Category: Libro


Me llamo Gaelle y tengo unos treinta años. Quizá parezca extraño que no quiera  revelar exactamente mi edad, pero debéis creerme si os digo, que no estoy segura del día, ni del año en que nací.

Cuantas veces pregunté a mi madre por la fecha de mi alumbramiento obtuve siempre de sus labios, la misma respuesta:

–“No quieras saberla, Gaelle, –contestaba torciendo levemente el gesto–, la abuela siempre decía, que quien conoce el día en que nació, presagiará dos meses antes, el momento de su muerte”.

Fui creciendo ajena al significado que entrañaban aquellas palabras y un día, sin venir a cuento, dejé de preguntar.

Por aquél entonces mis correrías y juegos en el bosque cercano a la aldea donde vivía, los acompañaba de dos amigas de alzada similar a la mía a las que conocía desde los albores de mi memoria. Por medio de la comparación y la inocencia, decidí que si ellas contaban con siete espléndidas primaveras yo tendría el mismo número de oscuros inviernos, convine pues con mi frágil cuerpecillo que eran siete los años vividos y a partir de ahí, empecé a contar.

Pasé el tiempo apaciblemente entre la naturaleza apabullante que me rodeaba y los cuidados y enseñanzas de mi madre; a este aprendizaje debo añadir el adiestramiento que me proporcionó don Matías, un maestro exiliado en aquel lugar perdido del mapa y a su escuela, una construcción desvencijada de pupitres pintarrajeados y gruesos muros de piedra.

La otra enseñanza, la de la vida, la aprendí yo sola, con la ayuda de la observación y el instinto.

El tiempo inflexible jamás se detiene y acordé con mi juicio que con dieciocho años, debía alejarme del cobijo de los míos para vivir por mi cuenta.

Debido a las razones que las normas reguladas establecen para ordenar los asuntos propios y ajenos, al salir de mi pequeño reino de bosques y riachuelos en la comarca gallega de Xallas, tuve que elegir una fecha que concretase fielmente el día en el que abrí mis pulmones por vez primera y concreté, después de mucho pensar, que el veintiuno de diciembre en el solsticio de invierno, cuando la noche parece no querer encontrarse con el alba y se convierte en la más larga y oscura del año, fuese ese y no otro el día que quedara impreso en mi registro burocrático y conseguí por mediación de un familiar lejano al que apenas recordaba, un contrato de trabajo para ejercer de limpiadora en un hotel bien considerado y muy estrellado de la capital.

Ahí hago camas que otros han deshecho, y limpio moquetas que otros pisan. También junto los zapatos que dejan esparcidos algunos clientes por el suelo antes de acudir a sus citas o paseos y los guardo ligados por parejas debajo de la cama. Coloco invariablemente el derecho a la izquierda y el izquierdo a la derecha. Me concedo esta pequeña travesura que aleja unas puntas de las otras para obligar a cruzar los pies de su amo, antes de calzarlos.

Me gusta mi trabajo porque nunca me llevo tarea a casa y dispongo de muchas horas para conversar con los libros que atesoro en mi pequeña biblioteca, pues vivo sola, sin compañía que exija mi atención.

Utilizo cada día el transporte subterráneo para llegar a la estación Mar de Cristal, después camino diez minutos hasta atravesar la puerta trasera de un gran edificio de enormes ventanales vidriados. Esta inmensa construcción está coronada por seis mástiles de aluminio que soportan banderas de diversas tonalidades.

Los días de invierno en los que el viento arrecia sin compasión y bambolea los lienzos multicolores que se encadenan con gruesas argollas metálicas a los palos estilizados, el sonido a puerto y embarcadero inunda la calle y yo me acerco paso a paso, brujuleando despacio hasta el cuartito donde me cambio de ropa, y ciño mi cabeza con una pequeña cofia de encaje blanco como de espuma de ola.

En el trayecto bajo tierra, coincido con financieros y albañiles que acuden a sus empresas arrastrando sus zapatos. A estos andarines útiles dirijo constantemente mi atención cuando consigo un asiento en el metro de Madrid.

La cercanía de unos rostros desconocidos, aburridos y adormilados que me miran el semblante, me aturde de tal manera que bajo la mirada y diviso únicamente pies encerrados en zapatos de todo tipo.

