Category: Otros relatos


Como un rompecabezas desbarajustado los grandes bloques de hormigón avanzaban quietos hacia el mar. La vieja escollera tapizada de terciopelo resbaladizo vigilaba el oleaje manteniéndolo a raya.

Al final de la dársena se encontraba Marcus, un hombre de piel oscura y barba tupida blanquinegra, que le confería una cierta apariencia de viejo lobo de mar. Permanecía quieto con las manos aferradas a una vieja caña de pescar; a su lado, un cubo de cinc ligero de peces, contenía restos de escamas resecas que desprendían un fuerte olor a pescado.

El hombre fruncía el ceño con la mirada perdida en el azul mientras parloteaba en voz baja con un gato gris, que se entretenía olisqueando el balde mugriento. A lo lejos, un hombre joven caminaba dirigiéndose hacia él.

—Hola padre, —dijo Sergey apartando con un ligero puntapié al gato y sentándose junto al pescador— hoy parece que no pican ¿eh? —comentó tras echar un vistazo al cubo vacío.

—No —respondió el viejo—, no tienen hambre.

Observó junto al balde un atillo pringoso de papel, que contenía restos de lo que había sido una ensalada: tomate en trozos y algunas hojas mustias de lechuga. Esbozó una sonrisa displicente no exenta de lástima cuando de una rápida sacudida, el viejo arrastró el sedal hacia sí y dejó al descubierto el anzuelo; en él, podía verse enganchada una aceituna agujereada.

—Papá, deberías probar con otro tipo de cebo.

El hombre ni siquiera contestó mientras se afanaba en atravesar con el gancho un trozo de tomate resbaladizo, que se le escapó de entre los dedos y cayó junto a él, el gato lo devoró al instante.

Se levantó tras besar a su padre y el viejo sonrió sin apartar la vista del mar.

— ¿Vas a seguir pescando mucho rato?

—Sí, hasta que acabe la carnada que he traído —dijo señalando con la mirada los restos de comida.

No vuelvas muy tarde — sugirió—, y  solo le contestó el gato, con un tenue maullido.

Sergey desanduvo el camino de vuelta con la mirada extraviada y el pensamiento puesto en ella, en Lía, la mujer que llegó a casa para cuidar del viejo cuando la madre murió.

Yo podría haberlo hecho solo —pensó—, le hubiera protegido de todos ahora que, comienza a desvariar. Ella nunca me gustó. Los lobos se emparejan de por vida. ¿Cómo podía olvidarlo? ¿Cómo pudo mi padre traicionar a la hembra muerta?

Cuando comenzaron los delirios a la luz de la luna y las alteraciones sensoriales, Lía quiso averiguar.

¿Quedarme quieto? No. Ella nunca debió hacer tantas preguntas, ni creer en las habladurías de la gente. Solo debió escuchar a Krauss, el anciano cabrero conocedor de nuestro linaje: “Cuida del viejo Marcus que es para lo que has venido al pueblo y no curiosees. Sigue mi consejo Lía, o te meterás  en la boca del lobo”.

Y  yo. Yo no tuve más remedio.

Salí en busca de ayuda. De la manada. Y una noche de luna llena me quité el disfraz de cordero y le mostré a ella nuestra verdadera estirpe.

Alumbrado por la luz de la luna afilé mis dientes y con una voracidad insaciable de licántropo te hice justicia, madre.

 —“Pues no sé a qué estás esperando Regina”.

 Eso es lo me contestó mi compañera Arabel, al confesarle entre comanda y comanda de los camareros, que yo, Regina Bazán, cocinera de aquel afamado hotel, estaba tan agobiada en el trabajo, que muchas veces tenía la sensación de que moriría joven a causa del maldito estrés.

¿Me estás llamando vieja? —respondí malhumorada ante su ironía—, y ella encogiéndose de hombros se limitó a sonreír mientras colocaba con delicadeza un tomate cherry rematando la decoración, de una ensaladilla rusa.

Mi amiga Arabel y yo teníamos algo más de cincuenta años. Ella había desafiado por dos veces a la muerte y en las dos había escapado aparentemente sin apenas secuelas que le recordasen aquella escaramuza. “Escaramuzas”, esa era la palabra que utilizaba mi risueña compañera para designar los combates en los que luchó por sobrevivir. Después de un tiempo batallando, Arabel había vuelto a su trabajo algo más delgada, con los pulmones saludables, aparentemente restablecida y con el mismo entusiasmo de siempre.

A sus labores en la cocina del restaurante puedo asegurar que se entregaba como lo hacía en su propia vida, es decir: con gran dedicación. Lo mismo preparaba con esmero un sencillo plato combinado de filete con patatas crujientes, que uno de esos otros sofisticados, a base de rosados gambones marinados a las finas hierbas o en salsa melosa de yogur.

Por eso, conocida su apabullante vitalidad, la noticia de su muerte tres años después de haberse recuperado y vuelto al trabajo, me impresionó de tal manera, que aún hoy la  recuerdo vivamente.

Como sabéis, mi nombre es Regina y en la actualidad soy una frágil anciana que si no lo remedia dentro de nada, cumplirá cien años. Ha pasado ya mucho tiempo desde el fallecimiento de mi amiga. Pobre Arabel —pensé en aquel momento—, no quiso aceptar la revancha y cuando le comunicaron que de nuevo debía volver al hospital para lidiar con la insidiosa enfermedad, atajó el recorrido que la llevaba al sanatorio y se arrojó sin alas desde un puente.

Mi vida después del suicidio de Arabel, transcurrió sin muchos cambios, a excepción de una nueva compañera que ante mis quejas por el incesante trabajo en el restaurante, me daba siempre la razón argumentando que pensaba lo mismo: tanta actividad acabaría rápidamente con ella también.

En aquél tiempo, yo vivía con Arnau, el hombre que me hizo feliz hasta el día en el que falleció sin desearlo, y tras un responso en el cementerio quedó bien guarecido bajo una lápida de mármol.

Dos años después de la muerte de Arnau, llegó el día de mi esperada jubilación y desde entonces, el deterioro por la pena y la tristeza que me había producido la desaparición de mi esposo y el continuo pasar de los días en soledad, se han ido agarrando a mi cuerpo y llevo deseando ardientemente desde hace años reunirme con él; con ellos.

Pero en mí, el anhelo no basta, y el cielo me ignora todos los días descaradamente sin reclamarme. Van pasando los días oscuros, los soleados, las nieves y las lluvias y yo continúo aquí, consumiéndome lentamente rodeada de silencios y voces que solo son recuerdos.

La vida y la muerte se han olvidado de mí.

Hay seres que apuestan fuerte, triunfadores que no se dan jamás por vencidos y ganan a toda costa incluso haciendo trampas, mostrando un reluciente as recién sacado de la manga. Y hay otros como yo, en los que la cobardía se apodera de nosotros y dejamos nuestra vital existencia en manos del destino.

Muchas veces recuerdo a Arabel, trajinando a mi lado. Las dos con delantales blancos. Escondido el pelo entre pulcras redecillas y un ruido ensordecedor de fondo. Platos de loza que chocan entre ellos, órdenes en alto. Números, mesas. Y entre el bullicio reconozco mi voz:

—“Este trabajo es insoportable Arabel, si esto sigue así, no duraré mucho tiempo en este mundo”.

Ahora, oscilando como un péndulo cansino, sentada en esta vieja mecedora rodeada de cojines descoloridos que mitigan la tortura de la edad, me pregunto todos los días:

¿Hasta cuándo durará esta cruel venganza?  ¿Por qué he de seguir contemplado este interminable reto entre la vida y la muerte?

Cierro los ojos y la veo a mi lado, a ella, a Arabel. A la vida. Se encoge de hombros, sonríe sin mirarme, escucha mis quejas y corona con una brillante guinda un dulce pastel mientras pregunta en un susurro:

¿A qué estás esperando Regina?

casita cuento El delicado olor a hierba fresca recién aliñada de lluvia se colaba por el resquicio del ventanal y la pequeña Valeria, comenzó a llorar.

Valeria Llopis era una chiquilla de siete años. Su mirada  vivaracha  e inquieta,  a veces desaparecía tras un flequillo demasiado largo y alisado, que dejaba bien ocultas unas cejas poco pobladas. El resto de la melena cortada a tazón, acababa de enmarcarle el rostro y jamás había entre sus cabellos castaños ni rastro de diademas, horquillas, adornos o aderezos.

Vivía con sus padres y su hermana en una pequeña villa costera llamada Verdiblanco de los Pontos en la que destacaban sus casas encaladas de blanco, salpicadas de puertas y  postigos verdes.

