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Abrir y cerrar los ojos tres veces seguidas es lo que tuvo que hacer, para creer lo que estaba viendo.

Ella elevó los párpados despacio, evitando en lo posible la luz directa que la encañonaba desde el techo a través de una lámpara araña compuesta por seis brazos de bronce. La cuarta vez fue con brusquedad, acompañando el abanicado de sus pestañas con el arqueo de cejas, pues éstas se alzaron incrédulas sobre la piel de la frente que se arrugaba de perplejidad.

Sin atreverse a mirar a su alrededor, tanteó palmo a palmo el colchón  para comprobar si había algún signo de vida a su derecha, cuando constató que estaba sola en aquella inmensa cama, se incorporó dejando al descubierto una piel desnuda. Las sábanas de un azul claro, se replegaron en su cintura y Adele las apartó como si quemaran.

Brincó de la cama al suelo y se encontró en medio de aquella extraña habitación. El espejo le devolvía la imagen a la que ya estaba acostumbrada: unos cabellos teñidos de rubio, medio sujetos por unas cuantas horquillas incapaces de amarrar los vaivenes de lo que parecía, a primera vista, el guión de una larga función de amor.

Un rostro joven en el que destacaban  unas ojeras enlutadas de rímel y una bonita figura  tostada de sol, en la que se apreciaba la marca indeleble que deja la parte inferior de un bañador de dos piezas.

Buscó el interruptor donde apagar de golpe las seis patas de la araña y descorrió las gruesas y pesadas cortinas. Un inmenso mar escandalosamente azul se abrió ante sí mostrando todas las tonalidades que puedan imaginarse, abrió los cristales con desesperación y al instante, una ligera brisa salada le erizó la piel desabrigada.

¿Cómo había llegado hasta allí? La intensidad de aquel derrame turquesa le era tan familiar que pudo constatar que no se había movido de la isla; el cómo había atracado en aquella inmensa habitación de hotel, lo desconocía. Sin embargo no era necesario ser un detective muy avispado para resolver, a la vista de aquellas ropas diseminadas por el suelo, la evidente premura de lo que parecía ser un encuentro pasional.

 Adele De la Roche recogió las familiares prendas del suelo maquinalmente, mientras se esforzaba en recordar algo que le pudiese aportar alguna pista: ¿Qué hacía en aquella habitación sola? ¿Con quién había llegado? Por otra parte, a trompicones y machaconamente, se repetía en su cabeza una escueta prohibición seguida de un ruego: “No vuelvas nunca más… por favor Adele”

 — ¿No vuelvas nunca más?, ¿de dónde?— repitió en voz alta— nunca llegué a irme.

 Un pequeño televisor flotaba casi hasta el techo ya que se hallaba suspendido por dos invisibles escuadras en una esquina de la alcoba; con el sonido apagado, mostraba imágenes de lo que parecía ser sin temor a equivocarse, la retransmisión de una misa dominical desde la majestuosa Seu mallorquina, el logotipo del canal autonómico y el “directo” en una de las esquina de la pantalla, le dieron una respuesta.

— Domingo — susurró—, hoy, es domingo.

Abrió la puerta con cierto miedo y asomó tímidamente su cabellera enredada. Ante ella un largo pasillo enmoquetado y salpicado de habitaciones a derecha e izquierda la recibió en silencio: 208, ese era el número de su alcoba.

Cerró impetuosamente y con la puerta pegada a su espalda de nuevo en el cuarto, Adele pensativa, recorrió despacio con la mirada cada uno de los rincones de aquel lugar disonante.

Encima de un sencillo escritorio que chocaba con la lámpara barroca del techo, descubrió un sobre blanco, y enseguida se abalanzó hacia él esperando encontrar la resolución al gran enigma con el que salvar algo más incierto que su propia vida.

En la envoltura de papel podía leerse la consigna que había estado martilleándola desde que se despertó: No vuelvas nunca más… no vuelvas nunca más… no vuelvas nunca más.

Lo abrió ávida y temblorosa, y del interior extrajo una secuencia de tres fotos contiguas, sin duda se habían realizado en unos de esos fotomatones que se pueden encontrar apostados en los aledaños de las comisarías o a la entrada del suburbano, pero ¿dónde estaba la inevitable cuarta fotografía? Claramente ésta había sido arrancada de cuajo, lo irregular del cartoncillo brillante no ofrecía lugar a dudas.

Las fotos mostraban solamente la parte posterior de la cabeza de una mujer, no obstante se intuía claramente por la postura, que sus labios besaban ardorosamente a un hombre entregado de igual manera. Adele, reconoció en las fotos sus propios cabellos a la vista de aquellos mechones rizados que se le declaraban en rebeldía y se caracoleaban en la nuca como era habitual en ella; los demás, por el contrario, permanecían recogidos en un moño bien compuesto. Ladeada la cabeza, sus brazos rodeaban al desconocido y aunque no sabría decir quien era el individuo, pues casi no se le veía, le resultaba ligeramente familiar.

La imagen era evidente, una proximidad encarada de esa índole en un habitáculo como aquel, solo era posible si la mujer estaba sentada a horcajadas sobre las rodillas del sujeto. Sin saber muy bien el porqué, Adele se sonrojó.

Guardó las fotografías de nuevo y en el anverso del sobre observó unas letras apenas legibles: Calle de la Mirada.

Por más esfuerzos que hacía, la memoria obstinaba no arribaba a ninguna conclusión, sólo el insistente “no vuelvas nunca más”, volvía una y otra vez a su cabeza.

En el televisor seguía la reunión multitudinaria de fieles, el sacerdote cubierto por una casulla morada, daba la espalda a los feligreses y elevaba el cáliz de oro con solemnidad preceptiva mientras se inundaba de silencio la magnífica catedral.

Adele, por su parte, seguía sin dar crédito a lo que le estaba pasando, ¿Tanto habría bebido como para no recordar qué es lo que había hecho desde el viernes por la noche? Lo último que podía desenterrar de su mente, era su llegada a una discoteca, la sala Boomerang, allí debía encontrarse con algunos viejos amigos y conocidos, la reunión de antiguos alumnos del colegio Santa Ana y San Gabriel la había llevado hasta allí.

 Intentó tranquilizarse encendiendo un cigarrillo. En el cenicero situado en una de las mesillas cercanas a la cama, algunas colillas llevaban impreso en los filtros ligeras marcas de carmín, otras permanecían sin huella.

Se dirigió al ventanal y contemplando de nuevo el azul respiró intensamente. Al instante una gran agitación se enarboló desde lo más profundo de su esencia y Adele empezó a amarrar  poco a poco imágenes con voces; hasta ese momento, las palabras habían estado retenidas en algún lugar de su cerebro y pausadamente las fue haciendo regresar a tirones, remolcadas, como si volvieran de un largo viaje allende otros puertos.

 — “¿Recuerdas a tal?”, “¿Qué habrá sido de?” “Jamás te hubiera reconocido”, “No has cambiado nada”, ¿Cómo tú por aquí?“¿Quién nos lo iba a decir?”, “Míralo, ahí viene”. “¡Qué desperdicio!”. “Pero qué guapa estás”.