Sé que sus miradas hacia mí, no significan nada, que solo ven un rostro anodino de dócil mirada, por eso a veces, cuando amanezco descansada, satisfecha y fortalecida por la influencia que me otorgó el héroe de alguna de mis novelas la noche anterior; un impulso infantil me empuja a fijar la vista en el pasajero que me mira insistentemente y me freno como el mismo tren para no abrir exageradamente la boca y sacarle la lengua y abrir mucho los ojos en una gran mueca histriónica. Si embargo, todos los días, ante estos descaros escondo mi mirada entre viejos zapatos ajenos.

El metro escandaloso nos mueve a su antojo dentro del compartimento y yo sigo vigilando el suelo.

La mujer que tengo a mi lado sostiene un libro abierto por la página 58. La he mirado de reojo y creo que está dormida, pues hace rato que no cambia de hoja y la nuca ya no es capaz de sujetar su cabeza.

El libro pequeño que acoge en el regazo de una falda beige, deja descubiertas unas rodillas bien torneadas envueltas en finas medias de color carne, estas acaban escondidas en unos sencillos zapatos de tacón. Es verano fuera del metro y el atuendo tan formal de chaqueta y medias, apenas ofrece dudas sobre un oficio de azafata servicial en congresos sobre disertaciones empresariales, filosóficas o científicas que dejan poco o ningún espacio a la fantasía.

Y yo la imagino sonriente y aburrida, atenta y solícita ante cualquier petición de individuos rematados con relucientes y brillantes zapatos puntiagudos negros.

Un hombre pálido y delgado sentado frente a mí, no deja de mirarnos y empiezo a sentirme incómoda, de nuevo bajo la vista y me detengo en sus botas de hombre envueltas en barro de calle húmeda. Inevitables manchas de un día lluvioso como el que amaneció hoy –pienso– y le concedo, por tal motivo, la indulgencia del descuido.

Cruza las piernas en ese instante y su pie derecho se me acerca un poco más.

La azafata adormilada se acaba de levantar sobresaltada por el chirrido del vagón y se dirige a la puerta de salida; su libro quieto ha caído al suelo mostrando el título despreocupado en grandes letras rojas: Wilt. Seguro que el autor nunca pensó que la farsa de su obra, produjera en alguien ese efecto tan hipnótico.

A mí no me gusta exponer el asunto de mis libros a ojos de extraños, por eso oculto las cubiertas con papel de periódico. Soy recelosa al mostrar mis gozos literarios y posesiva de las letras que escojo, pero me excuso diciendo que es para protegerlos de huellas grasientas.

Los vagones se van llenando en cada estación y parece que nadie está dispuesto a bajar todavía.

El ambiente de repente se satura de flores invisibles y alzo la vista para descubrir qué clase de espejismo me ha producido esa impresión olorosa. No tardo nada en comprobar que pertenece a una bella mujer que desprende un fuerte aroma a lilas silvestres.

Me comparo con ella y calculo sin dudar, que tendrá más de cincuenta otoños cumplidos. La sigo con huidiza ojeada mientras se acomoda en el asiento de plástico caliente que acaba de dejar la lectora somnolienta.

El metro continúa deslizándose por los raíles como una serpiente enloquecida y nos traquetea a su antojo llevándonos por oscuros túneles al lado de personas desconocidas.

No hay niños pequeños en esta línea, ni a estas horas, que blandeen sus piececillos en el aire sentados o tumbados en sus cochecitos de capota.

Tampoco han madrugado hoy los músicos callejeros que amenizan o molestan con sus melodías andinas, ponchos rayados y zapatillas negras.

El vagón que cojo todos los días, hoy me es extraño.

Miro al suelo y observo unos zapatos deportivos que algún día fueron blancos y ahora lucen gastados y quietos sin haber pisado jamás una pista atlética, no obstante se acompañan también de una bolsa de entrenamiento desvaída y desgastada de azules. Casi puedo ver a través de ella una fiambrera hermética, humeante de comida recién hecha y una pequeña barra de pan. El obrero al que pertenece la bolsa de lona, ha llegado a su destino y ágilmente recoge su comida escondida y deja abandonado a su suerte un manoseado periódico gratuito en el asiento ahora vacío.