Su familia estaba compuesta por el padre, un hombre cariñoso, afable y sereno. Se ganaba la vida como encargado de envasado y distribución de una fábrica de aceite de oliva. La madre era tierna y a la vez inflexible en la educación de sus hijas, llevaba la casa con disposición y ayudaba a la economía familiar, montando en sus ratos libres, pequeñas piezas de bisutería por encargo.

Trinidad, la hija mayor, era una adolescente tranquila. Pasaba las horas muertas escribiendo interminables cartas a una amiga veraneante a la que veía de año en año. Era coqueta  y gustaba de recogerse el cabello en una sola coleta lateral, que adornaba a menudo con un lazo conjuntado con camisetas en verano y jerséis en invierno.

Cinco años de diferencia entre ellas, eran suficientes para divertirse con sus propios amigos y rara vez los compartían a no ser, por imperativo materno.

La benevolencia del clima en Verdiblanco, se veía alterado en otoño por unas lluvias desplomadas de golpe que vaciaban las nubes y dejaban profundos e irregulares charcos. Valeria y sus amigos disfrutaban de las pequeñas pocillas, pues, a principio de los setenta, todavía muchas calles del pueblo seguían sin asfaltar.

La mayor parte de los días otoñales, Valeria emprendía el camino de la escuela con unas botas de agua color granate que casi le rozaban las rodillas, dándole el aspecto, de una espigada Pulgarcita.

Saltar entre los charcos, salpicarse; hacer navegar en las estrechas ciénagas pequeños veleros fabricados con vainas de algarrobo; construir frágiles presas con piedrecillas y ramas de los árboles. Risas, gritos y alboroto infantil.

Las primeras lluvias del año eran acogidas por los pequeños con el mayor de los gozos, como un juguete a  punto de estrenar cada temporada.

El veintiséis de septiembre a las cinco y media de la tarde comenzaron las primeras gotas, y los chiquillos corrieron a enfundarse el calzado de goma con el que explorar nuevos charcos.

Valeria abrió impetuosa el mueble de los zapatos y sacó sus botas granates con una sola mano, mientras con la otra sujetaba un buen bocadillo.

De regreso a casa al anochecer, sudorosa, embarrada y feliz, las botas de Valeria parecían haber encogido y los dedos de la niña mostraban un color rosado propio de la presión a la que habían estado sometidos durante toda la tarde.

Su madre reparó enseguida, pues la niña se frotaba disimuladamente los dedos del pie derecho en la pata de la mesa, mientras cenaban.

— Valeria, ¿qué te pasa en el  pie? —preguntó su madre.

— Nada —contestó evitando su mirada, mientras introducía un trocito de pan en la yema de un huevo frito.

Poca picardía la de Valeria que consiguió en menos de una respiración, que su madre se levantara de la silla y le observara atentamente el pie para constatar, sin equivocación, que las botas se le habían quedado pequeñas, dado el gran estirón de la niña en el último año.

— Mañana, si sigue lloviendo, te pondrá las de Trini —le dijo—, hay que aprovecharlas ahora que a ella también se le han quedado estrechas.

— ¿Las botas de Trini?— respondió como si no diera crédito a lo que acababa de oír.

— Claro, nena, qué suerte tienes de poder utilizarlas tú, son preciosas, ya lo sabes.

Y en aquel preciso momento, Valeria, se marchitó de golpe, como una de esas florecillas efímeras que decoraban las botas de su hermana: pimpollos de todos los colores, ramas y hojas verdes, filigranas, dibujos chinescos y demás adornos vegetales se congregaban en aquel calzado de goma.

— No quiero las botas feas de Trini —murmuró mohína.

— ¿Feas?, si son preciosas —repitió otra vez, como si no tuviera otro argumento.

— A mí no me gustan.

— ¿Cómo que no te gustan?

“Aprovechar”, “Trini”, “gustar”. Tres palabras unidas, que a Valeria le erizaban el vello.

—Yo quiero unas negras — soltó a media voz.

— ¿Negras de pocero?

— No, de pocero no, mamá —respondió sin saber muy bien qué era un pocero—. Negras de Pirata.

Tragó deprisa y continuó:

—Están en la tienda del Sr.Anibal, en el escaparate; son negras y tienen unos redondeles blancos. Las he visto de cerca aplastando la nariz en el cristal y ¿sabes que he visto mamá? ¿Sabes? —Repitió—, que no son lunares, no, son: calaveras pequeñitas. ¡Sí! —Dijo abriendo exageradamente los ojos, como si revelara la mejor de las noticias— ¡Calaveras, mamá!

Viendo la cara estupefacta de su madre, insistió inocente.

—Mamá, no te preocupes que no asustan, son pequeñitas y parece que se ríen; ya verás que cara pondrá el chulito de Moisés, siempre quiere ser el jefe de los piratas en las guerras de los charcos en el callejón de las tapias.

El tal Moisés de once años, cubría su ojo izquierdo con un parche, a la espera de que el derecho espabilara de lo que era en llamarse: un ojo vago.

— Vamos, Valeria —respondió la madre disimulando una sonrisa, pensando en el chaval —no seas tan caprichosa. Te he dicho cientos de veces —enfatizó— que tienes suerte de que tu hermana no destroce tanto como tú y puedas aprovechas sus ropas, difícil sería si fuera al revés, —dijo zanjando la conversación, mientras le retiraba el flequillo de los ojos.

Durante la noche la pequeña, no conseguía conciliar un sueño tranquilo. La inquietud le hacía sacudir fuertemente las piernas. Daba vueltas en la cama, imaginaba voces, risas infantiles, empujones y patadas invisibles que la sacaba de sus charcos mientras ella, arrastraba unas botas enormes y floreadas que le desfiguraban el alma de corsaria.

Patas de palo con maderas muertas que reverdecen llenándose de hojas en sus delgadas piernas, y garfios de hierro que la persiguen entre carcajadas infantiles. Gotas de sudor, vergüenza salada.

La mañana llegó, y las botas multicolores la esperaban, exaltadas de primavera.

— ¡Mamá, ven!, —gritó excitada e impaciente, mientras se apartaba el flequillo de los ojos humedecidos.

La madre, lo intentó de todas las maneras posibles.

— Echa, el pie para atrás Valeria; el talón Valeria, eso, así, un poco más.  No, pues es verdad no te entran, la goma te roza la punta —dijo aplastando la bota y el dedo gordo a la vez— ¡Cómo has crecido Valeria!  Qué lástima de botas. Se te han quedado pequeñas. Con lo nuevas que están… y lo preciosas que son.

                                                                      ***

 Botas negras para niñas filibusteras que ya no lloran y calaveras cómplices que sonríen mientras saltan y guerrean, entre barcos bucaneros.

Todavía sin recuperarse de la sorpresa, Claire releía atentamente la pantalla de su ordenador.

— ¿Cómo habrás conseguido mi dirección? —se preguntaba—, debe de ser verdad que, de esta red, ningún pez puede escapar.

Hete aquí, que tú, ahora, me has encontrado y me envías esto. Reconozco que me he alegrado al ver tu nombre.

En el fondo no me extraña, pues hubo un tiempo en el que nos buscábamos para emborracharnos juntos en todos los bares de la ciudad; luego nos evaporábamos de repente y renacíamos a la puerta de algún nuevo garito.

Una forma extraña ésta de jugar al escondite. Uno de los dos, no sabe de qué va el juego, se oculta y desaparece  hasta que se le pasa la embriaguez.Tengo que admitirlo, en aquella última ronda, me ganaste tú, pero ahora; ahora, me huelo que quizá hiciste trampa. ¿Contaste hasta cien o hasta mil?

Las matemáticas eran lo tuyo.

Nos enseñaron diez u once mandamientos, tres o cuatro virtudes teologales y ocho o nueve bienaventuranzas. Nunca estuvimos muy seguros de cuántos eran los preceptos de la iglesia cuando los recitábamos juntos, en los bancos de la catequesis. Sin embargo, como ya te he dicho, nunca dudé ni recelé de tu sagacidad numérica, hasta que un día, aburrida de esperar mientras contabas, salí de mi escondite tras del árbol y tú seguías allí, apoyado en la pared, agachada la cabeza rodeada con tu brazo y recitando aquello de: ochenta y dos, ochenta y tres…

Me desencanté  de golpe, y poco a poco fuimos creciendo alejados.

Por eso me extraña que ahora, me incluyas entre tu número de ángeles. Sabes de sobra, que me llevé más de un coscorrón por no saber rezar y, de cifras…, de cifras, la verdad tampoco ando muy bien.