 Las imágenes enredadas con una música de fondo, se embarullaban dentro de su cabeza, aún así se vio dirigiéndose a la barra, pidiendo un vaso de agua para tragar una de las cápsulas de Neurontín. La medicación no sabía de lugares ni fiestas y si quería evitar sorpresas desagradables a toda costa, no debía olvidarse jamás de sus pastillas.

Dichosa epilepsia.

Una equivocación, un vaso ahogado y errado en  un líquido transparente, una prisa, una urgencia, la avidez de la sed y después: La nada.

Otro de aquellos episodios en los que actuaba con normalidad, jamás sin voluntad, consciente de sus actos, hasta que la resistencia impuesta por la naturaleza se convertía en un impedimento para recordar. La huella del tiempo se extraviaba invariablemente cada vez que unía medicación y alcohol. Jamás le impidió este cóctel de olvido que siguiera con su ritmo vital, los efectos se presentaban más tarde, pues era al volver en sí, al activarse de nuevo después del obligado descanso, cuando el tiempo parecía haberse detenido unas horas posteriores a la ingesta.

 Adele, levantó los ojos hacia la esquina de aquel cuarto, la misa seguía en el rincón de paredes blancas y el oficiante casi podría decirse que miraba desafiante a la cámara mientras se despedía de sus fieles.

La mujer se quedó quieta, la vista muy fija observando el receptor. El rostro de aquel hombre envuelto en púrpuras y dorados la empujó a emitir un grito indescriptible, un lamento preciso y breve entre sorpresa y desconcierto, pero ante todo, una manifestación vehemente de sentimientos a brincos que se resumían en aquel sonido agudo surgido desde lo más hondo, allí donde el sol no transforma el color de la piel. Un alegato a la estupefacción, una bofetada sin roce detenida a dos milímetros de la cara.

Joaquín, una frente inconfundible, una pequeña marca de nacimiento al lado de la ceja, una señal rosada, un antojo insatisfecho. La melena que en su día fue ensortijada, ahora se le mostraba cercenada, acompañando a un uniforme de gala propio de su dignidad, casullas, albas, estolas y cíngulos.

Bailes y copas, un Boomerang de reencuentros, un saludo, una mirada, un deseo, un recuerdo, una asignatura prorrogada hasta obtener el aprobado. Después la culpabilidad, el arrepentimiento, la contrición y finalmente la huída hacia una dirección inexistente, una imaginaria calle que observa a las almas que se pierden tras un impulso: Calle de la Mirada, y una trasgresión voluntaria, que jamás debería volver a repetirse.

—Déjate llevar y vente conmigo, escapémonos juntos—le dijo— No te lo pienses tanto, eres mi emperatriz, mi reina. Sabes que te protegeré. Yo cuidaré de ti. Nunca dejaré que te pase nada. Todo lo hago por nosotros. Si no me acompañas desapareceré. De qué me valdrán tantos años de esfuerzo, tantos días y tantas noches de estudio, tantas prácticas lejos de tu lado. ¿Qué será de mí si me dejas? Acompáñame, Diana.

Y a Diana, a la que siempre se le entornaban los ojos agradecida cuando se sentía tan necesaria, se le nubló la vista del todo y sin escuchar a nadie más, se casó con él.

Mi amiga Diana me ha llamado de nuevo para desahogarse, dice que ha ido por tercera vez en dos semanas a la consulta de su doctor, hoy el malestar era un repentino e insoportable dolor en el pecho.

El médico la ha hecho pasar después del último de los pacientes que aguardaban tranquilos o inquietos en la sala de espera. Ella no ha pedido hora con antelación y su aspecto no reviste urgencia, además es una de las habituales del viejo ambulatorio, por eso su permanencia mansa en el tercer asiento naranja de una fila de cuatro sillas unidas por las patas,  ha durado más de dos horas.

El facultativo que va a atenderla es un hombre de escasa estatura al que la bata blanca le rebasa las rodillas, éstas se imaginan debajo de un pantalón oscuro demasiado largo que se le arruga por encima de las dos borlas de cuero que adornan unos zapatos granates. Su aspecto a simple vista es algo cómico, de payaso de circo, de esos que, tras un aullido de aparente dolor  comienzan a soltar lágrimas vivas desde sus ojos como si existiera tras ellos una fuente cristalina.

Diana pasa a la consulta cabizbaja.

Él la ha auscultado en silencio, ella ha dado un respingo al frío contacto del fonendoscopio. Después le ha tomado el pulso y la tensión. Le ordena abrir la boca y sacar la lengua. Él, en un acto reflejo humedece sus labios a la vista de la piel húmeda y sonrosada como una fiera que se relame ante su presa. Ella, baja la mirada. La sangre del médico y la paciente durante la exploración, empuja con furia sus respectivas arterias. No hay nada más que observar, el reconocimiento ha acabado.

El hombre lleva la bata firmada en hilo rojo al lado del corazón. Después se sientan los dos, cada uno en un extremo opuesto de la mesa. Él en un sillón amplio, cómodo, grueso en piel y ella paciente callada, en una silla de madera y acero inoxidable.

Serio, por la gravedad que reviste la enfermedad y con una amabilidad sospechosa comienza a decirle, que no se preocupe por nada, que se le pasará pronto, que es un malestar colateral de la ansiedad, que tiene anotado en su historial que ya le ha ocurrido otras veces, que solo son brotes no contagiosos, que ya debería saberlo, que se tranquilice y que siga acudiendo cada semana a su dispensario para que él pueda observarla y no se agrave la situación.

Compasivo y paternalista, le ha extendido la receta habitual pero esta vez él se la  lee en alto y muy despacio, remarcando las palabras que Diana ha oído tantas veces, el tratamiento no es nuevo, pero ella se resiste a llevarlo a cabo y el doctor comienza a impacientarse, pues si hay algo que odia es que esta enferma no le obedezca.

1-Prohibido coger amapolas y caracoles en el campo recién llovido,  por el bien de su espalda doblegada.

2-Que no escuche el sonido agudo del Bel Canto, por el bien de lo que él llama sus maltrechos oídos  que nunca se enteran de nada.

3-También le ha dicho que ni se le ocurra dejarse acunar por las olas de ese mar que quiere tanto, pues la humedad y la sal hacen mal a los huesos envejecidos de climaterio y arruga aún más la piel que luce.

4-Que no coma aquello que tanto le gusta, pues podría ensanchar enormemente y desbaratar aún más la flacidez de la masa muscular que dice, ostenta.

5-Que evite en lo posible, el olor suave de las sábanas recién planchadas, puede provocarle un ligero desmayo tóxico y soñar lo que no debe. Que tenga con esto último mucho cuidado.

Y sobre todo y ante todo, que no comente la prescripción galena con nadie en absoluto so pena de desbaratar el tratamiento. Si fuese así, dejaría de interesarse por su salud y nadie mejor que él, para saber qué clase de enfermedad arrastra desde hace años.

Misántropo y frío, este último consejo lo ha recalcado amenazante e irritado, y mirándola a los ojos fijamente, ha acabado con un:

—…Por el bien de los dos…

Diana, amparada sólo por el desértico pasillo del edificio, sigue oyéndole como un eco, mientras se aleja entre sollozos con el abrigo medio puesto.

¡Y no llores Diana! ¡No me llores! Todo es por tu bien.

