Existen amistades tildadas de extravagantes, de caprichosas e incluso de insólitas. Esta es una de ellas. Desde hace algún tiempo, siento la necesidad de recopilar estos encuentros y dejar escritas para la posteridad, algunas de las historias  que me ocurrieron en alta mar.

Todas han sucedido lejos de la costa, quizá es por eso por lo que han llegado a mis oídos con una nitidez difícil de creer.

Una noche de abril, fondeé a unas doce millas de distancia para alejarme de los escarpados arrecifes y arrojé el ancla vigorosamente obligando a mi pequeña barca a permanecer quieta, pues flotando sobre las aguas transparentes no dejaba de oscilar y meneo a meneo hubiéramos podido encallar. Me tumbé en cubierta y observé el maravilloso espectáculo que me ofrecía el firmamento, éste, salpicado de puntos luminosos se diría que estaba al alcance de mi mano sólo con extender los brazos.

Cerré los ojos adormecido por el vaivén cariñoso de las olas sobre el barco y al momento fui testigo mudo de una conversación acaecida desde las alturas, entre un asteroide brillante y una voz hundida en el fondo del mar que replicaba fogosamente.

Sólo mi pequeña embarcación a la que bauticé con el nombre de Desirée, fue testigo de lo que oí:

–¿Por qué te has dejado caer, lucero? –preguntaban desde el cielo.

Abrí los ojos y el firmamento seguía ofreciendo el mismo espectáculo de luz, me incorporé y la mar ennegrecida tampoco mostraba nada destacable a primera vista.

–En las alturas me ahogaba, –respondieron desde el agua–, me he ido extinguiendo poco a poco y ya apenas me quedaba luz propia. Han llegado a la constelación nuevas estrellas, más brillantes, más jóvenes, las hay gigantes, enanas, todas manejables, todas encandilan al sol. Ya no pertenezco a ese mundo, amiga Lyra, nunca más tendré la luz de antaño y en esa vida espectral de estrellas fugaces, cometas excéntricos, satélites opacos, cuerpos celestes al fin, me sentía fuera de lugar. He llegado a la conclusión de que el hacedor de luceros se equivocó conmigo y me otorgó una efímera existencia brillante. Antes de enfriarme como el hielo y quebrarme como un cristal he preferido arrojarme a este mar cálido. Me han acogido bien. Al principio recelaron, pero ahora ya no se asombran de mi presencia, pues entre caracolas e hipocampos han llegado a la conclusión de que sólo soy una humilde estrella de mar y aquí me voy a quedar.

Así terminó la conversación de la que fui testigo y el silencio más absoluto regresó de nuevo. Me dirigí a la cabina y busqué la brújula a la que siempre he considerado experta en estrellas para que me dijera si es habitual que algunos astros se exilien arrojándose así del espacio. La aguja magnética aprovechaba el anclado del velero y reposaba tranquila.

–Sí, amigo, el fondo del océano está repleto de estrellas de mar que un día resplandecieron en el cielo y se arrojaron al agua cuando dejaron de brillar.

–¿Tú cómo lo sabes? –le pregunté.

Satisfecha la brújula contestó:

–Me lo contó la Estrella Polar, desde hace mucho tiempo nos une una estrecha amistad pues las dos inevitablemente, señalamos siempre al Norte.

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