Deberías recordar —pues entiendo que lo has olvidado—, que colgué mis hábitos por dos veces, la primera, enganchados de una percha tras la puerta de mi habitación, cuando acabó la alegre fiesta de niñas inmaculadas y niños disfrazados de marineros, que nunca habían visto el mar.

La segunda, fue por prescripción facultativa, hace un tiempo que apagué mi último cigarrillo y utilizo ahora, como jarrón de una sola flor, la petaca de plata que me regalaste por mi santo, un once de agosto.

Yo ya no bebo.

Me dijo tu madre que te fuiste del barrio y te uniste a otra congregación achispada de oraciones cortas, vino moscato convertido en ginebra y claustros en la calle con pase pernocta, sin necesidad de avisar.

Yo vivo sola  en mi propio convento y soy una simple novicia, ya ves.

Como explicarte que me he hecho un poco más vieja en este tiempo y sigo sin aprender. Todavía me sorprendo repartiendo besos a destiempo e insisto en colocarme las gafas oscuras en días nublados, mientras achino los ojos sin cristales, para observar directamente al sol.

Siempre me equivoco.

Mis horas transcurren construyendo collages. Me apasionan; ensamblo diversos recortes de la vida, utilizo fotografías, ya sabes: tuyas, mías, antiguas, nuevas y de gente desconocida. Pego y corto; corto y cambio.

Decapito y canjeo cuerpos; mudo rostros arrugados en torsos hercúleos, planto flores en tierras baldías y sonrisas refulgentes en ojos tristes.  Recorto, cerceno y amputo recuerdos para evocarlos a mi manera; después, ayudada de dos chinchetas aprisiono las cartulinas cargadas de colores en la pared del pasillo, hasta que caen por su propio peso y construyo un nuevo puzzle.

Otras veces, recorto tiras de papeles de colores, pego los bordes, los enlazo y construyo largas cadenas de guirnaldas que festoneo, colgándolas del techo.

Claire, seguía quieta pensando y observando la pantalla fijamente, los brazos como dos columnas acodadas sobre la mesa y los puños cerrados, apoyados en la barbilla a modo de pequeños capiteles sujetando su cabeza.

Pero insisto—continuaba—, no consigo comprender cómo te has acordado ahora de mí. Es posible que te colases en una de esas tiendas de segunda mano con olor a viejo que tanto nos gustaban.

Rebuscar, manosear, sumergir tus dedos ágiles de enrollar cigarrillos, en los cajones apretujados de vinilos sobados. Balancear los discos de un lado a otro, hasta encontrar la música perfecta tan difícil de interpretar sin hielos flotando en mares espiritosos.

Lo intentamos los dos juntos y yo sola, me solté.

No sé cómo responder a tu mensaje. A pesar de nuestro distanciamiento, leo que me quieres bien y que me incluyes en tus buenos y fervientes deseos. La creatividad literaria nunca fue tu mayor encanto, reconócelo, y ahora; ahora me sorprendes con esto; qué generosidad de tu lado hacerme partícipe de estos, tus logros —pensó con ironía.

Antes de arrastrar el cursor para eliminar el mensaje Claire sonrió, y se dijo a sí misma: ya te gustaría ya, contestarle así, Clarita, pero te limitarás a borrarlo y a no dar señales de vida, y estas preciosas letras azules tan barrocas, tan grandes y tan bonitas que acompañan la bella estampa que te ha enviado tu amigo René, desaparecerán de la pantalla llevándose con ellas, a otras veinte direcciones más que, acompañan  la tuya.

Echó un último vistazo y deshizo el conjunto arquitectónico de sus brazos para coger el ratón, éste reposaba a su izquierda, lo apretó y despejó al instante la pantalla de entusiasmos fatuos.

…”Toca la imagen de Jesús para que te cuide, luego debes enviarlo con fe y no preguntes. Si crees en Dios, envía este mensaje a veinte amigos más. No ignores, ni rompas, esta cadena de esperanza.
Si lo reenvías, dentro de 4 minutos te darán una buena noticia, pero si no lo haces y la rompes….”

Claire recogió sus papeles, su pegamento y sus tijeras zurdas y dejó bien estirada en el sillón, la guirnalda de papel couché que colgaría al día siguiente. Después, apagó una a una, todas las luces de la casa dando por concluido el día.

El día cae. El crepúsculo incita los sentidos. La puerta de la calle se ha abierto. Alguien quiere entrar y yo empujo con fuerza el portón. Ya no es tiempo de recelos, de sospechas, de inquietud. Todavía no, espera. No puedo permitir que transites por este blanco edificio lleno de ventanas, es mi último refugio. No, no me la pidas aún. No voy a entregarte fácilmente la llave que abre el laberinto de  pasillos y puertas que conduce hasta mí para que me lleves contigo. Aléjate de mi lado.

Algunos recuerdos se acercan para despedirse y tengo que recibirlos como se merecen.

Ha pasado el tiempo en el que la ingratitud y la deslealtad eran una apremiante necesidad de desahogo.

Ahora, alcanzada la senectud del cuerpo que no del alma y después de arrastrar hasta lo imposible la madurez, déjame hablar; mientras tanto ve en busca de otro, aquí  mismo, en la habitación de al lado. A mí me ha llegado el momento de las confesiones, de las confidencias y por qué no decirlo, de la delación, de la acusación disparatada, pues no tengo ni una sola prueba que destruya la inevitable presunción de inocencia que todo ser humano necesita, que yo necesitaba.

Un hombre tendido en la cama de un hospital de paliativos donde se otorgaban con mimo los últimos cuidados,  hablaba a ratos en su delirio, ante alguien inexistente, pues la cama contigua permanecía vacía.

 —Pero, déjame, déjame que te explique, antes de irme—continuaba.

Todo comenzó de manera fortuita, como suceden la mayoría de los encuentros más perdurables; una mirada, un saludo de cortesía y allí estábamos, un hombre y una mujer de mundos diferentes; ella apostada y protegida tras un garito, como en una trinchera inaccesible para el enemigo, vendiendo entradas en un vetusto cine de barrio llamado Caprichos, en él, se disfrutaba del séptimo arte en una silenciosa y oscura sala de butacones aterciopelados en rojo y desgastados hasta rozar la madera.

Yo el hombre. Como un soldado de permiso, deambulaba por la ciudad un domingo al atardecer, camuflado por una indumentaria corriente que parapeta y encubre al verdadero yo.

Tras la ventanilla doblemente acristalada con forma de ojo de buey, le pedí a la mujer un boleto, una entrada para soñar durante hora y media con los artistas del momento y ella me la entregó con una sonrisa sin coste, pues luego me dijo que iba incluida en sus obligaciones laborales.

—Su ticket, señor

Recibí la mueca amable como un inesperado regalo a destiempo y varias visitas y películas después, ya había hecho mía aquella sonrisa.

 Como era de esperar cuando tropezamos frente a frente dos seres que se encuentran solos en compañía, y acompañados cuando están solos, era casi inevitable, que quisiéramos escoltarnos el uno al otro, así que visionados cinco o seis rollos de cinta de celuloide impregnadas de historias y aventuras románticas, comenzamos a salir juntos.

 Lo primero que dispuse para ella, fue un cambio de nombre, pasó de ser Loli para el resto de los mortales a llamarse Atalaya, siempre tuve por costumbre rebautizar a mis conquistas con apelativos secretos y singulares que tan sólo nosotros dos conocíamos.

— ¿Qué te parece “Atalaya”? — pregunté cortésmente.

— Está bien, —contestó ella.

Y a partir de ahí el galanteo romántico hubiera provocado la mayor de las envidias, pues destilábamos los dos grandes dosis de ternura y entendimiento a partes iguales. Sin embargo, quien diga que el amor es eterno, miente, pues años después, la torre defensiva inexpugnable, pasó a ser para mí solo un lugar accesible de paso y ella, la expendedora de boletos, empezó a sonreír a todo aquel que le pedía una entrada.

 Pero no, no adelantemos acontecimientos…

Anteriormente a esta época tan concurrida, Atalaya y yo, soldado veterano, jugábamos a diario, preparábamos batallas de mentira con cañonazos blandos y obuses de plumas. Los partes de guerra transformados en risas, invadían todo nuestro entorno. Ni una queja, ni una crítica, ni un reproche.

Largo e intenso romance el de la torre y yo, un militar cumplido. Una relación binaria en la que solo cabían ceros y unos, sólo eso; unos y ceros.

 Ella seguía despachando boletos en el Caprichos cada tarde y yo todos los domingos  deslizaba la mano por el hueco del ventanuco y recogía mi entrada y mis vueltas, mientras nos mirábamos a los ojos y nos besábamos de lejos, suavemente, sin rozar el cristal.