 Diana es mi amiga desde hace años. Últimamente me he convertido en su paño de lágrimas dispuesta en cualquier momento a consolarla, he aguantado estoicamente sus hosquedades y su mal humor. Un día en el que yo estaba calada hasta el corazón y empapada de lágrimas ajenas me dije ¡basta!, salí corriendo y me escurrí como un perro recién bañado sacudiendo mi cabeza hasta la última gota.

Me tumbé sobre la hierba recién cortada de un parque cercano y me dejé ventilar abrazada por el sol.

La avisé, la avisé cientos de veces.

—No debes unirte a ese ceñudo estudiante de medicina. Olvídalo, no le hagas caso, creo que no te ama como debe.

Pero ella, mi amiga, jamás me oyó.

Sin embargo no puedo abandonarla. La quiero; la quiero tanto que no puedo dejarla con un: “Ya te lo dije” enganchado de mis labios, por eso esta tarde me la he llevado conmigo y la he escuchado de nuevo, en el lugar del parque en el que yo me sacudo de ella tantas veces.

Por el camino intento hacerle entender que se está envenenando con esas medicinas, que deje de comprárselas al camello que duerme con ella y se las entrega a domicilio todos los días.

No sé si me escucha pues ella está callada y pensativa mientras yo le aconsejo desde la ignorancia. De pronto a nuestro lado aparece una mujer vestida con un impermeable negro a pesar de que el día ha amanecido espléndido, se cruza por delante de nosotras y con el dedo señalando hacia el suelo y dirigiéndose a Diana le dice:

— ¡Oiga!, se le han caído dos lágrimas.

Mi amiga con una sonrisa apenas perceptible le ha contestado:

— No se preocupe, no las necesito, tengo más…

La mujer de negro se queda mirándonos mientras nosotras dos, seguimos nuestro camino. Diana continúa entre hipidos narrando lo que he oído tantas veces, pero un impulso me lleva a girar el cuello y observo como la mujer de negro pisotea el lugar exacto en el que había señalado el llanto.

Ahora, cada vez que Diana y yo paseamos juntas y escucho sus quejas en silencio, estoy pendiente, vigilante de las gotas saladas que ruedan por sus mejillas, enjugándoselas con mis propias manos, sintiendo que es lo único que puedo hacer para ayudarla, para ayudarme; así evito que caigan a la tierra, y si eso ocurre, las piso, las apago, las sofoco hasta extinguirlas con mi zapato, pues tengo que evitar a toda costa que el viento las arrastre hasta mi pecho, que se alojen en mi corazón y que se adhieran para siempre a mis ojos tristes de payasa enamorada.

Creí que estaba inmunizada, pero tengo que volver a vacunarme de nuevo.

En el silencio pegajoso de una noche calurosa de agosto, Emma descansaba plácidamente fantaseando en sueños divertida, pues una sonrisa pícara se perfilaba en su bello rostro durmiente. Vestida sólo por un liviano camisón rosado, la mujer, de complexión pequeña, ocupaba casi sin moverse, una estrecha porción del colchón, ya que tenía por costumbre arrimarse al borde de la cama y dejar una pierna fuera, destapada, suspendida en el aire incluso en invierno. Al lado su marido, se revolvía inquieto ocupando cada cinco minutos la tercera parte libre del lecho, pues por turnos, buscaba el frescor de la porción desaprovechada, para volver a ella una vez templada la que acababa de acaparar. El calor era insoportable y maldecía al despertador, como si fuera el reloj el único culpable de las escasas horas que faltaban para levantarse sin  haber pegado ojo. Mientras tanto Emma, seguía soñando y emitiendo pequeños ruiditos difíciles de describir pero a todas luces, placenteros.

Por si no fuera suficiente el insufrible calor que al hombre le impedía conciliar el sueño, surgió de repente en la oscuridad de la habitación, el zumbido inconfundible y cargante del aleteo que produce el vuelo rasante de un mosquito y el chiflido se mezcló sin más, con el suave silbido satisfecho de su compañera.

 —“A buen seguro que es una hembra —pensó el hombre— nadie como ellas chupan mejor la sangre y no lo digo yo, no; que así es”.

Decidió serenamente, que permanecería quieto un momento, se tapó la cabeza con la sábana y se dispuso a darle al bicho una oportunidad, un minuto de tregua para que desapareciera y huyera por donde había entrado.

— “Ve a buscar tu alimento a otro sitio, alimaña, todas las ventanas estarán abiertas, puedes elegir, no acabes de fastidiarme la noche, ¡joder!”, —miró a su izquierda y continuó— “Incluso podrías picarle a ella, la sangre de Emma no estará mal, la tendrá de horchata, mírala, siempre tranquila, no se altera por nada, ¡vive feliz de la vida, sin trabajar, sin obedecer! ¡Ahí está! durmiendo a pierna suelta ¡Vete a por ella! ¡A por ella!  Que se despierte y deje de hacer ese ruido tan molesto que no soporto”.

Ajena a todos los seres que la rodeaban, Emma seguía durmiendo y él, farfullando.

—“¡Dios!, se ha metido la sanguijuela entre las sábanas. Se está acercando, oigo el zumbido cada vez más próximo, se ha parado en mi oreja. ¡Quieto!, no te muevas y sacúdele con fuerza, aplástala, mátala, elimínala  y ¡duérmete, duérmete!”.

El ruido de carne blanda abofeteada, despertó a la mujer ligeramente y entreabrió los ojos inquisidora y aturdida, mas no vio nada raro y nada salió de los gruesos labios de él. Un segundo después ya estaba profundamente dormida de nuevo.

El insomne furioso se miró la palma de la mano y comprobó para su desgracia, que no había ni rastro del mosquito machacado, sin embargo su abultada mejilla ardía doblemente a consecuencia del calor y la guantada. Dirigió una mirada de odio a su mujer inalterada y meneó la cabeza en señal de crítica.

—“Qué facilidad tiene esta tía para dormir. Como se nota que no tiene preocupaciones. Así también dormiría yo, no te fastidia, y encima la puta mosquita no deja de joderme. 

Voy a encender la luz, a ver si se despierta ésta, —dijo mirándola a ella—, que se aguante, ya ha dormido bastante”.

El individuo encendió el flexo de su mesita de noche y lo fue dirigiendo por las paredes despacio, escudriñando centímetro a centímetro los muros encalados del dormitorio, cuando la luz iluminó directamente la cara de Emma, ésta se despabiló, ¿Qué es lo que pasa?, preguntó cansinamente.

¿Tú que crees?  —contestó él con cara de pocos amigos.

La mujer no creía nada. Hacía mucho que sólo creía en lo que soñaba, giró sobre si misma hastiada, clavó la nariz en la almohada y cambió de pierna, volviendo a quedar ésta liberada, suspendida en el aire.

“No, no contestes no, qué te importa a ti que me acribillen a picotazos. Qué más te da que otros también se alimenten  a mi costa.  A ti nadie te hiere, ni los mosquitos, ni los bancos, ni los jefes…qué sabrás tú lo que es que te piquen todos los días”.

Y sin más respuesta que la de su rencor, apagó la luz.