La bella mujer perfumada de flores me atrae poderosamente la atención y no disimulo mi curiosidad, se levanta despacio y en ese instante el vagón aminora la marcha como dominado por una amazona guerrera que le hubiera ganado las riendas a este corcel de hierro. Y yo, imagino al alazán con zapatos, zapatos de caballo, redondos, cascos gastados que esperan nuevas herraduras.

La espalda de la mujer, tapizada con una delicada blusa de gasa que se acopla perfectamente a su cuerpo aromático, se alejará de mí sin arrastrar los pies, deslizándose quieta sobre las escaleras mecánicas hasta la superficie iluminada con luz natural. Mientras pienso en ella con los ojos huecos de mirada, se detiene un instante, de repente y como si el tiempo se hubiera ralentizado inexplicablemente, la bella vuelve la cabeza y ojea impertinente mis pies de verano casi descalzos, yo no me lo espero y me angustio, ¡me inquieto!, me duele su mirada clavada en ellos e intento juntarlos todo lo que puedo, recogerlos, esconderlos sea como sea debajo de mi asiento, pero el espacio diáfano no me ayuda y ella asiente y me sonríe hierática y silenciosa, pero sigue sin apartar la vista de mis pies nerviosos y de mi cara asustada. Y yo me estremezco aterrorizada al ver sus pupilas negras y profundas.

Mientras me dirijo al hotel temblando todavía, se repiten en mi memoria una y otra vez, las palabras de otro adagio que mi madre me recitaba de niña.

–“Tu abuela siempre decía que hay seres escogidos, envueltos en aromas silvestres, que camuflados entre nosotros, adivinan la edad exacta de las personas por la forma de sus pies o por la horma de sus zapatos”. Rehúyelas, Gaelle, ¡Rehúyelas!

Ahora la voz áspera de aquella mujer bella no se me va de la cabeza cuando al abandonar el vagón me dijo:

“Feliz día de cumpleaños, muchacha”.

Y escucho mi vocecilla de niña, y mi mano alzada de dedos tiesos, preguntándole a mi madre: ¿cuántos años tengo mamá?, ¿cuándo nací?

–“No quieras saberlo, Gaelle, –contestaba torciendo levemente el gesto–, la abuela siempre decía, que quien conoce el día en que nació, presagiará dos meses antes, el momento de su muerte”.

Existen amistades tildadas de extravagantes, de caprichosas e incluso de insólitas. Esta es una de ellas. Desde hace algún tiempo, siento la necesidad de recopilar estos encuentros y dejar escritas para la posteridad, algunas de las historias  que me ocurrieron en alta mar.

Todas han sucedido lejos de la costa, quizá es por eso por lo que han llegado a mis oídos con una nitidez difícil de creer.

Una noche de abril, fondeé a unas doce millas de distancia para alejarme de los escarpados arrecifes y arrojé el ancla vigorosamente obligando a mi pequeña barca a permanecer quieta, pues flotando sobre las aguas transparentes no dejaba de oscilar y meneo a meneo hubiéramos podido encallar. Me tumbé en cubierta y observé el maravilloso espectáculo que me ofrecía el firmamento, éste, salpicado de puntos luminosos se diría que estaba al alcance de mi mano sólo con extender los brazos.

Cerré los ojos adormecido por el vaivén cariñoso de las olas sobre el barco y al momento fui testigo mudo de una conversación acaecida desde las alturas, entre un asteroide brillante y una voz hundida en el fondo del mar que replicaba fogosamente.

Sólo mi pequeña embarcación a la que bauticé con el nombre de Desirée, fue testigo de lo que oí:

–¿Por qué te has dejado caer, lucero? –preguntaban desde el cielo.

Abrí los ojos y el firmamento seguía ofreciendo el mismo espectáculo de luz, me incorporé y la mar ennegrecida tampoco mostraba nada destacable a primera vista.

–En las alturas me ahogaba, –respondieron desde el agua–, me he ido extinguiendo poco a poco y ya apenas me quedaba luz propia. Han llegado a la constelación nuevas estrellas, más brillantes, más jóvenes, las hay gigantes, enanas, todas manejables, todas encandilan al sol. Ya no pertenezco a ese mundo, amiga Lyra, nunca más tendré la luz de antaño y en esa vida espectral de estrellas fugaces, cometas excéntricos, satélites opacos, cuerpos celestes al fin, me sentía fuera de lugar. He llegado a la conclusión de que el hacedor de luceros se equivocó conmigo y me otorgó una efímera existencia brillante. Antes de enfriarme como el hielo y quebrarme como un cristal he preferido arrojarme a este mar cálido. Me han acogido bien. Al principio recelaron, pero ahora ya no se asombran de mi presencia, pues entre caracolas e hipocampos han llegado a la conclusión de que sólo soy una humilde estrella de mar y aquí me voy a quedar.