Ay, cuanta dulzura empalagosa aquella de la juventud. No, no te rías, no; qué más hubieras querido tú. Yo te digo, que jamás fui tan feliz.

Un día, Atalaya empezó así, sin más, a guardarme las entradas entre los butacones que estaban más rotos, los más sucios, los situados en la última fila; allá donde las historias de cine se empequeñecen por la lejanía de la pantalla y las reales se encarnan a nuestro lado a través de las caricias y carantoñas que se profesan los demás en la oscuridad.

Al principio creí que quizá Atalaya me arrinconaba para sorprenderme de un momento a otro y así compartir algunas de las secuencias de la proyección juntos. Pues una vez comenzada la sesión, no era muy grave que abandonase su puesto de trabajo un par de minutos y a mí, su presencia casi inesperada me hubiera llenado de júbilo.

Esperé serenamente los primeros días, después algo furibundo y malhumorado, y más tarde, transcurridas un par de semanas, con una codicia vehemente, que pasaba por no tenerla a mi lado ni siquiera unos segundos, en la oscuridad de la sala.

Una tarde, cuando me dirigía taciturno hacia la última fila de asientos después de comprar mi entrada, me observé detenidamente la palma de la mano y advertí entre la calderilla de las vueltas del billete, un puñado de monedas ennegrecidas y desgastadas, un peculio sin valor, un caudal con apariencia de monedas falsas. Extrañado retrocedí de nuevo hasta la puerta del cine para pedirle una explicación, nos miramos fijamente a través del ventanuco, se encogió ligeramente de hombros y no hubo más palabras que rompieran el silencio, ni más besos proyectados en el aire. Me guardé las monedas y me marché sin esperar el final de la historia.

En aquél momento tuve claro que nuestros dígitos habían quebrado el código; nuestro código. Sin embargo siempre tuve la esperanza de…

 El anciano de la habitación 207, estuvo hablando entrecortadamente y sin descanso durante tres días seguidos entre delirios y respiraciones anhelosas, roncas y silbantes propias de la agonía. La enfermera de guardia a la que correspondía la rutina nocturna, se acercó hasta la habitación para comprobar cómo y en qué punto se encontraba el itinerario del paciente y si la fiebre continuaba subiendo enloquecida como venía sucediendo durante toda la tarde. Un vaso de plástico blando reposaba en una mesita, a la izquierda de la cama articulada de barandas extraíbles, la enfermera le incorporó levemente la cabeza empujada por la almohada para acercarle el agua a los labios.

Un objeto frío y metálico rozó el antebrazo remangado de la chica y ésta sorprendida por el contacto inesperado, alzó un poco más al anciano y descubrió un exiguo tesoro, un puñado de monedas antiguas sin circulación que yacía escondido entre la sábana bajera y el almohadón. La joven, las agarró con cuidado y con gesto compasivo, las introdujo en el cajón con el resto de las pertenencias del anciano, en ese instante, la muerte encontró la llave y el viejo en silencio, dejó de respirar.

Son las dos de la tarde y Margalida, como todos los días a la misma hora, compone una corta y chirriante melodía que inunda toda la calle, pues es inevitable acallar el sonido producido por la persiana de metal que ciega la entrada a su pequeño comercio  una —herboristería situada en la calle Zaratustra número seis.

 Casi en la misma puerta, a unos escasos diez metros, un coche pequeño con la ele de conductor novel bien visible en el parabrisas trasero, está aparcado en doble fila y anuncia a bocinazos su presencia. Margalida reconoce la señal y apresura el paso para introducirse en él. Es jueves y Marcos, su hermano menor, ha venido a buscarla, juntos visitarán a la madre, que permanece en un mundo aparte de ensoñaciones y recuerdos equivocados, en una preciosa e iluminada residencia a las afueras de la ciudad.

 Se saludan con un beso y a continuación ella automáticamente le limpia la mejilla con el dedo para borrar la leve firma que acaba de estamparle con el rosado de su carmín.

 Eres igual que mamá Marga —dice Marcos—, ella se ensalivaba el dedo y nos lo restregaba por la nariz para quitarnos los churretes, y tú por seguir la costumbre y como ya no me tizno, me ensucias primero, para poder limpiarme después.

 —Tradición familiar, ya lo sabes, —dijo ella sonriendo—, anda, no me seas quejica, te invito, antes de ir a ver a nuestra señora madre vamos a tomarnos algo, no he podido picar ni una sola galleta de avena en toda la mañana, los clientes no han dejado de entrar y he tenido que atender a tres representantes a última hora,  eso sin contar el teléfono que no ha parado de sonar y además…

  —Quejas: Tradición familiar —la cortó él;  sonrieron los dos y ella aumentó el volumen de la música que se oía de fondo.

 En el interior del coche, un pequeño utilitario blanco de segunda mano, se percibía un ligero aroma a sándalo que emanaba de una estrella troquelada en cartón y papel secante colgada del espejo retrovisor.

 —Por cierto, hablando de picar —dijo Marga, arrojando en el asiento trasero una bolsa que llevaba en la mano y que contenía: tres hamburguesas de seitán, una botella de leche de arroz, y unos tacos envueltos al vacío, de suave tofu japonés.

 En el envoltorio de papel reciclado, estaba impreso el nombre de la tienda: “Herboristería Luces de Bohemia”.

  —Eso es para Carmina, me lo encargó ayer, dile que la levadura de cerveza se me ha acabado esta mañana; ya está pedida, el sábado la tendrá sin falta.

 Marcos no contestó.

 — ¿Llevas puesto, a Brian Eno? —dijo ella aguzando el oído.

 —No sé quién es ese pájaro —contestó él sarcástico mirando al salpicadero—, es un “cedé” de Carmina, ya estaba metido cuando le he cogido el coche esta mañana. Ayer me dijo que oía un ruido extraño al pisar el freno y he querido comprobar in situ como andan las zapatas; hoy no tendrá más remedio que coger el bus, como la mayoría de sus compañeros de facultad.

 La melodía que les envolvía era interpretada por arpas, pianos, flautas y algunos otros instrumentos modulados por sintetizador, e intercalados con rítmicos píos de aves exóticas, vientos racheados y oleajes punteados de gaviotas; todo, al más puro estilo New Age.

 —Hace años, yo también escuchaba esta música a  todas horas ¿recuerdas? —dijo ella.

 —Sí, claro que me acuerdo, ¿cómo no? —contestó él.

  Después de una pausa, en la que los dos habían callado de manera artificial, Marcos empezó a hablar, tras un leve carraspeo.

 —No pensaba decirte nada ahora Marga, pero precisamente de esa época quería hablarte, hermana. Mi mujer y yo, llevamos unos meses preocupados por la niña.

 —“¿Hermana?”, “Mi mujer y yo”, — Marga le miró seria y extrañada — qué solemne te has puesto en un segundo — dijo ella—.  ¿Qué pasa con mi sobrina y por qué estáis tan preocupados Carmen y tú? Sabes que ayer estuve con ella y la vi muy feliz.

 —Todavía no ha llegado la sangre al río, —contestó exagerado como siempre —, pero nos estamos temiendo lo peor y no podemos consentirlo. Como imaginarás por los encargos que te hace de un tiempo a esta parte, ha empezado a rechazar los guisos de Carmen,  no consiente probar ni un solo bocado de cualquier alimento que sea de origen animal, dice que hay que despertar la conciencia humana hacia el resto de los seres vivos empezando por eso: por dejarlos vivir; que si el sufrimiento animal; que si los hacinan en el transporte cuando van directos al sacrificio; que si a los pollos se les altera su ritmo biológico con iluminación artificial; que si supiéramos con qué los alimentan ¡vamos!, que según ella, somos unos descerebrados y depravados los que pasamos de todas esas tonterías y seguimos pirrándonos por un buen asado de lechón. ¿Te suena de algo esa retahíla, Marga?

—Sí, claro, todo eso que dice Carmina es cierto, sabes que pienso igual, pero no creo que sea para tanto, ni para que estéis tan preocupados, ser vegetariano hoy día es una opción como otra cualquiera y ella ya no es una cría, seguro que sabe lo que está haciendo.

—¿Qué ya sabe lo que hace? y ¿tú me lo dices?  ¿tú también sabías lo que hacías cuando empezaste?: Primero, te atiborraste a tomates, acelgas, garbanzos y espolvoreabas germen de trigo por todas partes; más tarde, — hizo una larga pausa—, para más tarde protestar; protestar por cualquier cosa, meterte en todos los “fregaos” reivindicativos y acabar largándote con aquel individuo a mitad de curso, con un billete de Inter-Raíl en tu cartera, dejando un hogar sombrío, triste y desquiciado y a unos padres perplejos que no se explicaban qué es lo que habían hecho mal.