Cinco minutos más tarde, cuando el sueño parecía que iba  apaciguando el malestar del hombre, el zumbido insidioso estalló de nuevo y movido como por un resorte, se incorporó en el borde de la cama observando a diestra y siniestra. Ojos avizor, y oídos desplegados de para en par. Doblemente al acecho como un cazador furtivo. Encendió de nuevo la habitación y torpemente se empinó sobre el colchón cual coloso enardecido con la vista fija en el techo. La corpulencia del hombre hundió el somier y la mujer rodó hacia el centro de la cama hasta chocar con sus pies. Lenta de reflejos como es lo natural en alguien somnoliento y sin darle tiempo a reaccionar para apartarse, el hombre le pisó el abdomen sin cuidado y ella gimió dolorida.

—“Si quéjate encima, como a ti no te muerden…”

Emma no dijo nada más, suspiró y volvió a la misma posición supina. Él la miró arrogante y descendió con ademanes de perdonavidas.

Anda, anda, luego dirás que no tengo miramiento alguno. Aprovecharé ahora que estás boca abajo, y acabaré con todos de una vez”.

Se levantó y fue derecho al armario de la cocina para sacar de entre los utensilios de limpieza, un frasco de veneno en aerosol que eliminaba alimañas caseras y volvió al lugar donde se entablaba la agitada y muda batalla. Vació el contenido del bote disparando enloquecido en cada rincón de la habitación, sin dejar ni una sola esquina a falta de vaporizar. La mujer aturdida por el ajetreo y los efluvios tóxicos levantó la cabeza para tomar aire a la vez que tosía compulsivamente agarrándose la garganta y mirándole con ojos piadosos balbució con un hilillo de voz: “la alergia mi amor, acuérdate de mi alergia”.

Él no contestó pero dejo de apretar el dispensador del frasco de metal.

—“Mira que tienes ganas de quejarte, pero si no has podido tragar nada, claro… como a ti no te pican…”

Dejó el bote en el suelo y apagando la luz, se tumbó de nuevo con la mirada fija, dirigida hacia el techo.

Apenas acababa de acomodarse con los brazos estirados, cuando percibió grandes habones urticantes que comenzaban a brotar entre sus dedos, en la pierna, en el párpado derecho y en otras partes de su cuerpo. El energúmeno, comenzó a rascarse frenético, ido, con tanta fuerza insistía que se despellejó los dedos y la sangre apareció caliente, viscosa.

“Justo lo que necesitaba”  —sonrió enajenado— y enarbolando la mano pegajosa a una inexistente mosquita abatida y oculta tras  la cortina, empezó a dar vueltas alrededor de la cama descalzo, chillando como un loco preso de un desvarío atávico.

“¡Venga, vamos!, comed directamente de mi mano, ¡Venid si os atrevéis! ¡Malditas!, ¡me vais a volver loco! Aquí os espero. ¡Venga, venga!”

Y sentándose en el borde de la cama a la altura de la cabecera, aplastó la testuz de la pobre Emma sobre la almohada, ésta medio intoxicada por el veneno volatilizado, sin fuerzas para revolverse contra las nalgas de su orondo esposo y  asustada, agitó la extremidad que tenía al aire en un último esfuerzo por girarse y aspirar algo de oxígeno, emitió un pequeño susurro que a él ni le inmutó y con la mirada fija en la pierna desnuda de su mujer siguió aplastando la cabeza de la pobre infeliz semienterrada  en la almohada.

“¡Eso, eso!, tú sigue durmiendo ¡Ronca feliz! eso, ¡a pierna suelta, mosquita muerta! ¡A pierna suelta! mientras a mí, todos, ¡todos! poco a poco, me vais chupando la sangre”.

─ Relate usted señorita, relate y siga relatando —dijo mirándome desde arriba—, pero he de decirle que no seré yo quién corrija su examen. Lo he dejado bien claro antes de empezar, la cara de un folio, no más. Son diez preguntas cortas, se contestan con dos líneas, no se extiendan; si se sabe, se sabe y punto. Nada de filigranas, nada de paja; la paja para los pesebres. ¿Es usted pariente de Calleja?, no ¿verdad? Pues deje de escribir y entrégueme ya la hoja. Para un suspenso, con esto ya es suficiente.
Solté el bolígrafo al instante y levanté el rostro, mi flequillo se echó a un lado y con esa expresión insolente que guardo para ocasiones especiales, me atreví a decir: No pienso entregarle nada, esto es algo personal, el examen lo haré en septiembre, como otros años.
El tiempo ha pasado desde aquel incidente y todavía recuerdo con nitidez la cara de aquel profesor y la de César, compañero y aspirante a novio formal que estaba sentado en la mesa de al lado y que me oyó sorprendido y rendido, ante mi espontánea osadía.
Recogí la carta convertida en cuerpo del delito, la introduje en mi carpeta y salí del aula sin decir nada más.
Semanas después, César todavía seguía atosigándome con la misma canción:
-Enséñamela, venga…
-No hay nada que enseñar.
-Prométemelo.
-¿Otra vez? ¿Qué más quieres que te prometa?
-Ya lo sabes…
-Te he dicho mil veces que no sé donde está. Creo que la rompí o la perdí, no me acuerdo, era una tontería sin importancia.
Y tras pronunciar la palabra im-por-tan-cia me solté de su cintura, escondí la mano en el bolsillo de mis tejanos y crucé los dedos para desbaratar la mentira.  Si algo odiaba de César, era la machacona costumbre de insistir hasta conseguir la respuesta que deseaba, así que por no oírle más dije:
-Te lo prometo.
-¡Júramelo!, —soltó él animado por lo fácil que había sido esta vez el compromiso.
Y apretando con más fuerza el entrelazado de dedos sonriendo zalamera, dije: te lo juro; de veras que no lo sé. Le besé en la mejilla y di por finalizada la conversación.
Tanta insistencia de su parte por una simple chiquillada fanfarrona de estudiante, me hizo sospechar que quizá intuía algo.
Hay hechos que no pueden burlarse y mis dedos, acostumbrados sólo a deshacer en silencio mis pequeñas mentiras, nada pudieron hacer, dos días antes de aquel examen,  por concederme la suerte que les rogué con fuerza, al despegar la solapa del sobre. Éste, contenía un informe entregado en la farmacia  y en él me decía con claridad, que si en siete meses nada lo impedía, conocería al inesperado heredero que se había instalado en mí. Destensé los dedos eternamente cómplices de mi mano izquierda tras la noticia y quedaron como muertos, entristecidos e inútiles ante la imposibilidad de remediar lo que se me manifestó como la mayor de las hecatombes.
Sólo mis manos y yo, debíamos saberlo.
Mi familia, pocos días más tarde, ante la persistente y repentina insistencia que yo manifestaba en viajar a Londres durante las vacaciones, aceptaron al fin y me dieron su beneplácito, con la condición de que la aventura que me proponía realizar sola, sirviera para perfeccionar mi precario inglés y de paso conocer lo que era ganarse la vida sin ayuda paterna durante los meses de verano.
Tras la barra de una hamburguesería situada en un pequeño local del Soho londinense comencé a trabajar acompañada perpetuamente por un recalcitrante y vomitivo olor a curry, mostaza y tomate rancio.
Una semana después de mi llegada a la ciudad inglesa, tiritando asustada traspasé la puerta del West London Center y canjeé en menos de tres horas, todos mis ahorros de los últimos años por la detención de aquella irresponsabilidad, de la que jamás acusé a nadie que no fuera yo misma.
Volví en septiembre con la lección aprendida, un buen acento inglés y con una sensación indescriptible de melancolía que me hacía buscar la carencia voluntaria de cualquier compañía.
Sin embargo, la carta a mi vuelta, seguía siendo motivo de curiosidad por parte de  César, tanto, que llegó a convertirse en un reiterativo chascarrillo, del que me costaba huir.
— ¿Qué decía la carta? —preguntaba César, cuando quería irritarme de manera jocosa.
— ¡Pero mira que eres pelma, chico!  —contestaba yo hastiada— ¡Ni sé donde acabó el dichoso papel!
Claro que sabía donde estaba la carta, ¿no lo iba a saber? Me acompañó a Londres y, a la vuelta, yo misma la escondí, entre el paisaje invernal de febrero y marzo, en un calendario que hasta el momento tuve enganchado detrás de la puerta de mi cuarto y que me advertía fielmente  de los meses de aquel año.
Mi nombre es Graciela y en la actualidad aunque soy una seria abogada que busca demostrar la evidencia litigando cuantos pleitos  laborales recalan en mis manos,  debo confesar que miento a menudo; que miento en mi vida personal y que siempre he adornado las verdades hasta convertirlas en fantásticos cuentos chinos, arropados eternamente por la complicidad de mis manos. Sin embargo no espero castigo alguno, ni pienso arrepentirme de mis embustes.
Hoy he quedado con César, seguimos viéndonos de vez en cuando, pues nuestra amistad siempre fue inquebrantable. Seguro que tras el saludo sonreirá y me saldrá con la eterna cantinela:
— ¿No me digas que ya has encontrado la carta y me la vas a enseñar?— preguntará, como si no hubiera pasado el tiempo.
Pero ahora, esta vez, yo no arrugaré el ceño, ni le daré un cariñoso empujón demostrando mi eterno fastidio por la pregunta, ni cruzaré los dedos instintivamente tras mi espalda.
Veinte años después de aquel incidente creo que ha llegado el momento.
El índice y el dedo corazón cansados ya de señalarme, se han dado por vencidos al no encontrar aparentemente en mí, ningún sentimiento de culpa.
Será por eso quizá que un extraño impulso me ha llevado esta mañana a buscar el papel que guardé en aquel callado almanaque, y una vez en mis manos, la hoja se ha desprendido de noviembre anunciando la llegada de un invierno ya caduco. Sin leerla ni mirarla apenas, la he guardado en el bolsillo de mi nueva chaqueta y con ella me dirijo al encuentro de César en la cafetería del hotel Convención, y en la acera de enfrente mientras cruzo la calle O´Donell, lo diviso tras los cristales esbozando su eterna sonrisa al verme y en ese preciso instante, cuando su mirada se encuentra con la mía, libero la pena del bolsillo y la rompo en dos mitades.
Mis dedos aliados ahora con el viento, empuja los trozos a ninguna parte y yo los veo empequeñecerse hasta desaparecer ante nuestros ojos para alejarse completa y definitivamente, de mi vida.

