El estío se ha clavado en mi jardín y soy incapaz de recoger la hamaca que pende entre los dos pinos; no siento el frío otoñal, no siento el aire que bambolea las hojas amarillas, sólo huelo la soledad que se mezcla con la humedad de la playa cercana.
Me duele la nostalgia, salgo al zaguán y me precipito hacia al jardín obligada a inhalar y exhalar rítmicamente. Me falta el aire y soy incapaz de apartar la mirada del coy.
Me acerco despacio hacia la hamaca sin dejar de observar su balanceo y caigo sobre la tela. Me acoge y me abraza, me envuelve y me acaricia; mecida y embriagada cierro los ojos y vuelvo a ver a Joel tejiendo, trenzando, anudando las cuerdas de algodón y haciendo agujeros con el punzón de hierro en la lona blanca. Sus manos atezadas y recias de marinero que no marinea desde hace tiempo recorren ágiles la gruesa vela que soportará nuestro peso; más tarde, los mansos árboles se dejarán ajustar las amarras y tú y yo nos columpiaremos ceñidos y abrazados.
Esta noche entre sueños Joel ha vuelto, ha rozado mis labios con sus dedos suavemente y no me ha dejado hablar. Musita quedamente en mi oído unas palabras que me niego a oír.
–Recoge mi ausencia, amor, desátala del árbol y mécete en otro lado.
Mis quejas no han servido de nada. ¡No puedo arriar la vela yo sola! –protesté.
Sin embargo, con la aurora te hice caso, siempre lo he hecho, descolgué la cuna de cuerda y lona y la dejé reposar en el baúl, perfectamente doblada.