Marcos, era cinco años menor que ella y desde bien pequeño enrojecía en cuanto alzaba la voz. Esa facultad camaleónica, empezó a mostrarse inmediatamente.

—¿Qué tiene que ver mi alimentación y mi viaje? — dijo ella—, ya empiezas como siempre a mezclar lo que no debes Marcos, y te pediría, por favor, que no menciones a Rubén.

Un silencio afilado y cobarde, sin atreverse a romper la quietud, se instaló alrededor de los hermanos.  Margalida, dirigió su mirada hacia la ventanilla y observó como algunos ajenos transeúntes cruzaban apresurados un cercano paso de cebra.

Los recuerdos de la mujer comenzaron a viajar hacia atrás, como si se deslizaran, como si rasgaran con botas acuchilladas una pista de hielo en la que los danzantes resbalan de espaldas, mientras soportan la mirada inquisidora de unos jueces, que vigilan y puntúan desde la grada.

Pareciera que Marcos podía observar sus pensamientos y rompió la aparente quietud advirtiendo:

—No más caídas, hermana; no quiero que Carmina siga tus pasos. —Y el coche blanco y polvoriento, continuó su camino.

Rubén y Margalida se habían conocido en la facultad de fisioterapia, en una de las clases prácticas sobre manipulación vertebral que se realizaban por parejas bajo la supervisión del profesor y a partir de aquel día, trabaron una gran amistad  envuelta en amor que más tarde, desembocaría en tragedia.

Sin dejar  siquiera que acabara el curso, en un diciembre convulso de 1989, los jóvenes inquietos se enrolaron juntos y se marcharon a recorrer una Europa exultante, contagiada por el inminente derribo de la tapia alemana. Y si no hubiera sido por aquel estúpido accidente en el que un conductor embriagado de euforia, atropelló a la pareja en una avenida cercana ala Bebelplatzcon un desvencijado Vokswagen, es muy probable, que todavía continuasen juntos en algún lugar del Viejo Mundo.

Mientras tanto, en el hogar de Margalida, los padres disgustados, primero se culparon en silencio por haberle consentido a la niña demasiados caprichos, después vinieron los reproches mutuos y más tarde juntaron sus lágrimas, asimilaron la idea y se resignaron a esperar su regreso.

No habían pasado ni tres meses, cuando la noticia del inesperado accidente cambió el curso de los hechos y Margalida volvió al hogar de su niñez, sola y sana pero con el corazón descosido y la cabeza llena de deseos frustrados. Para un corazón harapiento, media alma deshilachada y una vida desbaratada, es necesario un tiempo para la compostura y en su caso, fueron necesarios, dos años.

Tras la reparación en el taller de afectos familiares, sus padres quisieron sacarla de la oscura melancolía en la que se había instalado su vida y tras la renuncia a seguir en la facultad sin su compañero, dispusieron para ella con gran esfuerzo, un coqueto negocio de herbolario y alimentación natural.

En el coche, Marcos continuaba con su discurso:

—¿Tú sabes lo que tuve que aguantar tras tu marcha Marga?: Caras larga, llantos…

¿Quién se acordaba de Marquitos?, ¡Ah! no, la hermana, ¡Sólo importaba la hermana!, la hija pródiga, la primogénita, la que volvió enviudada sin pasar por el registro civil. Todos teníamos que volcarnos con Marga, la pobre Marga.

 —¿Qué te pasa Marcos? No sigas por ahí. Ya han pasado más de veinte años.

—Sí, ha pasado mucho tiempo y ahora,  ahora Carmina te adora y eso me gusta hermana, sabes que te quiero, pero la niña; la niña ha conocido a un chico, a un niñato como ella con el que anda voceando: “No, a las corridas de toros”, “Tortura, ni arte ni cultura”, y chorradas de esas que no van a ningún sitio. ¿O sí Margalida?, ¿dónde acaban tantas tonterías?

— Lucha por lo que considera injusto en este momento, déjala, no hace daño a nadie.

—¿Injusto? Injusto es la demencia prematura de mamá, injusto fue el ataque al corazón de nuestro padre. Tantos disgustos en casa.

—¿Lo dices por mí?

—¿Por quién si no, Marga? Una dolorosa alma en pena encerrada en su cuarto durante meses y unos padres temerosos de que la desconsolada niña hiciera otra locura. ¿Qué querías? ¿Cómo podíamos hacerte feliz? No eran suficientes los mimos, los halagos, no; tuviste que intentarlo a la desesperada para seguir llamando la atención. Dos semanas en aquel hospital con las muñecas vendadas, toda la familia revolucionada; de nuevo llantos, reproches y ¿Marcos? ¿Dónde estaba aquel adolescente que pedía explicaciones con la mirada? No, Marga no, que corra más aire entre Carmina y tú.

¿Quién puede asegurarme que mamá, no anda desquiciada por tu culpa?

Marcos, pisó el freno ante la luz roja de un semáforo, la  facultad camaleónica del hombre se hizo patente mimetizándose con el color de la señal. Por el contrario, la palidez había invadido el rostro de la mujer, respetando únicamente sus labios rosados; un ligero mareo repentino revolvió el estómago de la acusada y buscando a ciegas la manilla de la puerta, salió a trompicones para respirar aire fresco sin olor a sándalo; corrió angustiada hacia la acera esquivando a los coches que permanecían quietos, mientras tanto, un Marcos iracundo no había advertido su repentina retirada, pues se encontraba discutiendo con unos chiquillos empeñados en limpiarle el parabrisas delantero, con un mugriento y deshilachado, trapo sucio.

Ignacio de la Cruz, repasaba en silencio uno de sus libros favoritos relativo a la posición y el movimiento de las estrellas, mientras se balanceaba rítmicamente en su mecedora. De repente como en otras ocasiones a eso de las cinco, una voz aguda rompió la quietud que se respiraba en la pequeña sala de estar.

― ¡Pero mira que eres cenutrio!, siempre has sido un bobo y nunca aprenderás. Por más que te explique el tema, no lo entiendes ¡Es que no lo entiendes!

Rosita Perea, su mujer repetía con furia y a voz en grito, las últimas palabras para recalcar más si cabe, lo que según ella era una ineptitud congénita de la estirpe de su marido: no se enteraba de nada.

La mujer proseguía su discurso voceando encolerizada.

― ¡El castillo! ¡Hay que vender el castillo!  Vamos a ver: en qué habíamos quedado ayer, Ignacio; ya te lo expliqué. Te dije una y mil veces, que el imbécil de Mauro no vendrá, que se ha enfadado contigo, conmigo y con todos los demás, ya se le pasará, siempre hace lo mismo, mucho grito, mucha pelea… ¡Ruido, ruido y nada más!  Mañana ya se le habrá pasado y vendrá con nosotros a la notaría.

Me preocupa más el buenecito de Patricio ― continuaba ― a la chita callando, siempre se sale con la suya; es de los que nunca han roto un plato ¡Plato! ¡Qué digo plato!, ¡Seguro que comen directamente de la olla, y la vajilla ni la tocan… ¡Por no gastarla! ¡Rácanos, que son unos rácanos! ¡De la Virgen del puño!

La mujer no dejaba títere con cabeza mientras se despachaba a gusto con su paciente esposo Ignacio; éste la observaba como siempre resignado, con los ojos vidriosos y mansos.

Rosa, su pacífica esposa Rosa, tan dulce y exquisita como la jalea real, mutó de la noche a la mañana un fatídico día lluvioso del mes de febrero en el que se despertó apenas amanecido, abrió la ventana para ventilar y descubrió como el toldo azul celeste de su terraza, olvidado recoger la noche anterior, comenzaba a oscurecerse por la humedad que iba calando la lona tornándose de un azul más oscuro, más profundo; entonces, arremetió furiosa contra las nubes y la gruesa tela y ella, mutaron juntos.

El toldo recuperó su color esa misma tarde oreado y ayudado por el sol, pero la suave y fragante Rosita,  nunca más volvió a poner los pies en la tierra.

Con gran trabajo por parte de su marido y medio engañada más de una vez,  este la llevó a los mejores especialistas, recorrió despachos de psiquiatras, consultó a ilustrados doctores de otras ramas e incluso rogó la vuelta a la normalidad de su esposa en las iglesias en las que jamás pensó entrar, pues nunca confió en  prácticas y ruegos divinos.