En los fríos días de invierno a menudo después de comer, me iba a trabajar en taxi.

Es extraño que una joven como yo pudiera permitirse un lujo como ese, pensaría cualquiera de ustedes sin falta de razón, a tenor del mísero sueldo que percibía en aquel despacho de la editorial Juridixsa S.A. donde acudía todos los días, mañana y tarde.

La empresa, se dedicaba a la publicación de unos grandes y pesados libros de derecho, cuyo mayor esplendor era el poder intercambiar y sustituir las hojas que iban quedando obsoletas por las nuevas leyes y sentencias recién nacidas, éstas se iban incorporando mediante un sistema de encuadernación de quita y pon, muy peculiar.

Los pesados mamotretos se esgrimían por renombrados abogados con posibles y grandes empresas que incluían entre sus departamentos los jurídicos y procesales. Quizá por lo acotado de su campo y la incorporación de nuevas tecnologías, el sistema había ido perdiendo poco a poco sus años de esplendor y la competencia en el gremio del libro jurídico, irrumpió sin avisar en el mercado, bajo el nombre dela Editorial Dilex.S.A.

Cada vez que yo entraba en mi pequeño despacho destinado a la secretaria, el olor a mueble viejo se posaba sobre mi espalda como un mantón o una pañoleta negra que envejece a quien lo usa. Las fichas amarilleadas de los clientes, permanecían enterradas en los archivos extraíbles de madera y no era insólito que muchos de esos nombres manuscritos en mayúsculas sobre la línea roja de los cartoncillos rayados, anduvieran lejos de los tribunales, descansando entre cipreses.

Mi compañera de mesa era una Remington gris verdosa. Era áspera de tacto y muy espigada, pues se mantenía erguida sobre un soporte de ruedas anexo a mi mesa; con él, me la acercaba al pecho para mecanografiar los pedidos y facturas que se enviarían más tarde ala Central de Barcelona.

La base de patas largas donde se sustentaba la máquina, se calzaba por cuatro ruedas deslizantes que la ayudaban a separarse de mí, cuando molesta y contrariada por haberme equivocado al teclear con mis torpes y lentos dedos, le arreaba un empujón y la pobre salía patinando y diciendo adiós, sacudiendo la hoja blanca que seguía enganchada al rodillo.

Debo reconocer, que siempre he pecado de soberbia y algunas veces demostraba esos necios arrebatos de furia contra el dócil artilugio. Poco le duraba el periplo al aparato, pues al segundo la acogía de nuevo entre mis brazos y con mimo y paciencia, punteaba la errata con un tieso e hirsuto pincelillo de  típex.

Volviendo a mi llegada al trabajo en taxi, debo explicar lo siguiente: De todos es sabido que cuando una madre abnegada siente frío en algún momento de su vida, inmediatamente se presta a tapar a su descendencia con algo más de ropa, una rebeca, un gorro o incluso una manta zamorana aunque al pequeño se le vea feliz de su temperatura corporal o incluso sude levemente; por la misma regla de tres, cuando mi madre acababa agotada después de una dura mañana doméstica y se disponía a saborear una taza de café después de comer mientras veía una novela, yo me lanzaba a coger lánguidamente mi bolso para volver de nuevo a la oficina por la tarde y con ojos mustios y apesadumbrados, —pues siempre se me dieron bien esas actuaciones lastimeras—  le daba un beso en la mejilla e inhalaba el olor de su café exageradamente, como si fuera la más excelsa de las ambrosías, mientras murmuraba:

—Estoy helada mamá, que bien me vendría algo calentito, pero he de irme a trabajar, se me está haciendo tarde y voy a perder el autobús.

Entonces mi madre, siempre y cuando no anduviera cercano el fin de mes, solía decirme:

—Anda Raquelita, ve al cajón del aparador, coge mi monedero, saca veinte duros y agarra un taxi, así podrás quedarte media hora más.

Al volver del desfalco doméstico, una nueva taza al lado de la suya esperaba a ser paladeada en mi boca.

Siempre odié la jornada partida, o mejor debería decir que odié la jornada partida y la jornada entera. ¡Basta de eufemismos! odiaba trabajar, en aquella oscura oficina polvorienta.

Una tarde en la que yo acababa de recuperar mi máquina después de haberla  mandado a paseo, mi jefe me llamó a su despacho.

Una moqueta que en su día fue de un azul chillón sin mácula cubría todo el suelo; ahora, se veía apagada de tono pidiendo a gritos la caricia  amable de una aspiradora.

