bien ocultas unas cejas poco pobladas. El resto de la melena cortada a tazón, acababa de enmarcarle el rostro y jamás había entre sus cabellos castaños ni rastro de diademas, horquillas, adornos o aderezos.

Vivía con sus padres y su hermana en una pequeña villa costera llamada Verdiblanco de los Pontos en la que destacaban sus casas encaladas de blanco, salpicadas de puertas y  postigos verdes.

Su familia estaba compuesta por el padre, un hombre cariñoso, afable y sereno. Se ganaba la vida como encargado de envasado y distribución de una fábrica de aceite de oliva. La madre era tierna y a la vez inflexible en la educación de sus hijas, llevaba la casa con disposición y ayudaba a la economía familiar, montando en sus ratos libres, pequeñas piezas de bisutería por encargo.

Trinidad, la hija mayor, era una adolescente tranquila. Pasaba las horas muertas escribiendo interminables cartas a una amiga veraneante a la que veía de año en año. Era coqueta  y gustaba de recogerse el cabello en una sola coleta lateral, que adornaba a menudo con un lazo conjuntado con camisetas en verano y jerséis en invierno.

Cinco años de diferencia entre ellas, eran suficientes para divertirse con sus propios amigos y rara vez los compartían a no ser, por imperativo materno.

La benevolencia del clima en Verdiblanco, se veía alterado en otoño por unas lluvias desplomadas de golpe que vaciaban las nubes y dejaban profundos e irregulares charcos. Valeria y sus amigos disfrutaban de las pequeñas pocillas, pues, a principio de los setenta, todavía muchas calles del pueblo seguían sin asfaltar.

La mayor parte de los días otoñales, Valeria emprendía el camino de la escuela con unas botas de agua color granate que casi le rozaban las rodillas, dándole el aspecto, de una espigada Pulgarcita.

Saltar entre los charcos, salpicarse; hacer navegar en las estrechas ciénagas pequeños veleros fabricados con vainas de algarrobo; construir frágiles presas con piedrecillas y ramas de los árboles. Risas, gritos y alboroto infantil.

Las primeras lluvias del año eran acogidas por los pequeños con el mayor de los gozos, como un juguete a  punto de estrenar cada temporada.

El veintiséis de septiembre a las cinco y media de la tarde comenzaron las primeras gotas, y los chiquillos corrieron a enfundarse el calzado de goma con el que explorar nuevos charcos.

Valeria abrió impetuosa el mueble de los zapatos y sacó sus botas granates con una sola mano, mientras con la otra sujetaba un buen bocadillo.

De regreso a casa al anochecer, sudorosa, embarrada y feliz, las botas de Valeria parecían haber encogido y los dedos de la niña mostraban un color rosado propio de la presión a la que habían estado sometidos durante toda la tarde.

Su madre reparó enseguida, pues la niña se frotaba disimuladamente los dedos del pie derecho en la pata de la mesa, mientras cenaban.

— Valeria, ¿qué te pasa en el  pie? —preguntó su madre.

— Nada —contestó evitando su mirada, mientras introducía un trocito de pan en la yema de un huevo frito.

Poca picardía la de Valeria que consiguió en menos de una respiración, que su madre se levantara de la silla y le observara atentamente el pie para constatar, sin equivocación, que las botas se le habían quedado pequeñas, dado el gran estirón de la niña en el último año.

— Mañana, si sigue lloviendo, te pondrá las de Trini —le dijo—, hay que aprovecharlas ahora que a ella también se le han quedado estrechas.

— ¿Las botas de Trini?— respondió como si no diera crédito a lo que acababa de oír.

— Claro, nena, qué suerte tienes de poder utilizarlas tú, son preciosas, ya lo sabes.

Y en aquel preciso momento, Valeria, se marchitó de golpe, como una de esas florecillas efímeras que decoraban las botas de su hermana: pimpollos de todos los colores, ramas y hojas verdes, filigranas, dibujos chinescos y demás adornos vegetales se congregaban en aquel calzado de goma.

— No quiero las botas feas de Trini —murmuró mohína.

— ¿Feas?, si son preciosas —repitió otra vez, como si no tuviera otro argumento.

— A mí no me gustan.

— ¿Cómo que no te gustan?

“Aprovechar”, “Trini”, “gustar”. Tres palabras unidas, que a Valeria le erizaban el vello.

—Yo quiero unas negras — soltó a media voz.

— ¿Negras de pocero?

— No, de pocero no, mamá —respondió sin saber muy bien qué era un pocero—. Negras de Pirata.

Tragó deprisa y continuó:

—Están en la tienda del Sr.Anibal, en el escaparate; son negras y tienen unos redondeles blancos. Las he visto de cerca aplastando la nariz en el cristal y ¿sabes que he visto mamá? ¿Sabes? —Repitió—, que no son lunares, no, son: calaveras pequeñitas. ¡Sí! —Dijo abriendo exageradamente los ojos, como si revelara la mejor de las noticias— ¡Calaveras, mamá!

Viendo la cara estupefacta de su madre, insistió inocente.

—Mamá, no te preocupes que no asustan, son pequeñitas y parece que se ríen; ya verás que cara pondrá el chulito de Moisés, siempre quiere ser el jefe de los piratas en las guerras de los charcos en el callejón de las tapias.

El tal Moisés de once años, cubría su ojo izquierdo con un parche, a la espera de que el derecho espabilara de lo que era en llamarse: un ojo vago.

— Vamos, Valeria —respondió la madre disimulando una sonrisa, pensando en el chaval —no seas tan caprichosa. Te he dicho cientos de veces —enfatizó— que tienes suerte de que tu hermana no destroce tanto como tú y puedas aprovechas sus ropas, difícil sería si fuera al revés, —dijo zanjando la conversación, mientras le retiraba el flequillo de los ojos.

Durante la noche la pequeña, no conseguía conciliar un sueño tranquilo. La inquietud le hacía sacudir fuertemente las piernas. Daba vueltas en la cama, imaginaba voces, risas infantiles, empujones y patadas invisibles que la sacaba de sus charcos mientras ella, arrastraba unas botas enormes y floreadas que le desfiguraban el alma de corsaria.

Patas de palo con maderas muertas que reverdecen llenándose de hojas en sus delgadas piernas, y garfios de hierro que la persiguen entre carcajadas infantiles. Gotas de sudor, vergüenza salada.

La mañana llegó, y las botas multicolores la esperaban, exaltadas de primavera.

— ¡Mamá, ven!, —gritó excitada e impaciente, mientras se apartaba el flequillo de los ojos humedecidos.

La madre, lo intentó de todas las maneras posibles.

— Echa, el pie para atrás Valeria; el talón Valeria, eso, así, un poco más.  No, pues es verdad no te entran, la goma te roza la punta —dijo aplastando la bota y el dedo gordo a la vez— ¡Cómo has crecido Valeria!  Qué lástima de botas. Se te han quedado pequeñas. Con lo nuevas que están… y lo preciosas que son.

                                                                      ***

 Botas negras para niñas filibusteras que ya no lloran y calaveras cómplices que sonríen mientras saltan y guerrean, entre barcos bucaneros.

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