Un día, desesperado, hundió la punta de sus dedos en el agua bendecida de una pila bautismal de piedra caliza, que encontró a la entrada de una ermita y levemente humedeció los cuatro puntos cardinales de su rostro; después, se arrodilló en el segundo de los bancos de madera de cerezo ligeramente rosados que ocupaban el interior de la capilla, sin embargo, la imagen de un Cristo desmadejado, moribundo y abatido presidiendo el altar, le hizo renunciar a cualquier súplica de su parte hacia la talla y con un: “bastante ya tienes tú”, mirando a la estatua, se dio la vuelta y desapareció por donde había entrado. Nadie podría ayudarle.

Su Rosita… seguía… y seguía. Ni Mauro se acercaba a la inexistente notaría, ni el buenecito de Patricio dejaba de serlo; nada de nada. Ninguno de ellos era real. Ignacio jamás había conocido familia política con esos nombres, no sabía de herencia ni notarios; y menos aún de castillos que vender; pues el rancio abolengo de su querida esposa, se limitaba a una pequeña propiedad de terreno heredada de sus abuelos, en una aldehuela olvidada, de la serranía de Cuenca. Todos esos personajes sobrevivían a duras penas apretujados en la mente inhabilitada de su esposa. Sin embargo, esa familia ficticia con la que ella se despachaba a gusto de Mauros, Patricios y una inexistente virgen del Puño, rondaban constantemente por su maltrecha cabeza y no la dejaban vivir en paz.

Ignacio de la Cruz, era un hombre afable y cariñoso, llevaba casado con Rosita su flor de azafrán, como aún la llamaba cariñosamente cuando ella no podía oírle, casi veinte años y hasta aquel fatídico día de lluvia, se consideraba un hombre afortunado con una vida tranquila. Era entusiasta y aventurero como así rezaba el libro de horóscopos que consultaba constantemente y que se llamaba: “Dime cuándo has nacido y te diré como eres”. Poco o nada se había estrujado el cerebro ese tal Baltasar Angelinno autor y artífice del citado vademécum astral para elegir el título, pero a pesar de ese insignificante detalle, era uno de sus preferidos.

Una de las tardes en la que Ignacio hojeaba el libro para pasar el rato mientras su esposa sesteaba en silencio, reconoció a su mujer en al apartado correspondiente a Leo, signo que coincidía con su fecha de nacimiento.

“A los nativos de este signo, les gusta perderse. Muchas veces, se retiran sin ton, ni son a un mundo de ensueños arrastrando a quienes les rodean”.

Todavía no había terminado de asimilar el revelador párrafo, cuando su mujer despertó de pronto e irguiéndose muy seria en el sillón de orejeras, le dijo:

― Ignacio, bájame del altillo la maleta de cuadros, nos vamos. Acaba de decirme Patricio, que todo está resuelto; aunque Mauro no vendrá, vamos a ir nosotros a firmar. Patricio tiene su poder.

Recorrieron los inmensos pasillos del aeropuerto de Barajas arrastrando la maleta cuadrada con los billetes en la mano. El avión les llevaría al “Nantes Atlantique Airport”, desde allí alquilarían un coche y recorrerían la distancia hasta el Château d´Ussé para que Rosita y familia le echaran un vistazo al objeto de su venta. El notario, según decía la mujer, les estaría esperando en el número seis de la calle Víctor Hugo al lado de la cafetería “La Loire”, una vez allí firmarían los dos hermanos herederos y el castillo del que hablaba constantemente Rosita, por fin se podría vender.

Como era de esperar, no había nada que heredar; a nadie vieron en la supuesta cafetería, no apareció el notario por ninguna parte, ni tampoco los hermanos de su mujer, porque siempre fue hija única.

Durante el camino de vuelta, Ignacio permanecía callado considerando todo lo sucedido. ¿Quién había perdido la cabeza antes? Ella, su fragante y deliciosa rosa, que alboreó  gritando a las nubes, inventando desbarajustes inexplicables o él que la seguía a todas partes, que buscaba incansable una explicación a lo acontecido en el comportamiento de su mujer, que la seguía arropando por las noches, que alababa domingo tras domingo sus magníficos guisos y que asentía cuando ella, cada dos por tres despotricaba contra todo familiar inexistente.

¿Tanta fuerza tiene el amor?

Me llamo Sara y dicen que soy una mujer bien parecida. Bien parecida a qué o a quién me pregunto cada mañana al mirarme en el espejo; odio las frases hechas que ya no dicen nada; detesto «los marcos incomparables», «las personas muy humanas»»,  «las que perdonan, pero no olvidan » y «las escenas dantescas».

No estoy de buen humor, ya se ve, es muy probable que sea porque hace dos meses mi alegría se desbordó y no me entretuve en recogerla. Hoy que la necesito, ya me resulta imposible enjugarla con el pequeño retal triangular de seda que tengo entre las manos, mi felicidad se ha evaporado.

Carmelo se acaba de ir lloriqueando y la verdad, no me extraña. No es que yo sea muy supersticiosa, no; pero desde el día que pasé por debajo de aquel andamio, supe que mi despiste al recorrer la acera, me traería trágicas y nefastas consecuencias.

 — Me parece excesivo meter en el sobre quinientos euros. Si lo quieren celebrar por todo lo alto, es su problema. ¿No eres tú la que dices siempre, que no te gusta regalar dinero en bodas de tanto boato ni pagar por comer hasta reventar lo que te eligen los demás?

 No supe qué decir, pues tenía toda la razón, pero contesté por no quedar callada.

 — En este caso es distinto Carmelo, sabes que Bea y Andrés son como de la familia.

 — No Sarita,  no,  «familia no hay más que una» — dijo—y en esta, «no hay tu tía».

Ya no contesté.

Comenzamos a engalanarnos para la ocasión, en silencio; como veis,  hoy le había dado a mi esposo, por utilizar ese tipo de frases qué sabe de sobra, me molestan tanto y preferí no provocarle para no tener que seguir oyéndole. Estas peroratas trasnochadas me taladran los tímpanos y después se me repiten a lo largo de todo el día como un eco lejano dentro de mi cerebro.

Sé que a veces soy algo exagerada, que mis actuaciones casi siempre son desmesuradas, pero la verdad, soy así  y no puedo evitarlo, qué le voy a hacer. Por eso, cuando él se acercó por detrás sigilosamente para abrazarme en un arrebato amoroso sin justificación, mientras me pintaba los labios frente al espejo, su cinturón a medio poner, se enganchó en las medias de rejilla negra originándome una carrera larga y sinuosa como pocas había visto en mi vida; en ese momento, se me nubló la razón, no digo más.

Él observaba el desaguisado, deseoso, azorado y callado, y antes de que yo pudiese maldecir, y sin darme tiempo a revolverme, Carmelo, observando el estropicio que había cometido, me soltó a modo de alegato estúpido:

 “El amor significa no tener que decir nunca lo siento, cariño”.

Reaccioné de la manera que habría reaccionado cualquiera, creo yo, y aprovechando que tenía a mano las tijeras que acababa de utilizar para cortar la etiqueta del vestido a estrenar, de un ligero, certero e inusual movimiento, me di la vuelta y a traición —todo hay que decirlo, pues no se lo esperaba—, le corté en dos su magnífica corbata de seda rayada en varios tonos de azules que le había regalado su madre ese mismo año.

Aún recuerdo su cara extrañada e incluso yo diría que asustada o más bien estupefacta, observándome con los ojos muy abiertos y encendidos, miraba por este orden: ahora la corbata, ahora mis medias, ahora mis pupilas; y vuelta a empezar; corbata, medias, pupilas, corbata,… no salía de ahí, como si los ojos fuera atornillándose poco a poco alrededor de esos tres elementos.

De pronto, sin decir nada, cogió su chaqueta y se fue murmurando moviendo la cabeza mientras farfullaba: estás loca Sara, estás loca. No aguanto más.

He de reconocer que ese día me había levantado de muy mal humor; a decir verdad, la boda aquella suscitaba en mí un gran recelo.

Si confieso el motivo, convendrán ustedes que, claro, como no iba a estar molesta. Es probable que lo hayan adivinado y sea en realidad, lo que están pensando. Andrés me confesó lo de su casamiento con Bea unos meses antes mientras se fumaba un cigarrillo tras uno de nuestros encuentros ocasionales. Entre bocanada y bocanada de humo me dijo: Sarita, mi amor,  me ha llegado la hora de «sentar la cabeza».

Vaya, otro con las frasecitas —pensé— y me hice la tonta, mientras mordisqueaba sentada en la cama, un chocolate con forma de lingote relleno de fresa.

 — ¿Sentar la cabeza? ¿a qué te refieres?

 — A qué va a ser Sara, creo que ya es hora de tener una mujer «como dios manda», para todos los días, además creo que me «ha llegado el momento de tener un hijo»

 La cosa se iba poniendo cada vez peor, fea; asquerosamente fea.