La luz de la calle Hermosilla debía entrar a raudales por el gran ventanal que presidía la oficina del director, sin embargo ésta encontraba la oposición constante de unas opacas persianas abatidas. Nunca supe el motivo de aquella tenaz penumbra, pero el Sr. Montoro, mi jefe, de nombre Graciliano, prefería la sombra débil como asidua compañera de  su amplio despacho.

¡Cuánto hubiéramos ofrecido las dos, por tener aquella iluminación!, pues mi Remington y yo solo gozábamos de la  tenue claridad que resbalaba por un patio interior tras esquivar los siete pisos que soportábamos encima. La luz se colaba por una lumbrera situada  a mi espalda con los vidrios constantemente despejados de cortinas.

La delegación formaba parte de un inmueble de vecinos anunciado en su día para ser alquilado como vivienda de dos dormitorios, magnífico salón con vistas a la distinguida y elegante calle Hermosilla, cocina y baño.

La segunda habitación-despacho no era ni más grande ni más luminosa que la mía y estaba decorada de manera austera por una mesa con su correspondiente silla destartalada y coja, una librería con las baldas combadas por el peso de libros en mal estado preparados para ser devueltos ala Centraly dos cuadros con motivos de flores secas aplastadas contra su cristal.

En la cocina convertida en almacén de leyes, se apilaban grandes ejemplares polvorientos encuadernados en lujo y símil piel como corresponde a la seriedad de la jurisprudencia. Los lomos iban redondeados y reforzados con esterilla y filigranas grabadas a fuego.

Uno de esos días, en los que el silencio reinaba en la oficina, de manera solemne como de costumbre —pues nunca gozamos de hilo musical— el Sr. Montoro me llamó a viva voz desde su despacho:

— ¡Raquel, venga usted un momento! — él jamás utilizaba el interfono que tenía sobre el escritorio a todas luces innecesario dado los metros del gabinete.

Recogí la libretilla sobre mi mesa y tras dar dos golpes en su puerta entreabierta, pasé dispuesta a escuchar y escribir lo que tuviera a bien dictarme.

No sabría decir si Don Graciliano se alegraba o no de la noticia que acababan de comunicarle desde Barcelona y de la que me iba a hace partícipe en ese instante. Es posible que por su cabeza calva y reluciente discurriera la idea de que dadas las pérdidas de facturación en nuestra reducida sucursal, sería aniquilado, despedido y sustituido por el nuevo fichaje, a la sazón, un recién graduado que iba a venir dispuesto a remontar las ventas en el sector.

El joven en cuestión que viajaría de Barcelona  a Madrid era, —según me dijo un Don Graciliano compungido—, sobrino del Sr. Sordina, mandamás catalán con el que yo hablaba habitualmente por teléfono en ausencia de mi superior, pero al que nunca había llegado a conocer en persona, pues se prodigaba más que poco, por los madriles.

Al nuevo trabajador posible hacedor de pedidos sustanciosos, había que tratarlo bien por parentesco y sabiduría.

Licenciado en Derecho porla Pompeu Fabrade Barcelona, su tío consideró que le vendría bien conocer cómo y de qué manera se desenvolvían sus futuros camaradas, amén de espiar e investigar a la competencia de la capital. Se le adjudicaría el otro despacho contiguo al mío, el de las flores espachurradas en la pared que hasta el momento permanecía vacío.

Un día sin previo aviso, en el que yo sesteaba a eso de las cuatro, apoyada la cabeza sobre mi compañera de hierro patilarga, sonó el timbre de la puerta, mi jefe no debía esperar  visita alguna, pues se encontraba en un pueblo del norte de Madrid tras la firma en una hoja de pedido de un cliente en potencia, éste no era otro que un letrado novel, que buscaba asesoramiento escrito y decoración para su recién estrenada consultoría.

Me desperecé rápidamente, empujé con suavidad mi férrea almohada y me dispuse a abrir. Tras la puerta un jovenzuelo protegido del frío por un grueso anorak rojo y una bufanda de ochos perfectos, sonrió al verme  y  soltó.

— ¡Hola, soy Jordi!, tú debes ser Raquel ¿me equivoco o he adivinado?

— No, no te equivocas.

Has dado de pleno chaval —pensé despectivamente— no tengo cara de Graciliano y aquí no hay más gente.

Tanta jovialidad por su parte me resultó excesiva, sin embargo contesté un tímido sí, extendí mi mano y me dio dos besos.

Su aspecto distaba mucho de ser un leguleyo repeinado recién salido de la facultad y dispuesto a defender causas perdidas. Algo destartalado y flaco cuando se quitó el grueso abrigo,  se quedó en un tirillas gafapastas, que me sedujo al instante, no de una forma amorosa, no se crean ustedes no, eso solo pasa en la películas blanquinegras; me cautivó su vivacidad de contraste en el pequeño cosmos de rancio abolengo que nos rodeaba y en el que yo, iba soportando sin darme cuenta, el peso de aquella invisible pañoleta negra que ya les he mencionado.

A partir de la llegada del enchufado aprendiz de picapleitos, la sociedad limitada que formábamos la señorita Remington y yo, se amplió con la nueva incorporación ya que resultó ser un magnífico compañero y aunque el recién nacido triunvirato no aumentó de manera considerable la facturación mensual, ni la penumbra en el despacho del Sr. Guevara dejó de ser crónica, y mi máquina de escribir seguía yendo y viniendo de un lado a otro del despacho de vez en cuando, los jefazos de Barcelona, se tomaron más interés en recuperar aquella pequeña sucursal.

Renovaron la vetusta decoración del piso, se anunciaron en periódicos del gremio, contrataron a una dicharachera empleada de la limpieza que desempolvó el azul chillón del suelo canturreando pasodobles y hasta trajeron una reluciente y manejable Olivetti eléctrica que gustosamente abandoné en la mesa del despacho floreado, contiguo al mío, para quien pudiera necesitarla.

Quién sí notó un pequeño aumento en los ingresos con la llegada de Jordi, fue mi madre; a partir de aquel día dejé de protestar veladamente por el trabajo vespertino y salía directa como una flecha con mi bolso en volandas después de comer.

En una pequeña cafetería situada al lado de la editorial, Jordi mi nuevo compinche me esperaba todas las tarde envuelto en aromas de café antes de subir a trabajar y allí, en la oficina, recomponíamos nuestra  jornada partida después de señalar en los periódicos las ofertas en pisos de alquiler, para poder estar juntos el día y la noche completa, pues aunque me cueste admitirlo debo reconocer, que lo nuestro sí que fue, amor a primera vista.

Hoy he vuelto a despertarme inquieta, manoteando el aire que me rodea y que me pertenece solo a mí. Las mismas ensoñaciones una y otra vez. En ellas, me siento resbalar desde lo alto de una torre enrejada, oxidada, descascarillada y mellada. Caigo y me hundo en el vacío durante horas, envuelta en negruras inciertas a las que intento esquivar, volteo y giro sobre mi misma intentando tocar el suelo. Cuando al fin atisbo algo de luz y presiento que el firme está cerca, planto mi pie derecho sobre las losas agrisadas de cemento y  en el mismo sueño, siento cómo me despierto descubriéndome llena de arañazos y cardenales, sin embargo en realidad, sigo dormida. Un sueño, dentro de otro sueño.