Así terminó la conversación de la que fui testigo y el silencio más absoluto regresó de nuevo. Me dirigí a la cabina y busqué la brújula a la que siempre he considerado experta en estrellas para que me dijera si es habitual que algunos astros se exilien arrojándose así del espacio. La aguja magnética aprovechaba el anclado del velero y reposaba tranquila.

–Sí, amigo, el fondo del océano está repleto de estrellas de mar que un día resplandecieron en el cielo y se arrojaron al agua cuando dejaron de brillar.

–¿Tú cómo lo sabes? –le pregunté.

Satisfecha la brújula contestó:

–Me lo contó la Estrella Polar, desde hace mucho tiempo nos une una estrecha amistad pues las dos inevitablemente, señalamos siempre al Norte.

Ausencia

El estío se ha clavado en mi jardín y soy incapaz de recoger la hamaca que pende entre los dos pinos; no siento el frío otoñal, no siento el aire que bambolea las hojas amarillas, sólo huelo la soledad que se mezcla con la humedad de la playa cercana.

Me duele la nostalgia, salgo al zaguán y me precipito hacia al jardín obligada a inhalar y exhalar rítmicamente. Me falta el aire y soy incapaz de apartar la mirada del coy.

Me acerco despacio hacia la hamaca sin dejar de observar su balanceo y caigo sobre la tela. Me acoge y me abraza, me envuelve y me acaricia; mecida y embriagada cierro los ojos y vuelvo a ver a Joel tejiendo, trenzando, anudando las cuerdas de algodón y haciendo agujeros con el punzón de hierro en la lona blanca. Sus manos atezadas y recias de marinero que no marinea desde hace tiempo recorren ágiles la gruesa vela que soportará nuestro peso; más tarde, los mansos árboles se dejarán ajustar las amarras y tú y yo nos columpiaremos ceñidos y abrazados.

Esta noche entre sueños Joel ha vuelto, ha rozado mis labios con sus dedos suavemente y no me ha dejado hablar. Musita quedamente en mi oído unas palabras que me niego a oír.

–Recoge mi ausencia, amor, desátala del árbol y mécete en otro lado.

Mis quejas no han servido de nada. ¡No puedo arriar la vela yo sola! –protesté.

Sin embargo, con la aurora te hice caso, siempre lo he hecho, descolgué la cuna de cuerda y lona y la dejé reposar en el baúl, perfectamente doblada.

Aire

Mi nombre, no es importante. Tengo cincuenta y ocho años y sé que no cumpliré muchos más según me ha anunciado una echadora de cartas con la que he contactado esta mañana de niños y sol en el Parque del Retiro. Cuando la mujer ha levantado la primera carta me ha mirado fijamente y ha movido la cabeza de un lado a otro sin mediar palabra. Su silencio me ha explicado todo con claridad.

Nunca le he tenido miedo al futuro, por eso le he dicho que se exprese sin temor. Su cara ha sido como un cartel luminoso y ya sé qué es lo que me va a acontecer.

Del pasado, no quiero saber nada. No estoy orgulloso de lo que hecho y no es necesario que me lo recuerden.

Mi vida ha sido intensa y sin complicaciones porque nunca me las he buscado. Suelo escuchar más de lo que hablo y leo más de lo que escribo. Me cuesta aprender y olvido muy fácilmente. Sonrío a menudo y no lloro apenas nunca. No me excedo dando amor y por eso elijo con cuidado el lugar en el que entrego mi modesta cuota de afecto, no obstante, me abruman las querencias que las personas suelen depositar en mí, porque coartan la libertad por la que lucho constantemente. He reclamado felicidad en todos los sitios en los que he estado y me la han dado casi siempre sin yo saberlo. Soy un poco hedonista lo sé, busco constantemente el placer y pocas veces lo consigo. Esto me lleva a un estado de insatisfacción casi permanente del que no culpo a nadie.