 — Ya —solté visiblemente molesta e irónica—, ha llegado el momento… porque dios manda que…

 — Lo nuestro tiene que acabar Sara, y sabes por qué lo hago ¿verdad?

 — No, ni idea —contesté por decir algo, mientras elegía otro bombón con formita de corazón.

 — Porque «te quiero demasiado» —voceó desde el bañoy  «no quiero hacerte daño».

 Lo que me faltaba —pensé— cogí de la caja tres chocolates más envueltos en papel de plata y me fui lo más deprisa que pude.

 Bea avanzaba despacio sobre la alfombra roja mullida recién colocada  que protegía el suelo ajedrezado de la magnífica catedral de Granada. Bien afianzada del brazo de su padre y padrino y con tres calas blancas recostadas en el antebrazo, saludaba sonriendo tímidamente a un lado y a otro entre notas nupciales de Mendelssohn.

Andrés la estaba esperando en el altar y se dejaba agarrar por una madre henchida de orgullo, mientras escudriñaba a los invitados buscando caras conocidas entre los muchos compromisos paternos; de pronto distinguió a Carmelo en uno de los primeros bancos con un extraño e indefinido nudo azulado a modo de corbata entre pajarita, y lazo sencillo:

— Qué original, — pensó Andrés— seguro que ha sido idea de Sara, sé que le gusta innovar pero… ¿Dónde está  ella?, — se preguntaba — solo veo a Carmelo.

Los murmullos de admiración cesaron en la iglesia a la vez que la alegre marcha dejó de sonar cuando la pareja de paseantes parsimoniosos llegaron hasta el altar.

 …“Nos hemos reunido aquí….” Comenzó a recitar el sacerdote y no le dio tiempo a decir más. Una mujer surgió de no se sabe dónde, paseando sobre la alfombra roja y dirigiéndose hacia el altar con paso firme e histriónico como si estuviera a punto de recoger un Oscar, sonreía, saludando a un lado y a otro.

Cada cinco pasos  flexionaba las rodillas con un grácil demi plié y hacía una pequeña reverencia. Los invitados extrañados e interesados por el espectáculo la miraban a la cara y a las piernas, invariablemente.

Sara, acompañaba su vestido de tafetán asalmonado con un pequeño tocado a juego y medias enrejilladas en negro. Los más observadores distinguían una vía larga, despejada de puntos de seda y nylon en una de sus piernas que, hacía destacar la palidez de la carne.

Tanto era el asombro que suscitaba, que nadie reparó en el afilado abrecartas troquelado en la empuñadura con el logotipo del hotel, que llevaba entre sus dedos.

Soy Sara, no Sarita; resido en un precioso lugar en mitad del campo rodeada de árboles frutales. Por aquí cerca corre un riachuelo transparente y arrullador, éste al oído  me recuerda constantemente en voz baja, la suerte que tengo de estar en un marco incomparable, pues  las jaras y el romero colorean y perfuman el camino que lleva hasta el sanatorio psiquiátrico. Siempre que pasan por aquí mis familiares, me recalcan que las enfermeras y los médicos que nos cuidan son unas personas muy humanas y eso —comentan—, que a veces se producen en este desinfecto lugar, muchas escenas dantescas.

Andrés me ignora desde hace tiempo y Bea su mujer, me ha perdonado pero no olvidado.

Carmelo viene a verme a menudo y siempre cuando se va, me dice que estoy muy bien, que sigo siendo una mujer guapa, bien parecida ¿Bien parecida a qué o a quién?, le pregunto insistentemente, hoy por fin lo ha admitido.

 — No lo sé Sara, «el amor es ciego».

 

El grave silencio de la mañana pareció romperse del todo, cuando el ataúd de madera golpeó secamente contra las paredes del nicho; sin embargo cinco días antes, nadie, ni tan siquiera su querida María le había enviado la más mínima señal.

Era un domingo del mes de mayo, mes de flores, mes de cánticos y rezos a la Virgen.

Desde hacía un tiempo y siempre en primavera, Inmaculada, se levantaba al amanecer y se dirigía a saludar a su amada María, paseando por la silenciosa senda que conducía hasta la ermita. La hierba fresca alfombraba el paisaje como el mejor de los tapetes que pudiera imaginarse, pues las flores claras que salpicaban el camino, tejían un exquisito bordado a modo de  encaje de bolillos urdido a múltiples colores.

— ¡Qué bonita está hoy la senda!— exclamaba Inmaculada cada mañana— cómo te afanas día a día para que yo disfrute la ruta, querida y laboriosa Madre María ¡Qué excelsa es tu gracia decorando el jardín asilvestrado que llega hasta tu casa!

La muchacha, una vez recreada en el paisaje y agradecida por tal belleza, caminaba con los ojos medio entornados, bisbiseando en letanía una de las plegarias cinceladas en su memoria. Quince misterios repartidos entre las cuentas de un rosario, quince. Las pequeñas bolas rematadas por una sencilla cruz de plata, acariciaban las yemas de sus dedos, día tras día.  La ristra de cuentas le servía para ordenar sus rezos, pues es bien sabido que, cuando el frenesí de jaculatorias envuelve al devoto, el tiempo parece detenerse y las plegarias y alabanzas, se suceden sin medida. Cuarenta minutos de ida y cuarenta de vuelta tardaba, hasta llegar a la pequeña iglesia todos los días del quinto mes. Antes de entrar, Inmaculada recogía un ramillete de flores tiesas y quitando las mustias del día anterior, las colocaba en el jarrón de cristal situado a los pies de la bella imagen.

Una vez arrodillada y postrada frente a la Virgendel Mar en la penumbra, una calma chicha la envolvía, pues a esa hora de la mañana raro era que alguien, se acercase por aquellos parajes. Entonces Inmaculada iba desgranando a su amiga de mármol los acontecimientos que le habían ido sucediendo en los últimos meses, sonriente y dicharachera, como si hablase a la mejor de las amigas, sin reserva, y con la certeza de quien sabe, que jamás serán reveladas las confidencias que salían de sus labios.

El primer día que la fue a visitar después de un año, le contó que había conocido a un hombre y que se había enamorado de verdad; que su novio se llamaba Pedro, y que le había prometido cogiéndole la cara entre sus manos y mirándola a los ojos, que nunca más contemplaría a otra mujer que no fuese ella y que la quería y que con ella no habría más juergas de machos ni más enredos de faldas en otros puertos.

—Si en el fondo es un pedazo de pan —hablaba a la imagen— es un poco poeta ¿Sabes?,  ¡Es más zalamero! Se gana la vida en el «Isla de Alborán», ya sabes, el barco del tío Ramón; faenan hasta las cinco de la tarde; luego de cambiarse el peto y las botas impermeables, se lava y se perfuma con aroma de lima limón y viene a buscarme a la conservera y me invita a un mosto y nos damos la mano y — respiró hondo— y… nos vamos a casar el año que viene, el 12 de mayo aquí, en tu casa y vendré por el jardín que bordas en verde todos los años. Sé que estarás conmigo ese día. Una mañana de estas te lo traigo aunque sea a empujones, para que lo conozcas. Gracias, gracias Madre, por todo lo que me das.

Inmaculada arrodillada en el reposapiés del primer banco, con el silencio roto solo por los graznidos de las gaviotas, agradecía de corazón que la tuviera siempre en su regazo, le decía que era su refugio y su alegría y le rezaba tres Ave Marías con el mayor de los fervores. Pasada una hora más o menos de diálogo sin espera de respuesta, ella introducía a través de la ranura de un cajoncillo de madera situado a la derecha, unas cuantas monedas que guardaba en uno de los bolsillos de su mandil. El atril que sostenía el recoge-limosna, mantenía bien alineadas un sin fin de pequeñas candelas consumidas en su totalidad y otras, rebosante de cera en las que  apenas se veía la mecha.

Después salía del pequeño templo a través del portalón humedecido por el rocío y sorteando un gran escalón de piedra, volvía a recibir medio cegada, los rayos del sol.

Por el camino de vuelta, la joven entonaba en un susurro una Novena devota que practicaba durante nueve días seguidos con oraciones, letanías y otros actos piadosos dirigidos a Dios, a la Virgeny a todos los santos.

Ya en su puesto de trabajo, Inmaculada vestida con un gorrillo blanco y una bata del mismo color, permanecía de pie al lado de sus compañeras, revisando manualmente el acomodo de unas cuantas sardinas dentro de las latas plateadas que resbalaban sin fin, en la cinta transportadora de la fábrica.

Y así todos y cada uno de los días del mes de mayo. Mes de cánticos, de flores y de rezos.