Otras veces me hallo desnuda paseando en mitad de una plaza enorme rodeada de palomas sucias que me ofrecen sus escasas migas de pan. Los transeúntes curiosamente casi idénticos, de frente despejada y cabellos canos y rizados, gritan a mi paso: ¡Victoria, victoria! señalándome con el dedo y yo me río llorando mientras agito los brazos y piso con furia las pizcas de pan. Así es como espanto a las mugrientas tórtolas y a todos los allí presentes que incómodos, arrugan el ceño de sien a sien.

A todos ahuyento con mis braceos, a todos; menos a uno.

Sueños al fin y al cabo que no dicen nada, luego de ser inmortal o de mostrarte en cueros al mundo, te despiertas, te levantas y haces tu vida como si nada hubiera pasado.

A las ocho, me dirigí al ambulatorio a trabajar como todos los días y en la consulta, mientras atendía a una paciente con distonía severa, a la que el calor de la lámpara de infrarrojos la mantenía tranquila, ojeando con parsimonia, las hojas sobadas de una revista médica atrasada, atendí una llamada de mi madre:

– Mañana no trabajas ¿verdad Vicki?
– No, aquí también es fiesta, contesté.
– Ya, ya, por eso, hija.

Mi madre tenía por costumbre preguntar cosas que ya sabía.

– Nena, te llamo porque quiero que mañana te pases por casa, podríamos comer juntas, charlábamos y de paso te mostraba algo importante. Te tengo reservada una gran sorpresa.

– ¿Una sorpresa y grande? —respondí— madre, sabes que odio las sorpresas que tú llamas “sorpresa”.

– Esta es distinta, muy distinta. Hace mucho, muchísimo tiempo que no os veis. ¡Uy! —dijo contrariada por lo que podría haber sido un desafortunado desliz con el que yo descubriera una ración de asombro.

Pero no, ¡qué va! Que no os engañe a vosotros también. Contrariamente a lo que podría parecer, supe enseguida que no había sido un inocente descuido, Amelia, era más lista de lo que aparentaba y utilizaba su semblante dulce, cándido, aparentemente inofensivo y despistado tan innato en ella, para llevarnos a todos por el lugar donde quería. Seguro que había maquinado dejar escapar ese aparente lápsus, para ponerme sobre aviso. Ella jamás daba una puntada sin hilo e incluso se diría que remataba la hebra con gruesos, sólidos y enmarañados nudos que a mí ya, no me pasaban desapercibidos.

Seguro que aquella sorpresa consistía en presentarme a alguien. Quizá el hijo de alguna amiga o alguna vecina  con quien “sentar la cabeza”, como tantas veces me decía.

– ¿Dónde están esos hoyuelos que te moldeé en las mejillas? ¿Dónde? —solía preguntarme mamá cuando los pretendientes volaban y mis labios prietos se resistían a sonreír aguardando nuevos besos donde poder agarrarse.

A veces yo misma me preguntaba por qué los hombres que se instalaban en mi vida tras un tiempo de convivencia, pasaban de ser fijos, a fijos-discontinuos y tras una  temporada de subidas y bajadas, los metía en el cestillo imaginario de un globo, les soltaba el cable de amarre y los veía ascender despacio entre las nubes, sacudiendo cariacontecidos un pañuelo de despedida.

– …Y cuando vengas, —continuaba a través del teléfono en la consulta—, no te olvides de traerme el insecticida ese que dices es estupendo para mantener a raya la polilla africana, este año está haciendo estragos entre las gitanillas del jardín y apenas consigo espantarlas con el…

– Sí, mamá. Sí, no me olvido.

Siempre hacía lo mismo, cuando daba por hecho que lo que acababa de decir me volvería recelosa, cambiaba de tema y mudaba a otro asunto más trivial, tras correr donde quería ella, un tupido velo.

– ¡Hemos tenido una Victoria!, gritó mi padre a los cuatro vientos anunciando mi llegada al mundo por la ventana del hospital. Es pequeñita, —decía— y llora como una condenada. ¡Vaya genio! lleva menos de una hora en este mundo y ya parece que le ha hecho la boca un fraile. ¡Mira que luna Amelia! —le decía a mi madre dolorida aún por los entuertos. Llena, nena. ¡Llena! ¡Luna llena!, esta niña tendrá mucha suerte eso sí que es un buen augurio.

– ¿Sí?, ¿buen augurio?, preguntaba mi madre inocentemente crédula desde la cama colocándose los almohadones.

– Claro ¡Por supuesto! —contestaba él con una seguridad irrevocable, sentenciando lo que se acababa de inventar, en ese preciso instante.

Así me recibieron un cinco de marzo del mismo año, en el que se dice,  dos astronautas pisotearon la luna por primera vez.

Como ya saben, me llamo Victoria y muy a mi pesar este nombre con el que mis padres tuvieron a bien bautizarme, no ha servido para que me laurearan ni una sola vez. Ni una ventaja, ni una leve superioridad en las múltiples competiciones de la vida en las que he participado queriendo o sin darme cuenta. Mis derrotas esenciales, se han ido sucediendo en cada una de las confrontaciones en las que me he inscrito. En mi casa no encontraréis ni una copa de trofeo, ni una sola medalla colgada de una cinta abanderada.

Por satisfacer a mi madre, a la mañana siguiente después de su llamada, me dirigí a la casa donde vivimos las dos tantos años. No había podido sonsacarle ni una sola pista más, sobre la sorpresa que me iba a propinar.

Mi madre está sola desde que yo vivo en la ciudad, pues una noche tormentosa de luna nueva en enero, mi padre se inventó que ya no la quería y salió sin paraguas cruzando el jardín para amancebarse con una muchacha ecuatoriana, poquita cosa, —según me contaron— de larga melena azabache y una reluciente sonrisa blanca que le ocupaba gran parte del rostro. Desde entonces yo, su Victoria, no lo he vuelto a ver.

– El amor marital está sobreestimado, solía decir mamá después de aquello, y aunque me miraba a mí fijamente mientras hablaba, más tarde comprendí, que no era consciente de que pensaba en alto, ni de que yo, un cachorro todavía sin pliegues en la piel, la escuchaba atentamente para no entender ni una sola palabra de lo que decía.

– Además,—continuaba—, no estamos tan mal solas, ¿verdad? —preguntaba sin esperar respuesta.

Amelia, mi madre, nunca pareció una mujer despechada por el gran cisma familiar, ni le observé jamás un ápice de rencor hacia él, eso me llevó a dudar más adelante quién sería de los dos, el que se alejó primero. Nunca pude superar el abandono físico de mi padre, ni la negligencia de ella por retenerlo a nuestro lado. Aún hoy, sigo custodiando en mi corazón, todo el rencor que soy capaz de soportar.

Crucé la cancela y atravesé el pequeño jardín repleto de geranios con el insecticida en la mano. El timbre de la puerta se dejó hundir dócilmente y con la otra mano repiqueteé con el rojo de mis uñas sobre la madera, como había hecho siempre. Esperé unos segundos. Tras de mí, sobre los pétalos tintados de las flores, las mariposas revoloteaban como hojas a merced de un viento inexistente, erráticas, presumiendo de los colores con los que la naturaleza las había dotado y victoriosas ante el resto de los insectos menos afortunados.