Asimilando la información tácita que me acaba de dar la nigromante, regreso a casa. En el camino, los patinadores y los ciclistas con los que me cruzo por el Paseo de Carruajes del Parque se deslizan a mi lado sacudiendo el aire que yo recojo con cuidado y guardo en mis bolsillos, seguro de que lo necesitaré en algún momento.

Salgo a la calle y una cruz verde anunciando una farmacia se destaca a lo lejos. Entro buscando una solución para paliar lo que me resta de vida que he calculado en un mes escaso por la expresión de la mujer.

Una campanita me saluda al abrir la puerta de la botica mientras el aire acondicionado del local me hace dar un respingo.

–Buenos días –me dirijo a una chica joven, ataviada con una bata blanca blanquísima, como de novia virgen.

–Buenas. ¿Qué desea?

–Necesito un específico remedio para curar un estado carencial generalizado que me acontece puntualmente y que me gustaría eliminar o mitigar en unos días.

La petición me sale así, de corrido y hasta yo mismo me sorprendo. La farmacéutica, asiente: –¿Tiene receta?

–Sí –contesto– y saco del bolsillo la carta renegrida por el continuo uso que le ha dado la adivina a través de muchas tiradas.

La maga me ha ofrecido el naipe sin reservas ante la magnitud del acontecimiento venidero y después de observar perpleja, mi aparente pasividad.

–Llévesela y consulte a otro del gremio. Entiendo que desee obtener una segunda opinión.

Estas fueron las únicas palabras que salieron de su boca. Y yo, ni le di las gracias.

La dependienta inmaculada coge mi carta, la mira un segundo y sin soltarla desaparece tras un arco de piedra que comunica con el arsenal de medicinas, antídotos y pócimas que guarda en la recámara del establecimiento. Vuelve en un par de minutos llevando en sus manos una caja de cartón que contiene según me dice, veinte cápsulas de fácil ingestión gracias a un excipiente dulce que las recubre. Amablemente me entrega la caja sujetándola con dos dedos y yo sospecho que no quiere rozarme.

–Son, seis euros.

Pago, me guardo la caja en el bolsillo y el aire recogido hace unos minutos en el camino la envuelve al instante.

Sin prisa, yendo a casa despliego el papel de prospecto y ajustándome bien las gafas para poder leer las diminutas palabras del panfleto, descubro los beneficios de las píldoras:

  1. IBUMISTROL. Lea todo el prospecto detenidamente antes de empezar a tomar la medicina y consérvelo durante todo el tratamiento.
  2. Qué es Ibumistrol cápsulas y para qué se utiliza. Ibumistrol cápsulas se ofrece en grageas que tomadas con la periodicidad que recomiende su guía o doctor le proporcionará un estado de despiste permanente con el que afrontará mejor su cotidianidad. Con ellas aprenderá a no escuchar con demasiada atención a familiares y amigos que, con voz queda y disimuladamente, manifestarán a sus espaldas comentarios tales como que usted vive en un mundo imaginario y que no acepta la realidad.
  3. Antes de tomar Ibumistrol: Este remedio es preventivo. Procure que no le afecten los enredos y líos de los que le rodeen y no intente comprender cómo han podido llegar ellos. Si esto no ha sido posible y ya está afectado la dosis recomendable se duplicará.
  4. Cómo tomar las cápsulas: Siempre con el estómago lleno y acompañadas de un gran vaso de agua a poder ser, fresca.
  5. Posibles efectos adversos: Construcción de un mundo utópico e irreal en el que sólo viva usted y sus circunstancias. Si necesita una ampliación más detallada sobre este punto, remítase a la autoconciencia reflexiva de Descartes o al concepto de vida como realidad de Ortega y Gasset.
  6. Conservación: En lugar fresco y seco.

Al llegar a mi casa que está situada en la Puerta de Alcalá, más concretamente en el subterráneo que cruza la Plaza, deposito mi caja de Ibumistrol al lado de la botella que me acompaña a todas horas, después tomo una pastilla con un sorbo de vino barato y me acurruco encima de los cartones y de una manta mugrienta de color indefinido que me envuelve y me separa del mundo.

Observo pasar a los transeúntes indiferentes que zarandean la corriente formada entre las dos entradas al pasadizo y yo recojo el aire y me lo vuelvo a guardar en los bolsillos, seguro de que lo necesitaré en cualquier momento. Cierro los ojos y regreso a mi propio mundo.