La luminosidad del mediodía  se iba transformando por momentos y las nubes se espesaban  encapotando y oscureciendo el cielo. El mar se revolvía inquieto sacudido por el viento que arreciaba con fiereza y se entretenía con las pequeñas barcas atracadas en el rompeolas, más tarde, aburrido ya del juego, se derramaba sobre el muelle inundando las dársenas.

Esa misma madrugada del mes florido, desoyendo la previsión marítima, costera y de alta mar, el pesquero «Isla de Alborán» soltó amarras con el beneplácito de la tripulación marinera, pues un día sin salir a faenar, suponía una mengua del jornal que pocos o ninguno, podían permitirse. Se encomendaron a la Virgendel Carmen patrona de los marinos, y salieron rumbo al caladero más cercano para no alejarse mucho del litoral.

Unas horas después, en cuanto tuvo la oportunidad, el mar hambriento de barcos imprudentes se lo tragó de un solo bocado y más tarde regurgitó las sobras sin piedad: maderos carcomidos y mordisqueados, redes agujereadas y vencidas imposibles de zurcir de nuevo y unos cuantos aparejos de pesca destrozados. Entre los escollos que bordeaban el arrecife cercano al pueblo, aparecieron deslavazados tres días más tarde, seis de los siete marineros ahogados. El tío Ramón, quedó sumergido y enredado entre los hierros de la quilla y las flores destinadas a su tumba, se esparcieron por el mar.

Al día siguiente, Inmaculada vestida con el uniforme de trabajo, bata blanca de bolsillos vacíos y gorrillo levemente torcido por el aligerado del paso, miraba con los ojos muy abiertos sin ver y se llegaba hasta la pequeña ermita de piedras adornadas de verdín, una vez dentro, con la misma penumbra de todos los días y sin recogimiento alguno, de pie frente a la Virgendel Mar, incrustó su mirada salada y se miraron de forma tal, que ambas tuvieron claro que, nada más podrían decirse, su relación había terminado, quién podría haberlo dicho, unos días antes.

Lea atentamente estas instrucciones de uso y actúe en conformidad.

Conserve toda la documentación para posteriores consultas y/o para eventuales futuros propietarios.

 1- Ejemplo de uso.

 Selección de los temas a reír. Usted puede ser una persona de risa fácil, de risa asequible o de risa difícil en este caso, se le denominará: Seria. De cualquier manera, léase detenidamente este manual.

 Se recomienda la predisposición a este tipo de percepción sensorial, es buena para su salud e incluso para los que le rodean. Relaja el espíritu y el cuerpo, destensa los músculos del rostro y deja un poso abdominal parecido al de unas ligeras agujetas. Este tipo de risa impetuosa,  no suele ser muy usual.

 2- Modo adecuado de reír.

 Es preferible reír en compañía. Risa compartida igual, a doble felicidad. Sin embargo también es posible la risa en solitario, ilustremos este apartado con varios ejemplos:

A– Usted recuerda una anécdota acaecida semanas, meses o incluso años atrás y todavía ríe cuando rememora la situación.

Es posible, que su risa no sea sonora sino que produzca  tan sólo una leve curvatura en sus labios. No se preocupe, es normal, le procurará la satisfacción que busca sin grandes aspavientos. Procure no olvidar estas ocurrencias simpáticas, pues son lo que equivale en el vestir, a tener un buen fondo de armario.

B- Si usted observa distendido el televisor en su casa y tropieza con un programa cuyo guión es la caída espectacular de un inocente personaje anónimo o de unos bebés inestables  abandonados a su suerte por el videoaficionado de turno y se  ríe con ganas, hágaselo mirar, está utilizando la hilaridad de manera equivocada

 3- Advertencia.

 Se advierte no prestar demasiada atención si su risa no coincide en tiempo y lugar con la de los congéneres que comparten su existencia en casa o en el trabajo.

Incluso en la misma familia el detonante que desencadena la risa es variado y puede o no, armonizar con los miembros de la unidad consanguínea.

 Ejemplo:

 A– Usted se troncha con la figura animada de Enjuto Mojamuto y las parodias de Mundo Viejuno. Lo comenta entre sus allegados y escucha aquello de: ¿Cómo puedes reírte con los de “La hora Chanante” si  no hacen ni pizca de gracia?

Si la persona es querida, no se lo tenga en cuenta, en el fondo, es sólo admiración por su sentido del humor tan acusado. Si es persona extraña, simplemente ignórela, calle y esboce una sonrisa sin aire de suficiencia. A la emisión del programa en cuestión prepárese un bol de palomitas, cierre la puerta de la habitación y disfrute de las parodias en solitario. Ría, ría si le nace de su ser a mandíbula batiente. Atención: no vaya a atragantarse  con el maíz.

 4- Consejo de uso y disfrute.

 Se aconseja encarecidamente no explicar con posterioridad sketchs o situaciones vividas en espectáculos cómicos en los que usted se haya partido de risa. Casi con toda seguridad no surtirá en la persona escuchante la reacción que presupone y ésta se limitará a enarcar las cejas aguardando alguna aclaración más sobre la anécdota, tres segundos después que parecerán eternos, se preguntarán los dos a la vez desconcertados: ¿Y…?  Evite ésta situación poco grata para ambos.

 5- Atención.

 Es posible que transitando por la calle con la única compañía de su mismidad sonría usted, así, por las buenas. ¡Felicidades! Es probable que esté enamorado y le cosquille el estómago al recordar a su amada o amado; aproveche la coyuntura y procure dilatar esa sensación en el tiempo.

Cuidado especial en esos lapsos de embeleso, a semáforos y amantes de lo ajeno. La percepción del mundo que le rodea puede estar distorsionada y peligra su integridad física por atropello o robo al despiste.

 6- Observaciones.

 No debemos forzar nuestra propia risa, y menos aún, que nos la fuercen. La reparación es costosa. Eliminaremos pues el apartado: cosquillas. Por inútil, contraproducente e incluso cansino. El retorcimiento por hormigueo brusco, difícilmente causa  placer. Se aconseja mutarlo a suaves caricias o cosquilleos más confortables. Los bebés que aún no se expresan con facilidad, agradecerán el cambio.

 7- Salud. Protección sobre el contagio.

 No hay vacuna digna de mención. Déjese contagiar, pero sólo puntualmente. No es aconsejable una pandemia a nivel mundial. La seriedad también es necesaria.

 8- Artículos y reseñas que incitan a la risa, también  llamados  “de broma” y “chistes”.

   A-1-  De bromas ligeras.

   A-2-  De bromas pesadas.

 Evitamos los ejemplos, por ser extremadamente particulares. La selección de la broma es aleatoria dependiendo de la persona a quién queramos provocar la risa.

Por desgastados y/o excesivamente expuestos, no suelen conseguir el efecto deseado.

 B–  Chistes. No espere reacciones fuertes tras la narración de un chiste. Evite la risa forzada o sardónica. Si no provoca regocijo, la historieta en cuestión no es buena y/o el receptor está enredado en el punto: 5. Es decir: Sonrisa por enamoramiento y está incapacitado en esos momentos sensuales para atender a cualquier otro interés.

Sugerencia: Elimine de su repertorio, la narración de chistes, machistas, xenófobos, homófobos o sobre discriminaciones varias, es muy probable que surta el efecto contrario que desea provocar. Aburren, hastían y ponen de mala humor. Evitar a toda costa.

 9- Otros tipos de risa.

 Risa falsa o afectada. Si usted detecta alguna risotada de ese estilo, es buen observador; en cualquier caso huya; huya con disimulo, es probable que sea ironía fina y usted no esté en condiciones de continuar la broma o sigue abstraído en el punto 5 (Sonrisa por enamoramiento).

 No se fustigue si en algún momento esboza una mueca simpática ante hechos sociales o defectos físicos ajenos. Analice la situación, recapacite, póngase en el lugar del blanco de su risa y remítase al punto: 7 (Protección sobre el contagio).

Si no utiliza correctamente su ingenio, es probable que el mohín que aguarda se torne en reproche.

 10- Por último:

 Participe en la conservación del medio ambiente. La risa contiene materiales recuperables y/o reciclables. Entréguela al final de su vida útil y póngala en otras manos para el regocijo ajeno.

Depósitos destinados al respecto: bibliotecas, videotecas, boca a boca, etc.

 Recomendación. Si analiza su vida y no se alegra de estar en el mundo, olvídese de  reír por no llorar. Tantee hasta encontrar la felicidad a toda costa, continúe la búsqueda de su alborozo y si tiene que esperar, paciencia.

Se dice que quien ríe el último, ríe mejor. Sin embargo también es cierto que sobre este último punto, se tienen serias dudas al respecto, por eso es aconsejable, que empiece a utilizarla cuanto antes.