– ¡Cierra los ojos Vicki!, no mires, que ya abro —contestó mamá desde dentro— y yo, situada al otro lado como de costumbre,  empecé en ese momento, a temer su sorpresa.

Muchas veces había imaginado el reencuentro con mi padre y fantaseaba escenas familiares, convencionales. Yo corría derecha a sus brazos y volvía a sentir el cobijo que me entregó de niña. Sin embargo, cuando la puerta se abrió y ante mi vista se presentó aquel hombre viejo, con los ojos del mismo verde que los míos, me quedé paralizada, petrificada e inerte. Mi padre envejecido sin piedad, me miraba embelesado y bobalicón mientras decía en un susurro, Victoria, Victoria.

Nada sabía de mí aquel hombre disfrazado de padre. Creyó que solo con aparecer en el terreno de juego, ataviado de sentimientos para la ocasión, había ganado la partida.

Me di media vuelta sin mover los labios y crucé de nuevo el jardín, en él, las orugas aladas continuaban con su juego altanero y yo sin prestarles atención me fui yendo despacio, ralentizada por el miedo y luchando contra un viento imaginario que refrescaba mi corazón y me empujaba de nuevo hacia la puerta, donde aquellos dos: madre y  padre de mentira, voceaban, Victoria, ven, no te vayas así, ¡Victoria! ¡Hemos vuelto!

Dicen que soy fría e hiriente como un carámbano afilado, que guardo tanto rencor arraigado en mí que nunca podré vivir en paz. Yo no perdono. Jamás les voy a perdonar, pues cuando me abandonaron cada uno a su manera, se llevaron toda la suerte que me auguraron aquel mismo día de luna llena, cuando mi madre todavía se aguantaba los entuertos y yo tenía recién cincelados, los hoyuelos en mis mejillas.

El día había amanecido cubierto y un aguacero vehemente corría por los cristales; las gotas de lluvia crecidas por el hacinamiento del agua sobre el vidrio, salían despavoridas hacia la meta que no era otra, que el marco descascarillado de una de las ventanas polvorientas de la antigua academia.

La clase en silencio, recogía una veintena de chavales sentados de dos en dos y a veces de tres en tres, cuando alguno de los libros olvidados en casa, forzaba a ligar tríos de apretados adolescentes en el mismo pupitre para leer juntos un único ejemplar. Niños aburridos de las clases ordinarias y obligados a acudir mansamente a un centro de recuperación incluso en vacaciones.

Al maestro, un decrépito y despistado educador a punto de jubilarse, poco le importaba a estas alturas lo que ocurría en lo que el llamaba su convento.

A las tres y media de la tarde con la digestión en pleno apogeo, la somnolencia de don Toribio se presentaba como todos los días a la misma hora. Los chiquillos a la espera del espabilamiento y durante el sopor cotidiano del profesor, comenzaban a distraerse con jueguecillos sosegados sin hacer ruido, malo sería que despertaran al espíritu docente de Toribio y les obligara a abrir el libro de matemáticas por la página tal ó cual.

Las mesas en madera y melamina verde, atravesadas por antiguas cicatrices y arañazos hechos a plumilla o a bolígrafo con saña, eran el lugar perfecto para comenzar con el suplicio del muñeco.

Cinco líneas. Solo cinco líneas eran necesarias para improvisar un sencillo cadalso que enganchara al monigote de lápiz en la horca. Un mocoso poco hábil se convertiría en verdugo y aniquilaría sin piedad al humano pintarrajo. Poco a poco, trazo a trazo sobre el patíbulo, esperaría a ser ajusticiado con disimulada resignación.

Aquella tarde lluviosa de diciembre podría ser distinta, el chaval que jugaba parecía avispado, quizá esta vez sería indultado a falta de alguna pierna o algún brazo y el linchamiento sería aplazado a otra palabra de tardes aburridas.

-¿Quién puede tener piedad de un monigote tan simple de seis trazos? ¿Quién? —se preguntaba una y otra vez el flaco dibujo— y agonizante de terror con la soga a punto de ser apretada en su cuello esperaba ser arrastrado, borrado, aniquilado tan sólo por una sucia huella dactilar.

El muñeco era patético por exiguo, resentido, decaído de ánimo, desconfiado de la vida y pesaroso del bien ajeno pues albergaba un sentimiento bien arraigado de envidia y mezquindad hacia otros dibujos realizados con esmero en las esquinas de los pupitres y que permanecían expuestos durante días o incluso semanas, gozando de aquella extraña vida ilustrada sobre el verde de los escritorios: Caricaturas satíricas de viejos profesores, corazones atravesados de flechas, falos enhiestos mirando al cielo o simples cubos geométricos sombreados a seis caras.

En aquella existencia extraña, incomprensible para el racional sentido humano, créanme que se iba desarrollando vertiginosamente en el personaje, un sentimiento exacerbado de ruindad y vileza por la dificultad de dirigir su mirada de odio a otro ser más insignificante que él, pues a nadie hallaba a su alrededor que fuera más patético y calamitoso que su propia estampa.

Sin embargo por fin, había llegado el día, el gran día; el que llevaba esperando desde hacía meses, años incluso. Jamás habría otro tan propicio como aquel lluvioso, encapotado y tormentoso veintiocho de diciembre.

En la clase, los niños ajenos a todo lo que no fuera más allá de entretenerse a la hora del reposo del tutor, continuaban con el simple juego de palabras.

Fuera, en la calzada de gruesos adoquines negros, la lluvia convertía el empedrado en pequeñas islas cuadriformes rodeadas por estrechos riachuelos y el pintarrajo enardecido por lo que él barruntaba como evidente, se reía presintiendo el colofón del nuevo engendro que colgaba de la espalda de don Toribio.

—Lo matarán —pensaba— él también morirá como yo y nadie podrá evitarlo, formas de morir solo es eso, otra forma de morir.

Entretenido el rayado muñeco en el mal ajeno apenas oía errar a los niños; cuando de pronto, encarnado ya por dos brazos y una pierna, comenzó a presagiar su final y a pesar de todo, sonrió. Sonrió con ironía pues esta vez no se iría solo. Otro condenado monigote robusto nacido en papel y de su misma complexión, pendía en la espalda del profesor a través de un fino alfiler de costura.

El malicioso dibujo ahora se carcajeaba sin piedad imaginando a la figura de prensa acarreada por el inocente Toribio. Seguro que el viento la desprendería con facilidad y el personaje liviano se daría de bruces en la calzada irregular y allí, pateado, sucio y maltrecho de pisadas anónimas, hallaría su final. Otro trágico y cruel final.

Apenas dos segundos después, la risa sardónica del garabato vaticinando el adiós del recorte, desapareció con el restregón de un dedo manchado de grafito y sólo se oyó la voz queda de uno de los niños que le decía a su compañero:

-¡Z-A-H-O-R-Í! ¡Tonto!, era zahorí. Ésta me la apunto yo.

La tarde aún chorreaba, cuando el timbre despertó al tutor y anunció el fin del juego. Los libros se recogieron y el maestro salió a la calle escoltado por el ligero guardián. Toribio se subió el cuello de la gabardina y acoplándose el sombrero a su cabeza, maldijo lo desapacible e inclemente del día, mientras los dos muñecos uno de carne y otro de papel se envolvían de gotas y se calaban hasta los huesos.